
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La máquina de escribir está muerta, pero fuma, lee, se queda despierta hasta tarde... Pocos objetos, pese a los daños del tiempo, irradian tanta elegancia, incluso poder. El domingo por la noche salí a tirar la basura y al lado del contenedor encontré una Olivetti Lettera 32 rota, aunque no derrotada, la misma con la que en algún momento de sus vidas escribieron John Cheever, Martin Amis, Philip Roth o Cormac McCarthy. Estaba viejísima y nueva, como todas las cosas que da pena tirar, y ante su presencia me quedé admirado igual que si estuviese al lado de Marlene Dietrich y me hubiese agachado a recoger unos cigarros que se me habían caído debajo de la mesa, entre sus piernas. Seguramente había dejado de respirar años atrás, aunque noté que escondía una novela buenísima dentro, tan madura, que sólo faltaba escribirla durante unas cuantas noches sin dormir, mientras se dejan consumir los cigarros en el cenicero, aburridamente.
Sólo un día después de encontrar la máquina de escribir en la basura, fallecía Francisco González Ledesma, que amó a una Olivetti hasta la frase final de su última novela, como si descreyese del silencio demasiado cómodo de los ordenadores. Ledesma no escribía una línea si no era golpeando las letras oscuras y primitivamente, para descender a más velocidad al alma humana. En cierta forma, una máquina es un medio de transporte, cuyo traqueteo fatigoso y crujiente te calma los nervios. No es tanto un sonido como una voz llegada desde la Edad Media, que atormenta y calma al mismo tiempo. En cuanto te acostumbrabas al golpeteo, si dejabas de oírlo no volvías a pegar ojo. Y ya nunca más colocabas bien los adjetivos, cuya presencia en las frases sonaba para siempre a payasada. Hace algunos meses, como experimento, en la redacción de The Times instalaron altavoces que emitían el canturreo de una máquina de escribir. Por las mañanas, las teclas sonaban con suavidad, igual que notas de Chopin. A medida que se aproximaba el cierre, el traqueteo arreciaba, indicando que los redactores debían entregar sus crónicas.
La máquina representa también una cierta música para Don DeLillo. “La materialidad de un tecleo tiene un peso, es como si usara martillos para esculpir las páginas. Es como si labrara el mármol, sólo que mis trabajos son bidimensionales: me gusta ver las palabras y las frases cuando van tomando forma. Del ordenador no me gustan ni siquiera las letras”, dice. A Harold Brodkey le ocurría lo contrario. En una máquina de escribir, sostenía, sólo podías recitar. “Se mete en la prosa, en el sentido del relato. Te dedicas a aporrear y así resulta el relato mecanografiado. Lo que a mí me funciona mejor es escribir en mi fiel Macintosh”, decía en The Paris Review en 1991.
Hasta que el ordenador decretó el silencio, y posibilitó la reescritura incesante, muchos autores creaban subidos a la máquina, salvajemente, con una contundencia que no proporcionaba el bolígrafo. En una carta de 1916, T.S. Eliot confiesa a un amigo: “Al componer (mis poemas) en la máquina de escribir, me da la sensación de estar mudando todas las frases largas en que solía recrearme a un staccato tan cortante como la prosa francesa moderna. La máquina de escribir fomentará la lucidez, pero no estoy seguro de que haga lo mismo con la sutileza”.
En una Underwood o una Smith Corona, la literatura vivía en peligro constante, siempre a punto de explotar. Equivalía a escribir con el mechero encendido, en busca de una mecha, que a su vez te guiase a la dinamita. Con cada letra pulsada inventabas la luz. El trabajo parecía sucio, como el de un soldador, pero la página, cuando la extraías del rodillo, poseía una belleza sutil y táctica, aunque estuviese mal escrita. Todo resultaba factible ante ella. Al alcanzar al final de cada línea, un timbre te anunciaba que se había producido un pequeño milagro, pero que debías continuar. El libro requería una sucesión casi infinita de milagros; si te cansabas, simplemente escribías “fin” y bajabas al bar.
Era imposible no soñar con ser escritor cuando mirabas la máquina de tu padre, que era abogado, o contable, o funcionario. Mal tendrían que darse las cosas, pensabas, para que con una Olivetti delante, tú no escribieses Rayuela, París era una fiesta o El corazón es un cazador solitario. Según Émile Borel, hasta un mono podría hacerlo. En Mécanique Statistique et Irréversibilité, sostenía que si se pusiese a un millón de monos a mecanografiar durante diez horas al día era probable que escribiesen algo legible. Si se planteaba la hipótesis sobre un tiempo infinito, los monos incluso podrían redactar las obras de Shakespeare.
La máquina de escribir está muerta, pero fuma, lee, se queda despierta hasta tarde... Pocos objetos, pese a los daños del tiempo, irradian tanta elegancia, incluso poder. El domingo por la noche salí a tirar la basura y al lado del contenedor encontré una Olivetti Lettera 32 rota, aunque no derrotada,...
Autor >
Juan Tallón
Juan Tallón (Ourense, 1975) es periodista y escritor. En la actualidad colabora en El País, El Progreso, la Cadena Ser, Ctxt y Jot Down. Licenciado en filosofía por la Universidad de Santigo, es autor de las novela 'El váter de Onetti' (2013) y 'La pregunta perfecta' (2011). En el ámbito del ensayo, ha publicado 'Libros peligrosos' (2014) y 'Manual de fútbol' (2014).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí