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A contraflecha

Cuidadito con la cultura aburguesada

Sobre el último libro de Jaron Rowan, ‘Manual para quemar el Liceo’

Paco Cano 24/02/2025

<p>Gran Teatro del Liceo, en Barcelona. /<strong> Wikipedia</strong></p>

Gran Teatro del Liceo, en Barcelona. / Wikipedia

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Manual para quemar el Liceo (Traficantes de Sueños, 2024) es la última publicación de Jaron Rowan, investigador cultural especializado en economía de la cultura, doctor en Estudios Culturales y Director de investigación en la BAU de Barcelona. Una versión de este mismo título (Hay que demoler el Liceo) aparece como capítulo en un ensayo suyo anterior, Cultura libre de Estado(Traficantes de Sueños, 2016). Ahora, la idea ha trascendido de capítulo a libro y ya no se trata de demoler el Liceo sino de quemarlo como metáfora de poder institucional. Y aunque pueda parecer que estamos ante un panfleto incendiario o que el autor la tiene tomada con el simbólico edificio, la propuesta del libro –discutible, pero bien argumentada– es poner en crisis la, todavía hegemónica, noción burguesa de cultura y el papel controlador del Estado a través de esta.

Estemos de acuerdo o no con algunos de sus desafiantes postulados, lo que sí queda claro, tras la lectura de este manual, es que sigue siendo necesario cuestionar una cultura estatal endogámica que recurre con frecuencia a políticas culturales tramposas y a una cultura que se recrea en su versión idealista y que ha olvidado que, para ser realmente transformadora, debe vincularse a las condiciones materiales de vida de la comunidad. Sin embargo, o tal vez por eso mismo, el libro no ha caído en gracia entre algunos representantes de las instituciones culturales ni entre cierta parte del sector profesional del ramo. Otros lo aplauden. Veamos qué ha podido molestar.

Ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo

Nos cuenta Rowan, en una distendida charla sobre su libro, que con la modernidad se puso a la razón, a la ciencia y a la recién acuñada cultura como pilares idealistas de progreso. La burguesía, sujeto político de esa modernidad, quiso distinguirse tanto de la aristocracia decadente como del pueblo mediante la cultura y la estética. De esta manera, la burguesía articuló las estructuras y las normas que asentaron los estados-nación y creó, a la vez, una cultura, una identificación comunitaria que permitiera el control de los sujetos, cohesionándolos.

En este enmarcado, uno de los puntos de partida del ensayo es que, aunque nos encontramos en un periodo en el que se ha impugnado gran parte del legado de esa modernidad –se cuestionan nociones como progreso, se ponen en crisis los binarismos de género, se ha puesto en duda el propio conocimiento científico– aún no se ha logrado modificar la idea burguesa de cultura. Si bien, es cierto que, a lo largo de la historia más reciente, ha habido notables intentos: las primeras vanguardias, la Internacional Situacionista de los años 60 o, en versión local, la contracultura de la transición española, que tan groseramente fue amortiguada por el Partido Socialista con la connivencia de los “modernos” de la época (si les apetece, pueden revisar el documental sobre Alaska en Movistar+ y comprobar el triunfo del mercado y del individualismo –disfrazado de individualidad– sobre la intención rupturista y transformadora que se le creía a la “movida”). Rowan, al respecto: “El PSOE hizo lo posible por producir una cultura pública que fuera capaz de transmitir su idea de socialdemocracia. A la vez, era una herramienta poderosa para producir los nuevos sujetos demócratas que habían de validar ese proyecto. Al gobierno socialista le interesaba modernizar el país, sacarlo de su ignorancia y de su pasado. Así se empezaba una carrera frenética por dejar el franquismo atrás. No se saldaron cuentas. Se aprovechó la escasa infraestructura cultural existente y se puso al servicio de la construcción de una España cultural moderna y acrítica. Había muchos conflictos que apaciguar, muchas disidencias que integrar”.

Recordemos que, en su discurso de investidura de 1982, Felipe González señaló a la cultura como motor sustancial de una renovación democrática del país e insufló muchos millones de pesetas a los presupuestos destinados a la cosa cultural. Queda para la historia del esperpento nacional aquel maravilloso La cultura, ese invento del gobiernode Sánchez Ferlosio y su “en cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque al portador”. Para ello, el partido socialista contó con la complicidad de quienes pronto se convirtieron en élites culturales y tejieron sus propias redes de favores e intereses cruzados. Un modelo que aún pervive, engordado durante los años 90 y a comienzos de este siglo mediante los pelotazos urbanísticos y la construcción de centros culturales y museos por toda la geografía española. 

