La Valencia de los amparos
Los corruptos trasladan los hábitos privados a lo público y basan su acción en el favor, en la gracia
Justo Serna 26/02/2015
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En el siglo XIX, cuando el parlamentarismo liberal aún no había impuesto sus reglas, cuando el mundo burgués era reciente y estaba poco hecho, los negocios y las sisas públicas no tenían nombre. La democracia europea estaba por implantarse y la redistribución de los recursos en el ámbito municipal solía realizarse con clientelismo y patronazgo. ¿Cómo? Con lealtades, con fidelidades que eran favores, con influencias que eran conocimientos, con relaciones y amistades que eran cosa de logreros.
Te doy o te concedo para que me des o me concedas. Éste era el mecanismo del intercambio, de la transacción. Éste era el resorte de los presentes, de los regalos, de los vínculos. Era un procedimiento en el que el sufragio únicamente era parte de la influencia. Éste era un mecanismo en que el puro y estricto asentimiento se obtenía a través de los socios, los conocidos, los amigos. La amistad instrumental era la llave que abría todos los paños.
Frente a las incertidumbres de los mercados y de la libre competencia, la amistad era aquello que resolvía el conflicto, la liza parlamentaria, institucional. Era un recurso prepolítico y, por supuesto, predemocrático. Los aprovechados trataban de configurar una esfera apta, con un dominio público estable, precisamente en una época en que por el Continente el ventarrón revolucionario arrasaba.
¿Era corrupción esta granjería? Para que exista tal cosa, manipular la institución por parte de unos desaprensivos, no basta con que se vulneren ciertas reglas. Para que pueda hablarse de corrupciones hay que moverse en un espacio en el que lo público y lo privado ya estén debidamente separados y distinguidos. Para que haya ese fenómeno deben darse la mezcla, la confusión jurídica... Para beneficio de unos pocos. Además, los actos políticos han de realizarse dentro de la esfera de la reserva, ese ámbito en el que las acciones se emprenden fuera de la vista pública y de las reglas comunes.
La reserva de lo privado, ese sitio en el que se protegen el secreto y lo íntimo, pero también el acuerdo entre particulares deben estar igualmente sometidos a reglas. Los corruptos trasladan hábitos privados a lo público y basan su acción en el favor, en los amparos.
La Virgen de los Desamparados es una patrona a la que en Valencia se le tiene mucho fervor. Y a ella se encomiendan fieles rigurosos y pecadores recalcitrantes en espera de auxilio. La confusión religiosa tiene esto: rezas y logras una curación taumatúrgica o una riqueza sobrevenida.
Pero bajemos al mundo sublunar. Cuando en la esfera pública decimos que individuo es alguien que concede u obtiene favores nos referimos a aquel que presta o logra ayudas que reparte, protecciones supuestamente gratuitas... Protecciones que obligan, que comprometen, gracias a que en apariencia se realizan sin esperar pago o recompensa.
En realidad, esas concesiones se basan en la capacidad de influencia, en ese ascendiente que alguien tiene. Como la Virgen de los Desamparados. Ya se sabe: una persona que goza de influencia es alguien bien situado en el firmamento o en la tierra, ubicación de la que se beneficia para curar o para remover todo tipo de obstáculos.
Conviene observar que cuando hablo de influencia no me refiero al individuo que ejercita su tarea prevista: no menciono a quien se somete a las leyes, según las normas del reglamento asignado de antemano y públicamente. Al contrario, me refiero a aquel que hace valer su supremacía, su predominio..., más allá de la ordenanza, más allá de la cláusula; me refiero a aquellos que se valen de sus personas, de sus habilidades o de sus saberes para otorgar ayudas patrimoniales. O a aquellos que se valen de la Virgen.
Decía Max Weber en la frase mil veces repetida que la política y la burocracia del mundo contemporáneo mejoran cuando se eliminan los factores estrictamente personales. ¿Por qué razón? Porque ambas instancias convierten la tarea realizada en una labor sometida a visibilidad y fiscalización: lo importante no es el sujeto que la desempeña, que sólo es alguien preparado pero sustituible. Lo importante es la función, dice Weber.
Lo importante es el correcto cometido que ustedes o yo podríamos hacer si estuviéramos formados para dicha labor. En la concepción ideada por Max Weber, los puestos públicos o los empleos administrativos no son recursos personales o patrimoniales que sirvan para dominar o para conceder favores o despachar asuntos. Son, por el contrario, ocupaciones reglamentarias, sometidas a reglamento, que se realizan en beneficio de la ciudadanía.
Para eso hace falta confianza. Confiar es esperar que los demás cumplan con su obligación o con la expectativa. Cuando esto no se da, cuando no hay un régimen eficacísimo de castigos para quienes incumplen sus funciones o se saltan las normas, cuando se burlan las leyes de manera impune y ostentosa, entonces el crédito se pierde como consecuencia de la irresponsabilidad. Todo se malogra.
La Valencia de Eduardo Zaplana, de Francisco Camps, ha sido eso: el lugar del excremento, el espacio de la granjería, la locura de las ganancias fáciles. La Valencia de los Desamparados.
En el siglo XIX, cuando el parlamentarismo liberal aún no había impuesto sus reglas, cuando el mundo burgués era reciente y estaba poco hecho, los negocios y las sisas públicas no tenían nombre. La democracia europea estaba por implantarse y la redistribución de los recursos en el ámbito municipal solía...
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