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Jorge Luis Borges, consciente de que una entrevista no consiste en responder preguntas sino en esquivar respuestas, solía vencer a sus interlocutores pertrechado tras un nerviosismo tranquilo, casi insoportable. Propio de quien antepone siempre la duda a la afirmación.
En 1980, durante una tortuosa conversación con Joaquín Soler Serrano en el plató del célebre programa A fondo, Borges asaltó el interrogatorio para proponer una reflexión instintiva pero certera, como esas patadas que lanza uno al aire cuando el médico golpea el punto exacto de la rodilla. Interrumpió: "La amistad puede prescindir de la confidencia; el amor no". Directo al corazón.
Identificaba así el escritor argentino una de las principales desigualdades entre la relación de amor y la relación de amistad, porque a pesar de que bajo la primera siempre subyace la segunda, es un error considerar aquélla como una expresión más elevada de ésta.
Las diferencias son notables. Y entre todas ellas, tal vez la más evidente sea la manifestación de afecto mediante el contacto físico cercano y delicado. La proximidad de la piel y de los labios. Las caricias. Los besos. Los abrazos.
Estos días ha llamado mi atención una noticia conmovedora. En Easton, California, una anciana de 89 años llamada Violet fallecía cinco horas después de que lo hiciese su marido, Floyd Hartwig, mientras lo sujetaba de la mano. Él murió agarrándola a ella y ella agarrándolo a él, en el que quizá sea uno de los actos de amor más sinceros y a la vez más dolorosos de los que el ser humano es capaz. Se conocían desde que eran niños y llevaban 67 años casados. Según relataba Reuters, la familia siempre había pensado que Floyd y Violet no tendrían fuerzas para vivir el uno sin el otro.
Cuando yo era un crío, los padres de una amiga tenían en casa una pareja de agapornis. Esta clase de loros, pequeños y de colores muy llamativos, es conocida por vivir siempre en parejas y establecer unos vínculos afectivos tan fuertes que al morir uno de los miembros, el otro fallece también. Recuerdo que mi amiga me contaba cómo se acicalaban entre ellos y se pasaban el día juntos dentro de su jaula, como si hubiesen elegido esa opción y renunciado felices a su libertad con tal de compartir su vida. Cuando a la hembra le llegó su hora, el macho apenas se mantuvo con vida un par de días más.
Repasando la hemeroteca he hallado numerosos ejemplos que trasladan el mito de los agapornis a los seres humanos. En agosto de 2014, Don y Maxine Simpson fallecían cogidos de la mano a los 83 años tras pasar sus últimos días contemplando viejos álbumes de fotos, testigos de toda una vida en común. Pocos meses antes, en abril, Helen y Kenneth, de 92 años, morían abrazados después de siete décadas de matrimonio con algunas horas de diferencia entre ambos decesos. Ese mismo año, el día después de Navidad, Louise Bain fallecía en su casa de Georgia cuando tenía 90 años. Su hija cuenta cómo su padre, Robert, se agarró el pecho y murió seis horas después, preso de la más honda tristeza, junto a la cama en la que yacía el cuerpo inerte de su esposa. Casos que, de un modo muy similar, se repiten todos los años.
Hay conceptos tan poéticos que a veces parecen tener cabida únicamente entre los amplios márgenes de la literatura. Morir de pena siempre me había parecido uno de ellos. De ahí mi sorpresa al comprobar que un estudio publicado en el encuentro anual Euro Heart Care que la Sociedad Europea de Cardiología celebró en Noruega en 2014 me llevaba la contraria. El trabajo señalaba por vez primera la relación directa entre los síntomas depresivos y las patologías cardiacas debido a la aparición de hormonas vinculadas a la ansiedad que pueden provocar el deterioro arterial y, en definitiva, derivar en infarto.
Quizá uno de los símbolos más universales es el que identifica el amor con la forma de un corazón. Hoy en día sabemos que el amor no es otra cosa que un proceso biológico mediante el que los seres humanos, como mecanismo de supervivencia, desarrollamos nuestro instinto de conservación. Un proceso que, lógicamente, tiene lugar en el cerebro. Sin embargo, se cree que la razón por la que siempre lo hemos asociado a la figura de un corazón es que, en la antigüedad, pensadores como Aristóteles consideraban que en ese órgano se contenían todas las pasiones.
Cuando perdió al amor de su vida, a Violet Hartwig se le paró el corazón. Los que me conocen saben que no acostumbro a negar la biología evolutiva ni obviar la química cerebral, pero por una vez, y por estúpido que pueda sonar, permítanme coincidir con Aristóteles. Morir de amor es posible. Porque el amor, sin ningún género de duda, reside en el corazón.
Jorge Luis Borges, consciente de que una entrevista no consiste en responder preguntas sino en esquivar respuestas, solía vencer a sus interlocutores pertrechado tras un nerviosismo tranquilo, casi insoportable. Propio de quien antepone siempre la duda a la afirmación.
En 1980, durante...
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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