Partiendo de aquí, uno de los objetivos de este Manual para quemar el Liceo es poner en crisis esa noción estatalista y burguesa de la cultura y aclarar que aún se mantiene activa. Ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo. El Estado, históricamente, nos ha tendido trampas escondidas tras discursos aparentemente progresistas, con la intención de conservar sus valores ilustrados y excluyentes, perpetuar sus estructuras de poder, sus instituciones, sus políticas culturales y, en definitiva, perpetuarse a sí mismo a través de una sometida identificación identitaria. Como decía la divisa planetaria de la novela Un mundo feliz: Comunidad, Identidad, Estabilidad.

Así lo señala, también, Alberto Santamaría al hablar del poder que tiene el Estado para aplacar actitudes contraculturales: “Esta alta cultura descafeinada tiene la forma de la paradoja. Se toman formas críticas del pasado, se las vacía por completo de pulso transformador, al tiempo que dichas formas disensuales u oposicionales nos son devueltas como modelos críticos altamente sofisticados en el interior de la institución neoliberal”. Frente a esta cultura anestesiada y ombliguista, Jaron Rowan propone abordar una cultura materialista atravesada por las condiciones socioeconómicas de vida.

Nos hizo libre, pero sin alas

Otra de los motivos que justifican el mal recibimiento por parte del statu quo cultural es el hecho de que Manual para quemar el Liceo pone el foco en algunos de los postulados tramposos que contiene la no superada idea moderna de cultura y, para ello, nos recuerda el artículo 44 de la Constitución Española: “Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura”. De ese papel tutelar del Estado surgen varias paradojas que son resaltadas en el ensayo.

Por un lado, la contradicción de que la cultura puede fomentar nuestro crecimiento intelectual y nuestra autonomía, pero, a la vez, usada por el Estado, puede adoctrinarnos y someternos a patrones de pensamiento uniforme. La cultura es el material del que nos servimos para crear nuestra identidad, la herramienta para construir la idea de lo que queremos ser, pero también es el recurso del que se valen los Estados para reproducir a sus sujetos, no solo perfilando el conjunto de aspiraciones y deseos que entienden como adecuados para ellos, sino haciéndoles creer que se trata de anhelos propios. Nos hizo libres, pero sin alas.

Como remedio ante esta paradoja, el Manual propone que, frente a una cultura individualista, que se concibe como un medio por el que las personas pueden ilustrarse y forjarse una identidad, existe una noción de cultura que, siguiendo las tesis de Raymond Williams, entiende que ésta debe ser algo común, algo ordinario que permita a los diferentes grupos sociales dar sentido colectivo a sus vidas. La cultura, también, puede ser aquello que nos hace parte de comunidades concretas y nos vincula con los demás. Y frente a las administraciones públicas que han convertido a la cultura en objeto de derechos, con la intención de hacerse con el control de lo cultural, se hace necesario abrir espacios para aquellas prácticas capaces de escapar de los ideales y valores hegemónicos establecidos por esa noción burguesa de cultura.

Por otro lado, se nos presenta la “paradoja Beirak” (Jazmín Beirak, Directora General de Derechos Culturales) que consiste en promover una cultura autónoma o ingobernable, pero necesitada de políticas públicas institucionales y de administraciones que las promuevan. De nuevo, la tutela constitucional. Nos topamos aquí con uno de los temas centrales del ensayo: los Derechos Culturales. Postula Rowan que esta idea de derechos culturales –de la que nos ocuparemos más adelante– promovida por el actual Ministerio de Cultura, parte de un movimiento reactivo, ya que, ante ciertos fracasos de las culturas del común, se le ha vuelto a dar el control al Estado. Desde la izquierda, afirma, se ha pasado de poner en crisis la autoridad estatal y exigir más autonomía a delegar en la institución para que conceda derechos. Además, advierte, más que derechos de acceso a la cultura parecen derechos para el sector. De hecho, durante el proceso de desarrollo del Plan de Derechos Culturales se ha invitado a participar a colectivos del sector cercanos a los intereses ministeriales, a los agentes culturales que la institución reconoce como válidos, como si la cultura solo tuviera que ver con los agentes culturales y no fuera algo transversal que cruza a toda la ciudadanía. La retórica que rodea a los derechos implica, según al autor, ceder la representación política a un pequeño grupo de gestores cuya respuesta a los problemas culturales se basa en soluciones técnicas que acaban reforzando el poder del Estado y de sus administraciones, en detrimento, de las formas de organización comunitarias o autónomas. Durante las articulaciones políticas del 15M surgieron intentos para recuperar maneras de producir sentidos colectivos, pero pronto quedó claro que, si el apoyo no va acompañado de procesos de redistribución de poder y de respeto por la autonomía, lo único que se consiguen son guetos de conocidos que representan la cultura común frente a las administraciones.

