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Dicen que la peor nostalgia es añorar lo que nunca existió, pero tengo mis dudas. Supongo que es más perturbadora —y común— la mía, la nostalgia por lo que no se ha vivido. Hubo un tiempo de ruptura moral, ilusiones políticas y buen cine que aprendimos a echar de menos muchos de los que hemos pasado una temporada larga en Roma. Los setenta, aquellos años febriles poblados de talento —también de plomo—, en una Italia de nuevo brillante y politizada, atravesada por personajes —Fellini, Sciascia, Moravia o Monicelli— y musas —Monica Vitti, Dominique Sanda...— con los que (nos lo contaron tantas veces) se coincidía a diario en los bares de los lados de Piazza del Popolo. ¿Cómo no añorar aquella Roma poliédrica desde nuestro triste escenario, sin rastro de gentes iluminando siquiera las candilejas, ni nada o nadie capaz de pararle los pies a este sistema exasperado?
Entre todos, Pasolini, el más actual, el más sincero, alguien capaz de convertir la resistencia a la realidad en pasión por lo real. El único cuyas ideas siguen en la brecha. Ha resultado una revelación volver a leerle, entregarse de nuevo a sus imágenes virulentas. Nos avisó de casi todo: vio venir la televisión de masas, los concursos, el hiperconsumismo y los líderes banales. Vio venir la trivialización de todo lo que fue sagrado, la sociedad de la comunicación de lo vacuo, la asfixia del ser humano como individuo.
Y nos advirtió de las trampas, falsamente modernas, de renunciar al realismo a cambio de la formal estética progresista. Lo dejó claro desde su primera película, Accattone, rodada cuando tenía casi 40 años, mostrando los cuerpos y los rostros imperfectos de la belleza natural, los rostros —aún no lo sabíamos— que el mundo había decidido evitar, los rostros de nuestra historia, la de Italia, la de España, ¿qué más da? Caras cutres, decía más de uno al salir del cine —¿se acuerdan?—, caras de campesinos, cuarteadas por el sol, con ojos inocentes, cejas espesas y dientes desiguales.
Ya no tenemos esos rostros, casi no quedan, no los enseñan. No hay sino que levantar la vista para verificarlo. Ahora todos los rostros del cine y la televisión son iguales. También los nuestros, no se hagan ilusiones. Nos hemos convertido todos en unos homologados hipsters, han conseguido que olvidemos que hubo un tiempo en que nosotros fuimos como ellos.
Volví a leer a Pasolini por casualidad, después de saborear la mirada de Abel Ferrara y oír a su protagonista, Willem Dafoe, señalar por encima de tan pasolinianas gafas: “Me da miedo su actualidad. Nos advirtió sobre los peligros que nos acechaban, lo escribió y aun así no hemos hecho nada”. En las Cartas Luteranas, por ejemplo, maldice las excusas de la “izquierda progresista reformista” que todavía sigue sin saber cuál es su verdadera responsabilidad en el fracaso del país. Luego recrimina a los jóvenes profesionales por renunciar a las tradiciones a cambio de una mala imitación de la vida vulgarizada de los privilegiados, conformándose con cierta conciencia política. Nos previene, también, contra la equidistancia y el buenismo de la tolerancia complaciente. La tolerancia es falsa, dice, porque nos convierte en consumidores normales, conformistas. “Este nuevo poder —concluye— ha homologado culturalmente a Italia. Una homologación represiva, obtenida a través de la imposición del hedonismo”.
La película de Ferrara se abre con palabras extraídas de una entrevista que dio pocos días antes de ser alcanzado por el lado siniestro de lo real en una sucia playa romana: “Escandalizar es un derecho, ser escandalizado un placer, y quienes rechazan el placer de escandalizar, unos moralistas”.
Hay que volver a leer a este Pasolini ferviente, enfurecido; hay que sentarse delante de las películas de este homosexual a destiempo, católico herético y marxista heterodoxo que fue capaz de meter el dedo en nuestras conciencias y ser condenado por todas las iglesias, la católica, la del gobierno y la del partido comunista: “Un cuerpo es siempre revolucionario porque representa lo incodificable. Si, además, el cuerpo vive una vida indigna de ser vivida —un negro, un sardo, un gitano, un hebreo, un homosexual, un miserable—, es también, evidentemente, revolucionario. Tal función no se manifiesta jamás en el cuerpo de un líder o de un ministro”.
En el poema ‘Profecía’, escrito hace cincuenta años justos, Pasolini anticipa: “Alí, de ojos azules, uno de los tantos hijos de los hijos, llegará desde Argelia, en una nave a vela y a remos. Vendrán con él miles de hombres, con sus cuerpecitos y sus ojos de pobres perros, sobre barcos estancados en el Reino del Hambre”. Imágenes implacables, belleza despojada de acordes consoladores. Léanlo e incluso, algo mejor, óiganlo en la voz meridional del actor Toni Servillo. Para eso sirve YouTube. En este caso, ya me dirán después, entender bien italiano es casi irrelevante.
Dicen que la peor nostalgia es añorar lo que nunca existió, pero tengo mis dudas. Supongo que es más perturbadora —y común— la mía, la nostalgia por lo que no se ha vivido. Hubo un tiempo de ruptura moral, ilusiones políticas y buen cine que aprendimos a echar de menos muchos de los que hemos pasado una...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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