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No hay pueblos prósperos allí donde no crece la vid. En La Rioja esta máxima tiene tanto fundamento como los caldos que amamantan la tierra. Aquí el vino es como la sangre, o como el aire, o como la savia que ceba los bosques y las praderas, las glebas y los ejidos. Si no fuera por las cepas que tapizan los valles y las laderas, La Rioja sería una entelequia geográfica. Situarla sobre la aspereza del mapa sería complicado si por su piel no bajaran las aguas del río Ebro, si bajo los pliegues del Sistema Ibérico no existieran las haciendas dionisíacas, si sus pueblos no exhalaran el olor de la uva fermentada.
La Rioja es una reunión de caminos, el aliento de muchos lugares, la arteria por la que corren inspiraciones dispares. No es castellana, ni vasca, ni navarra, ni aragonesa. Y sin embargo tiene algo de todas ellas. De no existir habría que crearla como una tierra de transición, como una encrucijada en la que los acentos cambian, en la que los paisajes mudan, en la que los colores evolucionan. La Rioja es una tierra de nadie, o dicho de otro modo, una tierra de todos. Tanto que de su atávica matriz brotaron las primeras palabras, las originarias frases que balbuceó la lengua castellana.
Un día olvidado del siglo Once un monje anónimo escribió junto a un texto de San Agustín doce líneas que simbolizan la partida de nacimiento de la lengua castellana. Aquellas palabras en lengua romance, que el pueblo comprendía mucho mejor que cualquier texto en latín, fueron recogidas en el códice número sesenta de las denominadas “Glosas Emilianenses”. Aquel monje habitaba en San Miguel de la Cogolla, y murió sin ser consciente de que su caligrafía se convertiría un milenio después en un objeto de adoración para los historiadores de la Lengua. Hace unos años dos investigadores riojanos adelantaron al siglo Diez la redacción de las primeras palabras en lengua española. Los lingüistas encontraron en el códice número cuarenta y seis, fechado el 13 de junio del año 946, los primeros testimonios escritos del castellano.
El códice cuarenta y seis, que es un diccionario enciclopédico con más de veinte mil entradas, recoge voces en romance que se entremezclan entre los vocablos de un latín muy descompuesto por el habla popular de la época. Pero la historia en San Miguel de la Cogolla guardaría una tercera sorpresa. Tres siglos después de redactadas las “Glosas Emilianenses” otro monje de nombre Gonzalo, natural de la vecina villa de Berceo, se convirtió en el primer poeta castellano en firmar su obra. El autor de “Los milagros de Nuestra Señora” escribió en la soledad del monasterio de Suso unas rimas de candoroso humanismo, de estilizada belleza, con metáforas sencillas y versos bien medidos. El más brillante impulsor del Mester de Clerecía dejó escrita una declaración de principios: “Quiero fer una prosa en roman paladino,/ en el cual suele el pueblo fablar a su vecino”. Cuando los eremitas buscaron la compañía crearon los cenobios.
El monasterio de Suso (del latín sursum, que significa arriba) fue durante siglos un lugar olvidado y silencioso, en mitad de las marcas, las fronteras y las espesuras. Reclinado entre las sierras que bajan del Urbión y la Demanda, Suso fue levantado entre los siglos Seis y Once. En él oró san Millán antes de ser enterrado en un nicho de la basílica rupestre. Sus restos fueron adorados hasta el año 1030, en que el rey Santo III El Mayor ordenó el levantamiento solemne de las reliquias. En su lugar hizo instalar un cenotafio, un monumento funerario en el que no está el cadáver de la persona a quien se dedica. Mediado el siglo Diez, hasta Suso llegaron monjes mozárabes que le dieron ese aire extraño y orientalista que aún hoy alienta el interior del templo.
Al monasterio de Yuso (del latín deorsum, que significa abajo) tanta sobriedad y modestia nunca le sentaron bien. De poco importó que fuera fundado en el siglo Once. Las remodelaciones que se hicieron centurias después le dejarían ese aire regio y mayestático que hoy luce por todos sus costados. Yuso es un monasterio regio, un poco herreriano. En su interior se muestran obras de arte de inenarrable valor. Su biblioteca, por ejemplo, alberga más de trescientos documentos originales del siglo Once, en las décadas en que la lengua castellana echaba a andar. Códices, incunables y libros de cantoral se apilan en las vitrinas de madera noble. Además, el monasterio tiene un museo de pintura, un claustro donde se sintetiza la más dulce historia del arte y una colección de pintura que para sí quisieran capitales de mucho renombre.
Las tres riojas y el vino
Haro es la capital de la Rioja Alta, una comarca húmeda, fría y montaraz. Aquí, a un paso de las tierras bajas alavesas, entre cerros y oteros, se extiende una de las regiones vitivinícolas más importantes del mundo. En esta tierra de arcilla calcárea crecen millones de cepas. La historia recuerda que fueron los romanos los primeros en elaborar vinos en estos mismos lugares. Tras la expulsión de los árabes, los monjes cristianos retomaron el cultivo de la vid e instalaron al lado de sus cenobios las más viejas bodegas de las que se tenga recuerdo.
En el siglo Dieciséis se funda en La Rioja la primera asociación de vinateros. Tres siglos después, ingenieros agrónomos franceses mejoran el cultivo. En la actualidad, en el bullicioso y colorista barrio de la Estación de Haro se cita el mayor número de bodegas centenarias de la región. Son lugares míticos, preñados de aromas y leyendas, de vapores etílicos y balsámicos. Este puñado de bodegas iniciaron el proceso de renovación de sus caldos siguiendo aquellos métodos galos que preconizaban la elaboración y crianza en barricas de roble. Haro, además de su carácter de emporio vinatero, es una ciudad monumental, amable y bien dispuesta donde el caminante disfruta admirando palacios como el de Paternina y de la Cruz, la iglesia de Santo Tomás o la basílica de Nuestra Señora de la Vega. A últimos de junio, el día de San Felices, Haro celebra la batalla del Vino. En los Riscos de Bilibio, un paraje próximo al pueblo, los vecinos y foráneos emprenden una lucha “encarnizada” cuyas únicas armas son el caldo elaborado en la campaña pasada.
No hay pueblos prósperos allí donde no crece la vid. En La Rioja esta máxima tiene tanto fundamento como los caldos que amamantan la tierra. Aquí el vino es como la sangre, o como el aire, o como la savia que ceba los bosques y las praderas, las glebas y los ejidos. Si no fuera por las cepas que tapizan los...
Autor >
Manuel Mateo Pérez
Escritor y editor, especializado en literatura de viajes, historia del arte y ensayo. Ha trabajado como periodista y guionista de radio y televisión en los principales medios de comunicación españoles. En la actualidad es el director de El Caminante, suplemento de Viajes y Cultura de El Mundo de Andalucía.
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