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José Mourinho se excusaba en las entrevistas más íntimas argumentando que al salir de casa se ponía una careta con la que interpretaba un papel. No sabemos si al quitarse la careta de entrenador quedaba en él alguna pizca de sus facetas de provocador o bombero pirómano con las que cimentaba su particular concepto de unidad en el vestuario. Tampoco creo que sea necesario saberlo. No parece tener sentido que las informaciones que se sonsaquen una vez haya caído el telón y que no estén estrictamente ligadas al juego tengan cabida en una sección de deportes, aunque el empeño al respecto sea hoy más firme que nunca.
El sucesor del portugués al frente del banquillo madridista, Carlo Ancelotti, no es un tipo prolífico a la hora de originar noticias, ni dentro ni fuera del campo. Tampoco parece necesitar un personaje al que interpretar cuando se pone a los mandos del club más poderoso, laureado e inexplicablemente autodestructivo del mundo. En el banquillo y en la sala de prensa, Ancelotti demuestra ser un hombre cómodo en su moderación, educado y afable. No tiene, desde luego, esa aura de modernidad y carisma para convertirse en un fenómeno de masas; no aparenta desearlo, pues únicamente parece estar interesado en convencer a sus jugadores, y ahí no da muestras de tener problemas.
Natural y respetado, a nadie le sorprendería que fuera calificado como un buen tipo. En todo caso, tampoco debería importar mucho para concluir que 'Carletto', como cariñosamente se dirigía a él toda la parroquia mediática cuando su equipo encadenaba la más exitosa secuencia de triunfos con un juego brillante, no es merecedor del trato dispensado por el club que se vanagloria como exponente del señorío. Hablamos del Real Madrid Club de Fútbol, o lo que es lo mismo cuando se habla de cualquier asunto del club en el que no esté el balón en juego, de Florentino Pérez Rodríguez.
Su llegada a Chamartín puso a fin a los tres años más convulsos de la historia reciente del Madrid. Esta etapa, saldada con una Liga y una Copa del Rey (“la mejor Copa del Rey de la historia” , como si el trofeo valiera por dos), concluía con graves heridas en el vestuario y la grada, y la imagen institucional por los suelos. La incorporación al multimillonario plantel de Gareth Bale, un nuevo estilete llamado a suceder al vanidoso Cristiano como estrella del club, no hizo de amnésico, aunque sí supuso un reto para el nuevo entrenador, obligado a integrar en el ‘once’ a otro imprescindible y a gestionar el aumento del ego en un vestuario cargado de prima donnas.
Demostrando su compromiso con el proyecto del club, Ancelotti acomodó a sus primeras espadas, protegiéndoles y surtiéndoles de mimos cuando fuese necesario, y armó un centro del campo a partir de la reconversión de Luka Modric en un vital especialista defensivo y organizador, y el inagotable depósito de Di María. En abril, la carrera de Bale en Mestalla igualó lo conseguido por Mourinho en su primer año. Por aquel entonces ya se había hecho con las riendas del vestuario. En Liga dominó durante buena parte de la temporada la competición pero la inquebrantable fe del Atlético de Simeone, que a diferencia de los blancos no descuidaron sus obligaciones domésticas por el sueño de una ‘orejuda’ igualmente deseada en la ribera del Manzanares, fue demasiado para un Madrid que se deshinchó en el tramo final.
La Champions citó en Lisboa a los dos equipos de la capital en su acto final. Allí, Ancelotti era consciente de que aun habiendo firmado la mejor temporada del club en años, tumbando en Múnich al Bayern de Guardiola (0-4) y llegando más lejos en Europa que todos sus predecesores de la última década, su futuro se decidiría aquella noche. Cuando el señor Florentino se preguntaba cuál era la mejor manera de presentar la cabeza de su entrenador, saltó Sergio Ramos y mandó a parar. La ejecución, por supuesto. El Madrid volvía a ganar doce años después la Copa de Europa, pero Ancelotti rehuyó la vitola de conquistador, algo que tan gustosamente se habrían aprestado a hacer otros.
