Las liberadas hijas de Guadarrama
Cientos de niñas fueron reclutadas en los años 60 para disfrutar de ‘campamentos’ en un centro antituberculoso. La realidad era un mundo de vejaciones y castigos. Una veintena denuncia ahora los malos tratos y lo que creen que fueron experimentos médicos
Gorka Castillo Madrid , 13/04/2015
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Lo malo del miedo es que cuando se administra a niños suele dejar huellas imborrables. Reyes Méndez, madrileña de 55 años, tuvo sus dosis de pesadillas. En el Preventorio de Guadarrama. Allí estuvo en 1968 y desde entonces los recuerdos siguen llenándola de dolor. Recostada sobre una silla, habla de los dos meses que pasó allí, de cómo fue separada de su hermana a la fuerza, de los retortijones de hambre, de la frialdad de las noches de silencio y del terror hacia las cuidadoras. Define aquella experiencia como un aislamiento emocional forzoso. “Siempre regresa la misma imagen de vergüenza, la de la fila de niñas desnudas cubriéndose con las manos mientras esperaban la ducha de agua helada en el patio”, dice. Hoy, le cuesta mirar a los ojos de los desconocidos. Es la muesca de una timidez que parece ausentarla y, a veces, prefiere observar el cielo. Una amiga le acaricia la espalda con ternura. Ambas sonríen y se abrazan.
Reyes no es la única mujer que ha denunciado los malos tratos que padeció en Guadarrama. Hay al menos otras 25 mujeres más, las que acaban de fundar la Asociación del Preventorio del Doctor Murillo, un antídoto contra la desmemoria que rodea lo que sucedió entre 1960 y 1975 en un centro que Franco abrió para prevenir la tuberculosis - se creó en 1946 pero las colonias de verano para niños comenzaron en los años sesenta. Todas describen aquel episodio con la misma palabra: “Terror”. El maltrato era tan vejatorio, las víctimas tan indefensas, las normas tan severas y los castigos tan implacables que al final resulta difícil no sentir punzadas de dolor. Ya lo dijo el escritor William Faulkner: “El pasado nunca está muerto y enterrado, ni siquiera es pasado”. La pregunta que se hacen es hasta dónde pudo llegar el régimen para que sus heridas sigan sangrando. Y no sólo las de ellas sino también las de cientos de posibles víctimas que estuvieron en otras 12 instituciones similares que funcionaron durante aquel tiempo sin luna que vivió España.
Eso lo sabe bien Blanca Romero, madrileña de 54 años y con un hijo, quien no ha olvidado los gritos de una compañera de 6 años mientras una cuidadora le quemaba el culo con una vela. Al menos se libró de que no le derramara la cera líquida sobre sus manos, como hizo con otras. Su delito fue orinarse en la cama y la pena añadida consistió en sostener el estigma “de meona” hasta el momento de su marcha. Lo soportó durante tres meses. Blanca no recuerda su nombre, quizá porque nadie tenía un nombre allí. “Puede sonar exagerado pero la primera vez que vi imágenes de los campos nazis me acordé del Preventorio de Guadarrama”, añade en voz baja. En aquel caserón construido para enfermos vivió durante tres meses. Pero Blanca estaba sanísima.
Su inscripción se realizó con la convicción paterna de que acudía a un campamento de verano. Horas de ejercicio al aire libre, estudio, disciplina y buena alimentación. Así lo vendía el Patronato Nacional Antituberculoso por los colegios en 1969 y así se lo contaron algunos años después. “Tenía 8 años y mis padres empezaban a separarse. Supongo que enviarme a unas maravillosas colonias les daba un margen para poner en orden sus asuntos”, confiesa.
El Preventorio del Doctor Murillo, como ella lo conoce, es hoy un centro residencial escondido entre bosques de fresnos que aromatizan el aire puro de Guadarrama. Está compuesto por dos sólidos bloques de cemento rodeados por un jardín con buenas vistas. Un lujo espacial que alberga sin apreturas a casi 600 personas. Poco ha cambiado el decorado exterior, salvo que hay una carretera mejor asfaltada y pasan más coches.
A Paloma Fernández, ecóloga de 55 años, no le gusta recordar el interior. Al entrar les quitaban la ropa y les colocaban un lazo de color que debían mostrar incluso cuando dormían. Las habitaciones estaban pintadas con los colores del arco iris, incluido el rojo que, por motivos políticos, estaba prohibido pronunciarlo y lo llamaban blanco. “Ridículo. Como cuando nos despertaban a medianoche para mear o te minutaban en el retrete. Socializaban el miedo. Una se quedó sorda de un tortazo, otra se tiró del balcón, ninguna podía llorar porque estaba prohibido llorar”, afirma. Y lo subraya con una mueca en sus labios firmes y apretados.
Cada mañana, las niñas del preventorio pasaban revista y, según estuvieran colocados los astros en el cielo de aquel día, recibían vacunas que no aparecen en el historial médico de ninguna de ellas. “Han desaparecido, se han volatilizado”, comenta Paloma. Les remangaban la blusa e introducían la aguja en el brazo sin pudor. Entonces, la sala se encogía, como en un llanto prohibido. Nunca ha sabido qué sustancias probó ni para qué servían. Años después le dijeron que dos compañeras suyas se habían quitado la vida. Otra perdió la dentadura. Hubo extraños casos en los que la piel comenzó a agrietarse como la tierra reseca al cabo de un tiempo. Ella salió indemne pero afirma: “Creo que experimentaron con nosotras”.
