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En cuanto Milton se hubo marchado, Gismonti se dio cuenta de que estaba en un grave aprieto. Le había prometido a su amigo que acudiría a la Casa de Campo con alguien y no tenía ni la más remota hipótesis de quién podría ser la persona que iba a acompañarlo. La persona: la señorita, para ser más precisos. "Una amiga", le dijo Milton, pero diablos ¿qué amiga? Habían quedado el domingo, era jueves por la noche, el sábado debía descartarlo salvo que todo hubiera salido rematadamente mal, así que sólo le quedaba el viernes.
Recogió las tazas y las llevó a la cocina, dobló el mantel y lo guardó en el aparador. Puso un poco de música: Mozart. Necesitaba algo amable para concentrarse en el gran desafío que tenía por delante. Se entretuvo en fregar la tetera, los platos, las tazas. A cualquiera le habría llamado la atención tanta dedicación. Puso un par de gotas de detergente en la esponja, la metió en el interior de la taza, estuvo ahí dándole varias vueltas mientras caía el agua del grifo, luego la aclaró mecánicamente, la dejó un instante a un lado, volvió a poner dos o tres gotas de detergente en la esponja, cogió la misma taza que acababa de dejar, se afanó en ella como si le exigieran el brillo perfecto. De vez en cuando dejaba que su mano marcara la marcha de la sinfonía. O silbaba las partes de las trompas y de la madera.
En el grupo de los habituales de la oficina había unas cuantas chicas. Reinaba un clima de confianza, pero le resultaba embarazoso que invitara a una de ellas, así por las buenas, a entrar en su vida. Estaba bien bromear, comer juntos alguna vez, incluso habían ido en patota al cine hace varios años y desayunaban con frecuencia, cuando coincidían al levantarse del ordenador o en el ascensor. Por si acaso volvió a observarlas mentalmente a una detrás de otra, y se quedó con Mónica y con Paulina. Esta última tenía una cara pecosa que le resultaba muy simpática, pero enseguida desechó a las dos. Les gustaba pasarla todo el rato riendo y eran demasiado aficionadas al sarcasmo y a encontrarles defectos al resto de seres humanos de todo el planeta. De acuerdo, estaban bien, eran atractivas, desenvueltas. Pero eso era justo lo que temía: eran demasiado desenvueltas. Igual se presentaban las dos juntas, aunque sólo hubiera invitado a una de ellas. Y qué iba a hacer Gismonti con dos acompañantes. El ridículo. Abandonó esa hipótesis, y era sin duda la más fácil.
Con la secretaria del departamento también había hecho buenas migas. Era extremadamente educada, pero quizá fuera demasiado charlatana. No estaba, además, mal de aspecto, quizá con las mejillas un poco demasiado infladas, pero tenía unos ojos grandes y el pelo casi siempre amarrado en un moño le daba un punto de distante elegancia. Se llamaba Leticia. A Gismoti nunca le pareció mal que le contara de unos y de otros, de la marcha de la oficina, le había explicado todos los detalles de la enfermedad de Menéndez hasta que murió. Había además otra ventaja añadida: no le habría costado demasiado acercarse para invitarla a la Casa de Campo. Sólo pasarían un día juntos, no iba a ser ninguna tarea hercúlea proponérselo, igual hasta les venía bien a todos que fuera tan aficionada a hablar. Gismonti se animó. La cosa no iba a ser tan difícil como había pensado.
Pero de pronto se acordó de que Leticia estaba casada y que no sólo estaba casada sino que le hablaba con frecuencia de su marido y de la afición que tenía por salir de pesca. Seguro que lo interpreta mal, pensó Gismonti, y volvió a dejar la taza a un lado. Estaba vez cogió un plato. Y le paso la esponja una y otra vez y otra.
Otra salida era su jefa, al fin y al cabo era, de todas, con las que más trato solía tener. María Jesús era una mujer franca y abierta, que no se complicaba la vida para nada, que solía tener buen humor y que sólo estallaba cuando descubría que un informe se había hecho de cualquier manera, a toda carrera, para cumplir el expediente. No era el caso de Gismonti. Los suyos eran siempre pulcros, y María Jesús solía elogiarlos. Había entre ellos incluso una complicidad física. Ella apoyaba a veces su mano en el hombro de Gismonti mientras repasaban algo en el ordenador y alguna vez lo había empujado suavemente para sentarse a su lado y contrastar unos datos en la pantalla. “Podría decirse que somos camaradas”, pensó Gismonti. Y entre camaradas existe la suficiente confianza para echarse una mano de vez en cuando. Al día siguiente llegaría al trabajo, iría de inmediato a su despacho y le diría sin perder ni un solo segundo: “María Jesús, esto es una emergencia”. Luego le explicaría a grandes rasgos la pelea que tuvieron Milton y su esposa, y le diría que él no había tenido más remedio que intervenir y sugerirles un esparcimiento cualquiera para enterrar de una vez y para siempre la disputa. María Jesús era una buena pción. Gismonti cerró el grifo, misión cumplida.
