A Fernando, como a Salvador Dalí, nunca le ha importado que hablen de él, aunque sea para bien. Arañado de frente y perfil, como esas muñecas de abril que inmortalizó Serrat, Torres ha sido el recipiente sobre el que se han volcado toneladas de desprecio y otras tantas de cariños. Él, que en su regreso al barrio del que, en realidad, jamás se fue, siempre fue un diario íntimo de esa pasión inexplicable llamada Atleti. De hecho, la historia de Fernando y la de su Atleti están tan íntimamente relacionadas que nadie podría definir con exactitud dónde empieza uno y dónde acaba el otro. El Atleti es Torres y Torres es el Atleti. Unidos por el destino y la pasión, su amor es para toda la vida, uno de esos que dura hasta que la muerte les separe, si es que allá en el otro mundo, en vez de infierno, ambos encuentren gloria. Torres y el Atleti encarnan el espíritu de Paul Newman en La Leyenda del  indomable, donde un hombre atormentado por un pasado adobado de errores daba paso a una lucha sin tregua del hombre contra el poder establecido.

El Atlético y Torres, iconos de un contrapoder que no vende periódicos ni abre informativos, de un sentimiento al otro lado del río, al sur de la ciudad, que pierda o gane, ocupará el mismo espacio en los diarios que los cupones de la sopera oficial del vecino rico. Es el reflujo diario del imperio que habría abrasado a cualquiera, menos al Atlético que, como Torres, resiste el paso de los años y de las portadas, como los galos en la aldea de las ilustraciones de Uderzo. Torres y el Atlético son hijos de un Dios menor, genes esculpidos en la cultura del esfuerzo y en la piedad de los feligreses de una camiseta impregnada en sentimientos. El Atlético y Torres, símbolos de la resistencia sometidos a una eterna partida de dados en la que, si sacan uno, dos, tres, cuatro o cinco, reciben ninguneo. Y en la que, si sacan seis, están obligados a tirar otra vez. Torres y el Atlético, dos cosmos unidos por un mismo objetivo: orbitar alrededor de la ilusión de quienes no son los mejores pero, como reza su himno, aspiran a pelear como el mejor para que siempre la afición se estremezca con pasión.

El Atlético y Torres han vuelto. El primero ha enterrado el discurso fatalista, ahora compite, gana, levanta títulos y se abraza al cholismo, una religión del partido a partido; el segundo también ha sepultado aquellos años de oscuridad cegadora, donde sostuvo una entidad moribunda en soledad, obligado a ser hombre siendo niño. Vuelve Torres, principito corazoncito de colchonero de Sabina, con la misión de ser no estrella, sino soldado, en la causa fundamentalista de Simeone. Torres y el Atleti, el Atleti y Torres, indisolubles en lo bueno y en lo malo, llevan lustros escuchando que no pueden hacer lo que casi siempre terminan por conseguir. Como en la entrañable película En busca de la felicidad, Will Smith aconseja a su hijo pequeño con una lección de vida:

- Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo, ni siquiera yo.
- Vale.
- Si tienes un sueño, tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo ve a por ello y punto.

Así viven el Atleti y Torres, como Will Smith y su hijo. En busca de esa felicidad, convencidos de que siempre hay que creer, sin dejar que otros les digan que no pueden hacer algo. A Torres y al Atlético muchos les dicen que no pueden, pero ellos trabajan y creen. Y por eso, casi siempre pueden.

Rubén Uría es periodista. Es Es co-autor del libro El fútbol es así junto a José Joaquín Brotons.