Editorial
El náufrago de La Moncloa
26/02/2015
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El debate sobre el estado de la nación ha puesto en evidencia una vez más el abismo que separa la política de la realidad. Y nadie lo representó mejor que Mariano Rajoy con su mantra de la recuperación económica, la salida de la crisis, el regreso a la senda del bienestar y la promesa de crear tres millones de empleos en los años venideros si los españoles le vuelven a votar en las inminentes elecciones y no se dejan embaucar por demagogias y ventoleras ideológicas. Fue realmente patético verle subir las escaleras de la tribuna una vez y otra, hasta más de veinte, agarrado como un náufrago a la tabla de un país de las maravillas que solo se divisa desde La Moncloa.
El país de Rajoy ha doblado ya el cabo del miedo y es motivo de admiración y ejemplo para nuestros socios europeos: el que más crece, el que más empleo crea. Poco importa que no sea rigurosamente cierto, igual que su gran mérito de haber evitado el rescate, desmintiendo así la evidencia de que la Troika tuvo que acudir en nuestra ayuda para salvar el sistema financiero mediante un préstamo de hasta 100.000 millones con más de una treintena de condiciones. Rajoy se permitió incluso una licencia poética al afirmar: decidimos "atravesar el desierto por nuestros propios medios".
Cinco millones de parados, tres de ellos de larga duración, se preguntarán de qué país hablaba Rajoy cuando dijo que había conseguido “mantener en aquel naufragio el Estado del bienestar” y salir de la crisis sin desgarros sociales, sin cargar su coste sobre los parados y los pensionistas. En medio de un alud de datos imposibles de contrastar, cuidadosamente elegidos e incluso manipulados en ocasiones, su empatía solo le alcanzó para un reconocimiento retórico al esfuerzo realizado por los ciudadanos, como si éstos lo hubieran realizado de buen grado ante la ausencia de alternativas para hacer frente a la quiebra heredada de Zapatero.
Rajoy ha mostrado sus cartas para la interminable campaña electoral que se avecina. En lo que queda de legislatura ha prometido algunas dosis homeopáticas de compasión para los más desvalidos (ley de segunda oportunidad, eliminación de las tasas judiciales) para tratar de arañar algunos votos perdidos. Pero su mensaje central es que con él llegará el cuerno de la abundancia, que sin él volveremos a naufragar. La bravata recuerda a la frase “el milagro soy yo” (Aznar al Financial Times).
En el caudaloso río de la macroeconomía, Rajoy apenas encontró espacio para colocar un par de frases, también triunfalistas, acerca de la corrupción, que dijo haber combatido con el mayor paquete legislativo jamás abordado. La cínica desmemoria del náufrago de La Moncloa encontró un aluvión de censuras, desde Pedro Sánchez hasta el grupo mixto, que recitaron desde la tribuna de oradores una letanía de corruptos del PP que hace tiempo debían haberse cobrado la dimisión de un presidente que, al decir del nuevo líder del PSOE, se comunica con los ciudadanos a través del plasma y con Bárcenas a través de mensajes de Whatsapp.
Fin de trayecto. Éste ha sido el último debate sobre el estado de la nación con un formato que Felipe González arbitró en los años 80, cuando tenía enfrente a un Fraga que le garantizaba su permanencia perpetua en La Moncloa. En la próxima legislatura habrá nuevos actores y tendrán que arbitrarse nuevas reglas. La democracia no garantiza el acierto pero debería servir al menos para establecer mecanismos de rendición de cuentas que expulsen de la política a los corruptos. Y que eviten a los ciudadanos el bochorno de tener como presidente del Gobierno al jefe de una red delictiva de financiación, favores y saqueo de las arcas públicas.
El debate sobre el estado de la nación ha puesto en evidencia una vez más el abismo que separa la política de la realidad. Y nadie lo representó mejor que Mariano Rajoy con su mantra de la recuperación económica, la salida de la crisis, el regreso a la senda del bienestar y la promesa de crear tres millones de...
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