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- Gismonti, has bebido demasiado y antes de dejarte hacer cualquier tontería casi vamos a ir dando un paseo a ver si la curda se te pasa.
- Ya voy yo mismo caminando y, en cuanto vea un taxi, lo pillo y te dejamos en casa y me voy directo a dormir y a cerrar este capítulo.
- Ni hablar, no voy a permitir que manches la tapicería de ningún colega y menos aún que me pringues en un descuido. Hasta que no pongas las palabras en línea recta vamos a dar vueltas y vueltas. El aire te va a sentar bien y ese barullo que llevas encima créeme que se te va a ir apagando poco a poco.
Lo tenía que llevar imponente. Con todo lo largo que era, Gismonti parecía no terminar de acertar correctamente con la cadencia habitual de las pisadas. Así que algunas veces levantaba la pierna en exceso y terminaba golpeando el zapato contra el suelo como si le estuviera corrigiendo a golpes una impertinencia. Luego se quedaba en un inquietante desequilibrio que prometía tumbarlo, y era entonces cuando Milton lo agarraba al vuelo y digamos que lo volvía a acomodar en el asfalto.
Dar un paseo, lo que estrictamente se conoce como dar un paseo, era en aquel momento una utopía. Lo que podría traducir de manera más exacta lo que estaba ocurriendo era que Gismonti, con el sombrero puesto, y ya medio arrugado, intentaba aprender a caminar. Como los bebés de diez meses, estaba de pie, se tambaleaba, alargaba una pierna, luego procuraba fijar el pie sobre las baldosas, lo recorría un temblor de arriba abajo, parecía que iba a dar con sus huesos en el suelo, pero de pronto todo el cuerpo se iba para adelante y de alguna parte salía la otra pierna que se fijaba un poco más lejos, con lo que, mal que bien, se producía un pequeño avance.
Milton permanecía al lado con una paciencia infinita.
Ya no quedaba nadie en la casa. Los cuatro últimos en coger el ascensor fueron Moritz, Kelvin y los dos amigos. Pero los primeros se fueron zumbando y dejaron solo a Milton para que disfrutara de la coreografía que le ofrecía Gismonti con todo su cuerpo desestructurado, como en los montajes más heterodoxos de danza de vanguardia.
Ana se había ido pronto, con aquellas amigas que había traído, después de que todas se hubieran aplicado con una disciplina espartana al contorsionismo que desplegaba aquella pandilla del Alemán. Bueno, conviene precisar: había tres o cuatro que realmente bailaban bien. Pero el grueso, dejémoslo en que simplemente le había dado al botón del entusiasmo.
Mariana no paró y se la veía tan contenta que, un rato de esos, cogió de la mano a Gismonti y se lo llevó al centro para que los demás los corearan. Y, efectivamente, hubo un corrillo alrededor de ellos y, mientras Mariana ejecutaba su parte con un rigor rítmico matemático, a Gismonti no se le ocurrió otra cosa que aplicarle a sus huesos una imaginaria carga de decibelios y dejó que su cuerpo se agitara como si fuera el de un autómata enloquecido. Lo que hacía no tenía nada que ver ni remotamente con el concepto de bailar, pero cumplía su función.
Gismonti no destacó especialmente por desparramar de aquella manera. Él mismo se había colocado un rato antes delante de una de las chicas del Alemán, sorprendido por su forma de moverse. Desde que empezó a sonar la música había hecho lo mismo: atornillar sus pies en el suelo y mover frenéticamente: a) la cadera, y b) su enorme cabellera. Se va a marear, pensó Gismonti, pero en verdad no llegó a ocurrir nada grave. La gente entraba y salía del mogollón, pedía canciones, hacía tonterías. Estallaban las risas y algunos insensatos y algunas insensatas incluso coreaban las canciones más conocidas sin que nadie les afeara la conducta. Y, de pronto, del mismo modo que el bailoteo había empezado de manera frenética, se apagó también de golpe, y cada cual se fue dispersando por las habitaciones, empezaron las conversaciones en pequeños grupos de tres o cuatro, hubo incluso arrumacos en algunas parejas.
Mariana le pidió las llaves del taxi a Milton, y Gismonti temió por un instante quedarse solo. Pero el susto pasó rápido. Mariana vino a darle un beso de despedida y le pidió de paso que no le dejara a Milton hacer tonterías. Al rato se cruzó con su amigo y no tuvieron nada que decirse porque ya se tenían por viejos cómplices que han pasado por todas. Gismonti se puso metafísico. "La vida es una locura", pensó encantado. E iba de un lado a otro, siempre con un vaso en la mano, escuchando el chisporroteo de las palabras que le estallaban por dentro y que, de alguna manera, lo encendían.
Poco a poco la intensidad se redujo, hubo quien arrastró los sillones del salón a su sitio, Kelvin tomó a Gismonti por el hombro y le sirvió otro chorro de whisky.
- ¿Cómo lo ves?
Gismonti asintió, estaba en ese momento en que ya solo se sabe asentir. “Es buena gente”, le dijo Kelvin señalando en derredor, como si todos estuvieron todavía ahí y no quedaran cada vez menos. Y fueron yéndose mecánicamente hacia el salón. Se sentaron. Moritz contaba anécdotas de viejas broncas en otras remotas fiestas, como maestro indiscutible de los excesos. A Gismonti sus palabras lo atravesaban pero se le iban al final por el pasillo del fondo.
Tenía razón Milton. Una media hora más tarde a Gismonti se le había ido pasado la borrachera y era capaz de articular frases enteras, así que caminaban uno al lado del otro como caminan dos excursionistas por un sendero de montaña. Pero lo que tenían delante eran las calles de Madrid. Algunas acababan de ser regadas y parecía que de sus piedras se levantaba como un aire sucio que les borraba así la memoria de las cosas malas. Estaba empezando a amanecer. Milton y Gismonti iban en silencio, sin dirección fija, abstraídos. Se miraban de tanto en tanto, de tanto en tanto se cruzaban con alguno o con algunos que estaban en las mismas: acabando la noche. Era un momento raro de intimidad. Se sentaron en un banco.
- No sé si alguna vez te agradecí lo que hiciste por mí aquella vez en el aeropuerto-- le dijo Gismonti.
- Bah-, contestó Milton.
- Mi madre acababa de morir. Luego enseguida mi padre cogió el mismo tren. Ya ni siquiera me molesté en volver al pueblo a enterrarlo, así me evité todas esas complicaciones. Y, además, de qué iba a servir.
Milton miraba las paredes de las casas y Gismonti, también. Miraban casi cómo la luz iba naciendo poco a poco. Estaban uno al lado del otro. Gismonti tenía su sombrero sobre el regazo.
- Lo que te ocurre cuando se te mueren los padres es que te quedas como suelto, como abandonado, ya puede ocurrir cualquier cosa. No quedan testigos.
- Siempre puede ocurrir cualquier cosa-, le dijo Milton.
- No es lo mismo. Ya nadie puede saber si guardas conexión con el niño que fuiste. Así que puedes traicionarte fácilmente. Y lo peor es que no queda nadie para advertírtelo.
- Gismonti, has bebido demasiado y antes de dejarte hacer cualquier tontería casi vamos a ir dando un paseo a ver si la curda se te pasa.
- Ya voy yo mismo caminando y, en cuanto vea un taxi, lo pillo y te dejamos en casa y me voy directo a dormir y a cerrar este capítulo.
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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