Es necesario, defiende el autor, salir del relato de que la cultura, por sí misma, tiene capacidad transformadora

De ahí surge una tercera paradoja desvelada que molesta al sector asentado: la de una cultura que se pretende emancipadora pero que, en realidad, se comporta de manera ensimismada. Es necesario, defiende el autor, salir del relato de que la cultura, por sí misma, tiene capacidad transformadora, ya que la clase media cultural ha asumido el poder y se ha olvidado de poner énfasis en lo común para incidir en lo particular. Nos apunta Rowan: “Si la cultura acaba en sí misma, si la política cultural es para el sector cultural y si la cultura se considera solo una serie de objetos discretos que hacen quienes saben de cultura, seremos incapaces de transformar las vidas de las personas para bien. Si no articulamos preocupaciones sociales con preocupaciones culturales no podemos seguir hablando de precariedad cultural, sin pensar que gran parte de eso que llamamos precariedad tiene que ver con los precios de los pisos, por ejemplo. Ahora mismo el sector inmobiliario se ha comido cualquier posibilidad de prosperidad del sector cultural. Entonces, ¿por qué no están los agentes culturales, que tanto hablan de precariedad en público, haciendo manifestaciones por la vivienda? ¿Por qué no están asociados a los sindicatos? Si no ves que una cosa es consecuencia de la otra, si no hay un cambio de régimen de propiedad del suelo, si no hay un cambio en cómo concebimos nuestras ciudades, no vas a mejorar tus condiciones solo porque te digan que tienes un derecho cultural nuevo”.

Se nos rompió el amor

Otro aspecto lacerante en el que incide el ensayo de Jaron Rowan es la desmitificación del trabajo cultural. El panorama que nos dibuja en cuanto a las condiciones laborales del trabajo cultural no puede ser más desalentador, ya que nos advierte de que las industrias culturales se han convertido en una máquina de expropiar talento a costa de la salud y el bienestar emocional de muchas personas, sin que existan organizaciones sindicales, articulaciones profesionales o espacios de politización que combatan ese malestar. Las malas prácticas son comunes, nos recuerda, y las empresas e instituciones aprovechan el deseo de visibilidad de los agentes culturales para explotar su capacidad de trabajo. Se nos rompió el amor: se señala que son frecuentes las zancadillas entre colegas que pelean por alcanzar migajas de un invisible botín y que esto deja un panorama sectorial en el que abundan las puñaladas y los sablazos. La precariedad marca la vida laboral de quienes se dedican al trabajo cultural, aunque exista, como señuelo, un limitado espacio de reconocimiento del que todo el mundo aspira a formar parte. Esto ha contribuido a consolidar un sector laboral en el que solo consiguen trabajar personas que cuentan con recursos personales o son expertas en arribismo. Si bien las instituciones culturales han llegado a exhibir y dar cuenta de las prácticas culturales marginales o desclasadas, en ningún caso han contribuido a generar las condiciones para que los sujetos que las producen puedan prosperar y sostenerse económicamente. Sin la capacidad de imaginar nuevas instituciones o de crear espacios de legitimidad propios, la cultura pública va a seguir absorbiendo la conflictividad, transformándola en contenidos y perpetuando falsos imaginarios de prosperidad.

Las industrias culturales se han convertido en una máquina de expropiar talento a costa de la salud y el bienestar emocional de muchas personas

En definitiva, no hay derechos culturales sin derechos sociales ya que el problema de la cultura no es únicamente cultural; también es un problema económico y se necesitan condiciones laborales justas para los trabajadores culturales. Si no se defienden los derechos de las personas migrantes es imposible garantizar la existencia de una vida cultural diversa, si no se trabaja para eliminar discriminaciones de género es imposible garantizar una producción cultural paritaria, si no se garantizan los derechos laborales de los trabajadores es imposible garantizar la buena salud de unas culturas críticas, desligadas de la dependencia institucional. Nos dice Jaron Rowan: “La participación cultural es una ilusión si no se establecen mecanismos de transparencia y rendición de cuentas en las instituciones públicas. No tiene sentido promover la paridad en la programación cultural si los techos de cristal que limitan la presencia de mujeres en puestos directivos no se rompen. No podemos hablar de una cultura rica y diversa sin luchar por los derechos de las personas migrantes y racializadas. No podemos hablar de derechos de creación si solo aquellos que provienen de la misma clase económica pueden crear. Se habla de descolonizar museos, pero no de impugnar la propia existencia y función de los mismos. Su papel como reproductores sociales no es, aún, objeto de debate”.

En un texto, que nos viene al pelo, publicado en CTXT, Santiago Eraso afirma, al hilo de los derechos culturales del Ministerio: “Si la pretensión es ensanchar los derechos culturales, abrir más las instituciones, hacerlas más permeables, escuchar mejor todo lo que las circunda, deberíamos aceptar, de partida, la condición expuesta de cualquier experiencia cultural y asumir que siempre están afectadas por el contexto social y económico en las que se inscriben para, de ese modo, poder aplicar políticas de redistribución más justas y equitativas”.

Conclusión: abre la muralla

Coinciden, por lo tanto, Rowan y Eraso en que, para lograr una transformación real en el ámbito cultural, debemos abordar de manera integral las desigualdades sociales, económicas y de género que perpetúan las barreras de acceso y participación, ya que solo mediante la lucha conjunta por los derechos sociales y culturales a través de un enfoque integral será posible lograr una verdadera democratización de la cultura y garantizar que todo el mundo tenga la posibilidad de acceder, crear y participar plenamente de la vida cultural de la comunidad. También coinciden en proponer una mirada ecológica hacia la cultura y defienden nuevas políticas culturales que se enfrenten a formas extractivistas y depredadoras de producción, que propongan redistribución, que se acerquen al territorio, a lo situado, que aborden las desigualdades y las diversidades y que asuma que la cultura es materia y produce formas de vida.

Solo mediante la lucha conjunta por los derechos sociales y culturales a través de un enfoque integral será posible lograr una verdadera democratización de la cultura

De nuevo, Santiago Eraso: “Me refiero a políticas que defiendan a los sectores más frágiles y desprotegidos del tejido social y creativo. Políticas que incentiven más las iniciativas pequeñas y distribuidas en el territorio, con el apoyo a asociaciones, cooperativas, colectivos o pequeñas empresas, eventos y festivales, etc. y menos a los macro eventos centralizados. Por tanto, el derecho a la cultura no debería enunciarse únicamente desde el giro lingüístico de los cuidados, tan nombrados y, paradójicamente, tan maltratados; o desde del discurso ambientalista o el decolonial que, muy a menudo, terminan siendo modas formales despolitizadas, novedades políticamente correctas que se convierten en obsoletas antes de que afecten a las estructuras funcionales de las instituciones, sino desde la intención de trabajar con un compartido sentido ecológico y una justa economía de medios, mejor distribuida en relación con los presupuestos, las necesidades de personal y con adaptación saludable a calendarios sostenibles. Es decir, a través del equilibrio sensato entre temporalidades laborales y programaciones asumibles, desde la acción, sí, pero con prudencia y capacidad para confrontar este tiempo de excesos actual, de productivismo acelerado que está generando en el mundo tanta precariedad, ansiedad, medicalización e inseguridad social”.

Es necesario, por lo tanto, asumir que abordamos una grave crisis de modelo productivo y que para buscar soluciones se debe reconocer que la cultura ha de salir de sus asépticos y endogámicos espacios e implicarse en problemáticas medioambientales y sociales. La cultura debe mancharse, romper el cerco estético, abrir la muralla. Concluye Rowan: “Si no logramos esta integración, la cultura corre el riesgo de convertirse en algo irrelevante y desvinculado de la realidad, al servicio de la reproducción social de un grupo privilegiado y alejado de las necesidades de la sociedad en su conjunto. Esa cultura bella, docta y útil, que parecen defender las instituciones, se nos está convirtiendo en una cultura fea, tonta y completamente inútil”. Ahí lo llevan.

Manual para quemar el Liceo (Traficantes de Sueños, 2024) es la última publicación de Jaron Rowan, investigador cultural especializado en economía de la cultura, doctor en Estudios Culturales y Director de investigación en la BAU de Barcelona. Una versión de este mismo título (Hay que...

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Autor >

Paco Cano

Mis ciudades: Cádiz, Madrid, NY, Washington DC y, ahora, Barcelona. Mis territorios: las políticas culturales, la articulación ciudadana, los cuidados y el común.

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