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Gismonti recibió la noticia de la muerte de su madre sobre las siete de la mañana. Lo llamó su padre, que no se entretuvo en darle ningún detalle sino que se limitó a ordenarle que cogiera el primer avión y se presentara cuanto antes en casa. Gismonti colgó el teléfono visiblemente alterado, no sabía muy bien cómo hacer, pero estaba seguro de que debía darse prisa. “No puedo llegar después de que la entierren”, se dijo, así que inmediatamente buscó en el altillo la pequeña maleta con la que había llegado a Madrid hace ya muchos años y que tan pocas veces había utilizado desde entonces.
La colocó sobre la cama y fue disponiendo cerca de ella las prendas de ropa que iba a incluir en su desplazamiento. No sabía gran cosa de los protocolos que se siguen cuando se trata de enterrar a alguien, pero decidió que no estaría bajo ningún concepto en el pueblo más de lo estrictamente necesario. “Dos noches, y punto”, calculó Gismonti, así que cogió primero un par de camisetas, las dobló y las dejó justo al lado de la maleta. Enseguida se arrepintió. Pensó que seguramente la tensión lo haría sudar más de lo habitual, quizá tuviera que cambiarse la ropa interior a media tarde, podría llover, a veces llueve en Jávea por esas fechas, mejor añadir otra camiseta más. Lo hizo. Y así procedió con el resto de prendas: tres pares de calcetines, tres calzoncillos, tres camisas. Volvió a dudar. ¿Y si se arrugaran y no hubiera luego manera de estar mínimamente decente?
Por si acaso empezó guardando en la maleta un par de zapatos, también puso sus pantuflas, medio viejas ya, pero les tenía afecto por el roce, por el tiempo que habían pasado juntos, sí, tenía que llevarlas. Acomodó los calcetines, las camisetas y los calzoncillos alrededor, luego buscó un periódico. Si conseguía crear una superficie lo más lisa posible, seguramente las camisas sufrirían menos. Así que dispuso sobre las prendas que había guardado las páginas del ejemplar de un diario que encontró entre sus papeles del salón. Cuando iba a ocuparse de las camisas se dio cuenta de que le faltaba el pijama. Lo buscó y cogió, de paso, otra corbata. “La más oscura”, pensó, sin darse cuenta de que todas las suyas habían sido siempre de color negro. Sonrió por la torpeza. “Estoy francamente nervioso”, pensó Gismonti mientras quitaba de la maleta las hojas del periódico para guardar en su sitio el pijama y la corbata de repuesto. “Todavía debo comprar el billete de avión, excusarme en el trabajo, llegar al aeropuerto”. Puso las camisas corriendo, para resolver cuanto antes, e incluyó un chaleco, que nunca utilizaba pero acaso resultara imprescindible en una ocasión tan singular como aquélla.
Llevaba sin ver a sus padres por lo menos diez años, aunque se habían felicitado con un rigor matemático tanto sus cumpleaños como las fiestas navideñas y el año nuevo. “Debía tener unos 78 años”, calculó Gismonti, y se preguntó entonces qué podía haberle ocurrido. “Tal vez se cayó”, se dijo, “y se le vino todo encima y se quedó ahí”. No sabía si había enfermado últimamente. Lo dejó correr, ya se enteraría, ahora tenía cosas más importantes que hacer. Llamó al trabajo, pidió el día libre por asuntos propios y, después de asearse, se dirigió a la agencia de viajes de la esquina. La muchacha que atendía apreció su manifiesta inquietud y le facilitó las cosas. Debía ir por Alicante para ganar tiempo, pero tenía que darse un poco de prisa. “De acuerdo”, contestó Gismonti. El avión salía a mediodía, tendría que llegar con unos tres cuartos de hora de antelación. “Así se hará”, le comentó a la chica, pagó en metálico, regresó a casa. En el camino tuvo miedo de perder la compostura. Y eso que todo le estaba saliendo relativamente bien.
