Casta / Gente
“Salga usted a la calle”. ¿A qué calle?
Antonio García Maldonado 5/03/2015
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Salga usted a la calle. Ese consejo se ha convertido en una de las respuestas políticas más extendidas. Es efectiva y hace sangre en zona sensible: se niega el discurso del adversario a través del supuesto desenmascaramiento de su lejanía del sufrimiento o del disfrute del representado. Es decir: no sólo estás equivocado, sino que además eres mala persona. El problema es que la calle, si es un termómetro social, lo es para todos y para cualquier discurso. La calle, por tanto, no es la realidad. O, mejor, es todas las realidades.
El consejo pertinente, más bien, sería: salga usted a tal calle, visite este barrio, acuda a determinada región. Porque así, como conjunto, la calle no dice nada muchas veces, por suerte. Hemos pasado de ciudades folcloristas llenas de ricos, pobres, clase media o de arruinados aparentando caudales de señoritos, a disfrutar de barrios anteriormente degradados donde pululan en alegre mezcolanza ejecutivos vigoréxicos con modernos de guardia o viejas estrellas del travestismo español cantando en garitos como reliquias posmodernas entre aplausos de hipsters que escuchan por igual a Raphael, a Vetusta Morla o a Nacho Vegas.
Se entiende que el consejo de salir a la calle implica, para el que encara al pesimista, su deseo de que admire la opulencia que se niega a ver maliciosamente; por otro lado, el que contesta a un optimista pide que su oponente no obvie la miseria que sigue habiendo. De modo que, si todos siguen el consejo de todos (es decir, salen “a la calle”), todos seguirían teniendo razón, porque por inercia (todos tendemos a buscar refuerzos de nuestros argumentos y preconcepciones) escogeríamos las calles que alimentaran nuestro discurso. Y no avanzaríamos nada, pues seguiríamos pensando que el otro no ha salido a la calle. Y el problema es que ha salido. A otra calle.
Porque junto al admirable cosmopolitismo y tolerancia de los barrios mencionados que funcionan como islas del mundo al que deberíamos dirigirnos como comunidad, el hecho que valida el argumento del “salga usted a la calle” es el que ha dominado la discusión económica académica y mediática desde el pasado año: la desigualdad. El libro del francés Thomas Piketty El capital en el siglo XXI ha funcionado como catalizador del debate. Por supuesto, con su traslación local a una jerga política donde a veces los términos izquierda y derecha con los que antes nos referíamos a ella han mutado en ‘los de arriba’ y ‘los de abajo’, o ‘casta’ y ‘pueblo’.
De modo que no es lo mismo visitar la zona de tapeo del centro de Málaga que los barrios periféricos de Madrid, o las degradadas industrias del norte que el paseo marítimo de Donostia. Ni esos mismos sitios en una fecha del año u otra. No lo era antes, en época de vacas gordas. Mucho menos lo es ahora, aún en crisis. Y aquí está el quid de la cuestión: no volverá a serlo cuando vuelva el crecimiento vigoroso y, en términos clínico-económicos, hayamos salido de la crisis.
Es algo experimentado ya por cualquiera que haya vivido en América Latina en los últimos años, cuando la región era ejemplo asumido de adaptación a un mundo en pleno cambio, competitivo y abierto: las cifras macroeconómicas decían 7% de crecimiento, los datos del paro, 6% de la población activa. Pero aconsejaban los allegados que no se saliera del barrio, que se tuviera un taxista de confianza, que no se llevara demasiado dinero encima, o que no se condujera a determinadas horas. Amén de que la cifra de empleo estaba sostenida en datos de población activa que desconocían la economía sumergida e ignoraban la pobreza y la exclusión. El consejo de “salir a la calle” pocos lo dan allí, y menos aún fuera de sus condominios. ¿Vamos hacia ese modelo?
Y no entran aquí ya determinismos económicos ni imposiciones externas como excusa: es una elección política que nuestro país y la Unión Europea, en su debate político y sus elecciones, debe resolver. Más allá de leyes mordaza absurdas que buscan distraer contentando de paso al electorado fiel, no existe en España, por suerte, un problema de libertades ni de derechos básicos. Sí de derechos sociales. (Se olvida con ingratitud infinita que es la tan denostada generación de la Transición la que que ha aceptado socialmente y legislado sobre el matrimonio homosexual, habiendo sido criada desde que tiene uso de razón en preceptos homófobos y antiliberales).
Es la desigualdad, en un contexto por suerte asumido por la mayoría de libertades amplias, el principal problema que deben resolver las sociedades occidentales. Más aún las europeas, pues las políticas de igualdad, eso que damos en llamar Estado del bienestar, han sido una de sus señas de identidad. Seguramente habrá de hacerse con instrumentos distintos a muchos de los utilizados hasta ahora que, aunque bienintencionados, la perpetúan, como el impuesto de sucesiones y herencias, o la mano ancha en la calificación de los estudiantes. Casi todo ha de repensarse, y estaría bien reencontrar ese espíritu tan decimonónico (cuando no había aspirinas) de pensar que “vivimos tiempos fascinantes”.
Ahora bien, es de temer que, actualmente, el camino escogido es otro, como han puesto de manifiesto, entre otras muchas políticas, unas declaraciones alarmantes de la número dos del Ministerio de Educación, para quien “el sistema educativo no es sostenible”. ¿Ha de serlo? La mentalidad de contable de colmado familiar aplicada a cualquier ámbito no sólo perpetúa y legitima la desigualdad de origen, sino que establece precedentes muy peligrosos, e incluso deshumanizadores. Además de negar la democracia. Utilizando la hipérbole y la reducción al absurdo, bien podrían liquidarse las pensiones no contributivas con este argumento, tratamientos sanitarios punteros o las sillas de ruedas a dependientes severos, que sin duda no son sostenibles.
Porque es esta desigualdad económica la que se critica y debe combatirse, pues tenemos sobrados ejemplos de sus perjuicios, también en seguridad. Y no la heterogeneidad social, a la que debemos aspirar. Ambas se ven en la calle. Interesadamente, al criticar la primera, se acusa al denunciante de buscar sociedades norcoreanas en su rigidez igualitarista. Sin caer en esa trampa, debe aspirarse a que la calle deje de ser ejemplo de la desigualdad primera, para ser el modelo segundo de tolerancia que ya disfrutamos en muchos barrios. Pero, de momento, la calle vale para todo en el debate de las acusaciones políticas. Y por tanto, para nada.
Antonio García Maldonado es periodista y editor.
Salga usted a la calle. Ese consejo se ha convertido en una de las respuestas políticas más extendidas. Es efectiva y hace sangre en zona sensible: se niega el discurso del adversario a través del supuesto desenmascaramiento de su lejanía del sufrimiento o del disfrute del representado. Es decir: no...
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