
Mosaico de Alejandro, procedente de la Casa del Fauno en Pompeya. Nápoles, Museo Arqueológico Nacional. / Fotografía de Miguel Hermoso Cuesta
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Inmediatamente después de la conquista de Persépolis, en los primeros y apasionados momentos del reparto del botín, Alejandro, impregnado de sudor y sangre, pidió para sí una caja de extraordinaria belleza que había pertenecido al mismísimo Darío. Al verla, Alejandro dijo que esa caja sería para él, pues era lo suficientemente digna para guardar su ejemplar de La Iliada. Y nadie le discutió. Ese ejemplar no era un ejemplar cualquiera, por cierto. Consistía en uno o varios rollos de pergaminos, editados, en la niñez de Alejandro, por su maestro, Aristóteles, para su uso, disfrute y aprendizaje. Se dice que Alejandro, desde aquel día, durmió con esa caja en su lecho. En esa caja, por lo tanto, se contenía versos que explicaban cosas nunca oídas antes, como que “la muerte viene rápida para aquellos a quienes los dioses aman”. Versos que explicaban a la vez el culmen de la vida y la mayor y mejor descripción de la muerte: “Lo que no se puede es retener la vida humana para que vuelva, una vez ha traspasado el cerco de los dientes”. Palabras en las que Aquiles formula la vida compartida con Patroclo, ya muerto, a través del reparto mutuo de “los combates y las olas”, es decir, las olas. Palabras que describen que el lecho, sólo al alcance de los dioses y de los humildes, sobre el que Zeus y Hera hicieron el amor en un rapado de furia carnal: el suelo del bosque, bordado de “rocío, azafrán y jacintos”. Palabras feroces y tristes y nuevas, jamás oídas, en las que Héctor, un héroe, prevé, como nos sucede hoy a los simples mortales, la desnudez de su futuro, condensando en ello su valentía: “bien lo sé en mi ánimo y en mi corazón que vendrá un día en el que Troya perecerá”. Palabras que describen la famosa, inexplicable y codiciada, por otros dioses, correa de pecho de Afrodita, una cinta que embellecía los pechos a los que esa correa era ceñida, que posiblemente ya has visto en la penumbra, y que contenía “el amor, el deseo y el coloquio amoroso”. Estoy volviendo a leer La Iliada. La primera vez que lo hice fue, hace mil años, en una litera. Se trataba de una edición mexicana de segunda mano, que se desencuadernaba con la lectura. Tanto aquel ejemplar, como el que me estoy leyendo ahora, dormía conmigo, bajo la almohada, sin anotación alguna de Aristóteles, sin caja lujosa salvo el mundo que alberga y guarda ese libro, por los siglos de los siglos. Mi última lectura de La Iliada no está siendo igual de profunda que la primera, sino mucho más. Está resultando una experiencia absolutamente turbadora. Leerla no solo es siempre una primera vez, sino también una última vez, un punto y aparte biográfico, en el que tu propia vida te explica secretos que has aprendido desde la última lectura, y que ignorabas y que te hacen sonreír al ver que todo ha sido bueno. Pero el sentido de estas líneas, y la razón por la que las he empezado a escribir, es otra. Hoy sé que La Iliada fue prohibida en la ciudad de Sición, en el Peloponeso, en el siglo VI aC, tan solo doscientos años después de haber sido escrita. Diversos pensadores y filósofos, en el siglo V aC reclamaron también su prohibición, en tanto conformaban un mal ejemplo a los jóvenes, hoy ya ancianos muertos y con los huesos blancos y secos. La Iliada es, no solo una primera emisión de certeza y belleza –dos cosas que, tal vez, sean lo mismo– sino también el primer texto prohibido de la historia. El primero cancelado. Lo que crea una explosión de estupor y, entre su humo, la posibilidad cierta de que es posible prohibir, cancelar, cualquier objeto. Y, por lo mismo, cualquier idea, cualquier persona. Es una posibilidad tan plausible que, por fuerza, la prohibición la puede realizar cualquiera. Incluso los tuyos. Incluso tú mismo.
Busca una caja hermosa y protege en ella el amor, los lechos, los senos, la vida, esa cosa que solo dura hasta el umbral de tus dientes, la muerte, el heroísmo, la valentía, el fracaso, las olas, el rocío, el azafrán y los jazmines. Es decir, La Iliada. No tardarán en venir a por ella, porque ella lo es todo y todo es mucho para ser permitido.
Inmediatamente después de la conquista de Persépolis, en los primeros y apasionados momentos del reparto del botín, Alejandro, impregnado de sudor y sangre, pidió para sí una caja de extraordinaria belleza que había pertenecido al mismísimo Darío. Al verla, Alejandro dijo que esa caja sería para él, pues era lo...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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