Cogió la gabardina clara, por si acaso, sabía que aunque lloviera no iba a poder utilizarla en el velatorio ni en el entierro ni en la ceremonia, no sabía bien qué quería su padre que fuera a hacer allí. Lo de su madre, al fin y al cabo, ya no tenía arreglo. “Imagino que tendré que saludar a la gente, eso es siempre enojoso, querrá que colabore un poco”, pensó. De todas formas, ya no tenía muchas salidas, se había precipitado en exceso, pudo haber discutido un poco, no haberse limitado a obedecer. Palpó el billete en el bolsillo de la chaqueta, levantó la mano para coger un taxi. No quiso dejar su equipaje en el maletero, prefería tenerlo al lado.
-¿A qué terminal vamos?-, le preguntó el taxista en medio del recorrido.
Gismonti, que parecía colocado mentalmente en el corazón de la nada, se llevó inmediatamente la mano al pecho, apartó la solapa de la gabardina, hurgó en su bolsillo, cogió el billete. Lo sacó del sobre en el que se lo habían entregado, quiso concentrarse en la información, pero le bailaron las letras. Se lo extendió al taxista como quien reclama un poco de compasión en las circunstancias más difíciles. “La 2”, dijo el tipo, y le devolvió el billete. Gismonti vio que lo estaba mirando por el espejo retrovisor y pensó que tenía que darle alguna explicación.
-Ha muerto mi madre-, dijo.
-Cuanto lo siento-, respondió el taxista. -¿Era muy mayor?
-No mucho.
-Vaya desgracia, alguna vez tiene que tocar.
Gismonti se echó para atrás. Debía evitar cuidadosamente cualquier mirada más del taxista, acabar cuanto antes con aquello. Volvió a ocuparse de su billete. Se desafió a encontrar, sin ninguna ayuda, el dato que acababan de proporcionarle. Pero volvieron a bailarle las letras.
-La mía murió hace ya un par de años. Cáncer-, comentó el taxista.
-Um-, observó Gismonti. Había cerrado los dedos contra el billete y no se daba cuenta de que le estaba empezando a sudar la mano. Miró hacia fuera, hacia el mundo, hacia el más allá. No quería decir ni una sola palabra más. El taxista debió darse cuenta porque se quedó callado.
Llegaron al aeropuerto. Gismonti no estaba dispuesto a soltar el billete de avión, se estaba jugando el viaje y temía perderlo, así que tuvo alguna complicación para sacar la cartera, abrirla y pagar el trayecto. El taxista miraba estupefacto desde el retrovisor el meticuloso procedimiento de alargar las piernas para poder incorporarse y apartar la gabardina para llegar al bolsillo trasero de su pantalón. Pagó. Se ocupó con la mano izquierda de la maleta, sin abandonar nunca lo que llevaba en la derecha. Le hizo una venia al taxista, para indicarle que podía marcharse y se volvió para cumplir el siguiente desafío.
Poco después, ya dentro de la terminal, quedó fulminado por el gentío y paralizado de terror. Gismonti era un tipo largo y delgado. Llevaba su gabardina clara, la maleta en la izquierda, el billete aferrado en la derecha y observaba los acontecimientos a través de sus gafas, sorprendido por la facilidad con la que la gente resolvía sus asuntos.
-¿Necesita alguna ayuda?-, escuchó que alguien le preguntaba.
Gismonti asintió. Era el taxista. Le quitó suavemente de las manos el billete, luego lo acompañó hasta el mostrador. Hicieron una breve cola en silencio, como desconocidos que eran. La azafata le explicó con todo detalle, gracias a la generosa mediación de su acompañante, cada paso que debía dar hasta llegar al avión.
-¿Cómo podría agradecerle su impagable ayuda?-, preguntó Gismonti cuando caminaba con aquel hombre fortachón hacia la puerta de embarque. Se detuvo un instante y se puso a hurgar en los bolsillos de su chaqueta hasta que encontró una tarjeta.
-Estas son mis señas-, le dijo Gismonti, -me encantaría que me visitara dentro de unos días, a mi regreso, para invitarle un café.
-Lo haré-, le contestó el taxista. -Mi nombre es Milton, para lo que pueda necesitar.
Continuará.
Gismonti recibió la noticia de la muerte de su madre sobre las siete de la mañana. Lo llamó su padre, que no se entretuvo en darle ningún detalle sino que se limitó a ordenarle que cogiera el primer avión y se presentara cuanto antes en casa. Gismonti colgó el teléfono visiblemente alterado, no sabía...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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