La sinfonía número 41 de Mozart, la llamada Júpiter, estaba a punto de terminar. Gismonti se sentía arrastrado por su ritmo y se le iba inflamando el ánimo, pero justo en el momento en que terminó, como si se hubiera roto el encantamiento, se dio cuenta de que una jefe y un subordinado no pueden ser nunca camaradas. El trato puede ser todo lo fluido que se quiera entre ambos, pueden simpatizar, ser cómplices, compartir gustos y aficiones, tener los mismo valores y la misma visión del mundo, ser escépticos sobre la condición humana, por ejemplo, pero no pueden ser camaradas. María Jesús sin duda ayudaría a Gismonti para resolver esa emergencia. Pero, ¿y después? ¿Qué pasaría después? La jefa podría darle con todo fundamento un bajonazo al subordinado, por confianzudo y osado, y por no respetar las jerarquías. Y eso era algo que Gismonti no podía permitirse.
Se tumbó en el sofá y fue de pronto como si la cámara de una película fuera recorriendo todos los despachos del ministerio. Un travelling infinito y frenético que abría puertas y puertas y enfocaba sobre cada una de las caras de los que allí trabajaban. Aparecieron tipos encorbatados y los de mantenimiento con sus monos, pero Gismonti sólo se fijaba en las chicas, en cada una de ellas, unas más jóvenes y otras no tanto, algunas con vestido y otras con chaqueta y las de más allá con una blusa y un pantalón. Y, de pronto, la cámara se detuvo en Ana. La de informática, la que les arreglaba los ordenadores cuando tenían algún problema. Un día Gismonti le dijo que su vestido era atrevido, y eso la hizo reír. Le parecía, además, que esa expresión triste que de tanto en tanto la invadía la hacía mucho más hermosa.
Gismonti durmió mal. Imaginó todos los escenarios posibles, y se movía de un lado a otro de la cama, como encerrado en una jaula sin salida. Y, sobre todo, iba ensayando la manera de iniciar la conversación. En ningún caso, pensó, debía mostrar sus cartas desde el principio. Lo oportuno, más bien, era servirse de una estrategia envolvente, decirle alguna cosa bonita sobre su aspecto, inventar alguna necesidad técnica a propósito de alguno de los programas que utilizaban y que, de vez en cuando, se bloqueaban, encontrar cualquier anécdota del trabajo, ¡cómo es este Manuel!, por ejemplo, tan socorrido siempre, por el gusto que tenía el tipo de detener a quienquiera que se encontrara en el pasillo para contarle un chiste. Dios mío, Gismonti, podrías saberte algún chiste.
Tuvo una suerte inmensa. Vio que Ana recorría el pasillo justo a la hora del descanso de media mañana, así que Gismonti cogió su chaqueta y salió disparado detrás de ella. La siguió discretamente. El corazón empezó a latirle con más fuerza cuando entró en la cafetería más próxima, la que quedaba enfrente del ministerio, cruzando la calle, un poco a la derecha. Siguió de largo, como si la cosa no fuera con él. Tres pasos después se detuvo, dio la vuelta, pasó por delante de la puerta, vio cómo se sentaba en la barra. Volvió a pasar de largo. Frenó en seco un poco más adelante. Se volvió y, con el mayor de los corajes, entró en la cafetería.
Quedó paralizado justo en el estricto punto medio del segmento que separaba la puerta de la barra. Vio que al lado izquierdo de Ana una señora gordezuela mojaba un churro en una taza de café con leche. A su derecha, un tipo calvo de abrigo tenía apoyado un codo en la madera del mostrador y miraba al infinito. “¿Qué hago yo ahí si no tengo sitio?”, pensó Gismonti. Fue entonces cuando Ana lo descubrió, lo miró y le sonrió. Fue como si le activaran un muelle y se precipitó.
- Quisiera invitarla a almorzar este domingo en la Casa de Campo-, le espetó Gismonti a bocajarro.
Ana lo miro de arriba abajo un poco estupefacta.- De acuerdo, le contestó. No tengo inconveniente.
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En cuanto Milton se hubo marchado, Gismonti se dio cuenta de que estaba en un grave aprieto. Le había prometido a su amigo que acudiría a la Casa de Campo con alguien y no tenía ni la más remota hipótesis de quién podría ser la persona que iba...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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