Su segundo curso, el presente, se inició con el desmantelamiento del centro del campo que había sostenido la tropelía táctica gestada en los despachos (bajas de Di María y Xabi Alonso). Consciente de que repetir con éxito los malabarismos en la pizarra sería ya un milagro, Ancelotti pidió cemento. Le trajeron ornamentos al tiempo que le despojaban de contrafuertes. “Encaja las piezas y que te quede bonito”, le soltaron. Y Ancelotti, fiel a esos intereses estratégicos del club, se las apañó para reordenar los cromos y, para asombro de todos, convencer a sus jugadores más exquisitos de la necesidad de batirse en el barro. El respeto y el compromiso de sus futbolistas por un objetivo común revirtió una obscena configuración de plantilla en la apuesta futbolística del Madrid más atrevida y bella que se recuerda.
Pero con la misma rapidez con la que se entronizó el juego del equipo, el crédito de Ancelotti volvió a consumirse con los primeros reveses tras conquistar el Mundial de Clubes. Ya por entonces sorprendió oír que, aun proclamándose campeón de Liga, en caso de que no revalidara la corona en Europa (algo que en la era ‘Champions’ ningún club ha conseguido) en detrimento del Barça, el técnico italiano saldría del Madrid. Las dudas sobre su futuro no se han despejado y por mucho que el propio presidente saliera a confirmar su continuidad hasta final de temporada, al no garantizarle para el siguiente curso las especulaciones no han cesado.
Lo último ha sido ver la presentación de Lopetegui como nueva esperanza blanca tras batir a Guardiola en la ida con su Oporto. Se da por hecho que en caso de no hacerse con la Liga o la Champions, Ancelotti será cesado. Y aun haciéndose con la Liga, muchos plantean la vuelta frente al Atlético de Madrid como el enésimo ultimátum para el técnico italiano, que recibe a los de Simeone, bestia negra estos dos años, sin Modric, Bale, Benzema ni Marcelo (los tres primeros por lesión, comprometiendo así el tramo final del equipo).
Y Ancelotti, que no ha dejado de cumplir con los deseos ‘del club’, arriesgando cada tarde con una alineación suicida por inferioridad en el centro del campo, tiene que oír cómo se cuestiona su gestión en el reparto de minutos. Él, cuyas peticiones para compensar con incorporaciones el medio del campo fueron ignoradas, tiene que escuchar reproches por el cansancio de Kroos y vérselas y deseárselas para alinear un equipo que sepa jugar al fútbol cuando Modric no está disponible. Y él, que ha firmado los mejores minutos del Real Madrid en años, que ha vuelto a ganar la Copa de Europa para el club en su primer año y cuenta con el respaldo de sus jugadores, asiste sin margen de error a un nuevo cara o cruz sobre su futuro en el momento más delicado.
Hasta ahora, Ancelotti ha asistido impávido al debate sobre su continuidad, igual que cuando celebra un gol de su equipo, con una media sonrisa entre divertido e indiferente y la ceja arqueada, por supuesto. Como si intuyera que no hay nadie que haya cumplimentado las fantasías de los despachos con mayor acierto, que no hay nadie más valorado y respetado por sus futbolistas, y que estando su destino en sus manos él ya poco puede hacer. Quizás confíe en que, realmente, por mucho que el todopoderoso Florentino espere encontrar un entrenador para dirigir el buque madridista con las mismas prestaciones de Ancelotti pero que le fascine igual que lo hacía Mourinho, se acuerde de Del Bosque.
Florentino Pérez, que había ganado dos Ligas y una Champions en sus tres primeros años con él, decidió sustituirle en 2003. Tras despreciar al último técnico que conquistó Europa para el Madrid, los blancos penaron la sequía de títulos más prolongada de su historia, y sólo salieron de ella una vez que Florentino Pérez y su forma de entender el fútbol hubieran dimitido ante la incapacidad de evitar el naufragio más millonario en la historia del deporte rey. Puede que, al recordar lo mucho que le ha costado volver a ganar, a Florentino se le quiten las ganas de reanudar el baile de los banquillos. O puede que no, y que, víctima de su propia arrogancia, desprecie al que ha sido hasta hoy su único acierto deportivo.
José Mourinho se excusaba en las entrevistas más íntimas argumentando que al salir de casa se ponía una careta con la que interpretaba un papel. No sabemos si al quitarse la careta de entrenador quedaba en él alguna pizca de sus facetas de provocador o bombero pirómano con las que cimentaba su particular concepto...
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