Lo conocí en Granada. Me lo presentaron Mero y Lolo Bueno. La última noche que no dormí, después de cuatro meses en la maravillosa Taifa de Boabdil.

Ellos sabían de la puerta mágica y la llave. Y me abrieron de par en par el Sacromonte. El agujero negro donde los moros guardaron la energía del imperio andalusí, que ahora custodia la gitanería, escondida en sus  cuevas, en el corazón del vericueto de callejas iluminado con  bombillas de bajo voltaje, que mece el viento.  Era su regalo de despedida: la noche, el enigma del lugar, el cante del viejo Juanillo -que conmovía hasta a las piedras con la más triste petenera y no era capaz de hablar con un micrófono delante-.  Y además una novela  y un disco de Pete Seeger.

Aguantamos gracias al alcohol.

Ya de amanecida, en la Plaza de San Nicolás, desayunando churros, alguien puso en marcha un tocadiscos. En silencio oímos con emoción el estruendo suave de la voz de Seeger. Guantanamera, los versos de Martí, la denuncia contra quien mató a David Moore.

Pete Seeger debía ser ya entonces un ángel con alas, pero, si le faltaba algo para volarlas, aquella amanecida Dios le debió regalar las que sirven para llegar a lo más recóndito y hermoso del universo, porque  tengo la impresión que por allí nos dio una vuelta.

Rafael Andrés Mombiedro es autor de La trapisonda (Kolima, 2015)