Paloma es una de las mujeres de Guadarrama que ha sumado su testimonio a la querella contra la impunidad franquista que instruye la jueza argentina Servini de Cubría en Buenos Aires. Su declaración comienza así: “Durante el mes de agosto de 1971, fui separada con engaños de mis padres y retenida ilegalmente en el Preventorio Dr. Murillo del pueblo de Guadarrama, provincia de Madrid, España, en el que permanecí por un número indeterminado de días que no recuerdo debido a mi corta edad al ocurrir estos hechos y los cuarenta y dos años transcurridos desde entonces. Allí sufrí y presencié una constante ocurrencia de malos tratos psíquicos y psicológicos que a continuación paso a relatar”.
Podría contar lo que sintió al ver cómo obligaban a una niña a comerse su vómito, o quizá también el escalofrío que generaba que cuando les rapaban el pelo al cero. Pero Paloma es escrupulosa y prefiere señalar a quienes ordenaban todo aquello: “A Maite y al resto de sádicas cuidadoras, que había muchas”. “Sólo deseaba ser transparente para que no me vieran. Pasé miedo, si”, concluye.
Sin embargo, una de las muchas cosas que ignoraban las cuidadoras era que entre las 500 niñas que cada trimestre pasaban por sus dormitorios siempre había alguien que observaba. Para contarlo algún día. Esos ojos eran los de Chus Gil, 52 años, actriz y dobladora de películas. Alegre e inquieta, se trajo un saco de recuerdos de aquellos oscuros días. Estuvo en el preventorio dos trimestres enteros, cuando el invierno de la sierra madrileña congelaba la sangre. Reconoce que acudió feliz pero todo se tornó extraño a los pocos minutos de su llegada. Partían en autobuses desde Plaza de España en dirección a Guadarrama. Madres, padres, música, discursos militares en la calle, algunas lágrimas más o menos furtivas. Pero la mayoría estaba feliz de alejarse de aquel Madrid de los 60: los padres, de que los niños fueran a un lugar donde comer sano y estudiar; los niños, de vivir una excitante aventura.
“La realidad fue distinta. Nos convirtieron en números, en conejillos de indias. No olvidaré a las chicas a las que rapaban la cabeza y embadurnaban con polvos blancos. Ni al médico que ponía las vacunas: el doctor Luis Menarguez Carretero”, afirma. Perdida en el preventorio, Chus dormía en medio de un aliento malva, el color de la cinta que debía anudarse en el pelo, que debía colgar correctamente sobre su cabecero si quería esquivar el castigo y, cómo no, de los turbios meses que allí pasó. En silencio lloraba y esperaba. “Un día me desperté con síntomas de sarampión. La reacción de las cuidadoras fue decirme que daba asco. Me aislaron durante 40 días sin que mis padres pudieran verme ni un minuto”, rememora. El régimen de visitas se limitaba a los sábados. Chus recuerda los paseos por el jardín bajo la supervisión de una cuidadora. Quien hablaba más de la cuenta, lo pagaba. El miedo a las cuidadoras ocultaba su propio miedo.
Chus notaba que la ropa se le pegaba a la piel pero resistía. Escarbó en las cavernas de su vida para soportar el castigo. Cuando, al fin, descubrieron las enormes llagas que tenía, llamaron a sus padres y se fue de allí para siempre. Es una escena imborrable. “Nadie protestaba ni pedía por temor. ¿Qué más se le puede hacer a un niño?”, se cuestiona casi sin mover los labios.
En 2001 conoció a otras mujeres que estuvieron en el Preventorio de Guadarrama y a una escritora tenaz, Consuelo García del Cid. A ella le traspasó su mirada del Preventorio, como hicieron todas las demás. Para Consuelo narrar los desmanes que el franquismo produjo en muchas mujeres ha sido como un servicio histórico tras conocer en su adolescencia lo que era un reformatorio. Entró con 14 años por participar en una manifestación convocada en Barcelona a raíz de la muerte de Salvador Puig Antich y no salió hasta los 17. Tres años en los que vio de todo. “En estos centros propiedad del Patronato de la Protección a la Mujer dirigido por Carmen Polo se quebrantó la frontera entre el bien y el mal. Desde Sor María al Doctor Vela, pasando por cientos de médicos, curas, monjas, comadronas o enfermeras consentidoras o colaboradoras con el maltrato y el robo de niños”, explica.
Así que cuando se le pregunta algo sobre su libro Las desterradas hijas de Eva, da la sensación de que son aquellas niñas encerradas quienes contestan. Consuelo nació hace 56 años en Cataluña pero emigró a Austria porque España le ahogaba. En Salzburgo comenzó a escribir un libro que va camino de la tercera edición. En 2011 llegaron las amenazas, las llamadas de teléfono y los mensajes mezquinos debido a la enorme polvareda que causó su investigación. “En una ocasión, un hombre me dijo que me iba a coser la boca con cordón umbilical”, asegura.
Consuelo se toma su tiempo, en apasionado silencio, para formar sus pensamientos. En su libro no idealiza a las mujeres que sufrieron sino que admira no sólo su orgullo, sino su manera de integrar el sufrimiento al que fueron sometidas en un ciclo de la vida vital, y las contrapone a los que ocupaban el poder, "a los que tomaban decisiones, para los que no hay pasado y la muerte en vida de cientos de mujeres no les importaba". Por eso cita a Eduardo Haro Tecglen cuando dice que la mentira, en este caso, es más aceptable. “Se miente para medrar, dominar, ganar o para protegerse, salvarse. La parte sana de la mentira es la que dice el preso, el perseguido, el marginal, el que va a ser despedido”.
Lo malo del miedo es que cuando se administra a niños suele dejar huellas imborrables. Reyes Méndez, madrileña de 55 años, tuvo sus dosis de pesadillas. En el Preventorio de Guadarrama. Allí estuvo en 1968 y desde entonces los recuerdos siguen llenándola de dolor. Recostada sobre una silla, habla de...
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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