Cuba, la isla de los ingenios
El corresponsal de La Vanguardia retrata en su libro la vida diaria de los cubanos en las postrimerías de un régimen anacrónico, entre rescoldos de la Guerra Fría y aires de cambio a cuentagotas
Fernando García del Río Cuba , 20/05/2015
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Un periodista español trasladado a La Habana a los pocos meses de que Fidel Castro hubiera caído enfermo era básicamente, no nos engañemos, un enviado especial encargado de cubrir una sola noticia: la muerte del líder de la Revolución Cubana, último mandatario comunista de Occidente, principal referente de la izquierda en América Latina y anacrónico superviviente de la Guerra Fría. Una noticia con sus antecedentes y sus importantes consecuencias, pero esencialmente una noticia. Mi misión era contarla, y todo lo demás era secundario y accesorio.
Yo no podía conformarme con ese planteamiento. No sólo porque me pareciera inaceptable profesional y éticamente, sino porque estaba convencido de que un periodista tenía muchas más cosas que hacer en aquel país. Mi propósito era contar Cuba. Y me parecía que Cuba era un país que merecía la pena ser contado. Historias no faltaban. Así que salí a por ellas.
Antes de ir de caza, tenía que conocer a algunas personas para escuchar distintos puntos de vista sobre la situación de la isla y sus habitantes; también para acabar de presentarme ante quienes debía, aunque para entonces ya había asistido a más de uno de esos encuentros de expatriados —en hoteles, embajadas o residencias de diplomáticos— donde uno estrecha la mano e intercambia tarjetas decenas de veces.
Una de las primeras y más interesantes visitas fue la que hice al embajador español, Carlos Alonso Zaldívar, en su despacho oficial del Palacio Velasco Sarrá, calle Cárcel.
Antes de ir de caza, tenía que conocer a algunas personas para escuchar distintos puntos de vista sobre la situación de la isla y sus habitantes
Además de viejo militante del PCE, Zaldívar era ingeniero aeronáutico y sabía mucho de Física. Hablando de la restauración de La Habana Vieja, me contó que los arquitectos encargados del vasto proyecto habían establecido una curiosa clasificación para los diferentes grados de deterioro de los inmuebles más antiguos y tocados: ruina, semirruina y, atención, «estática milagrosa».
La denominación, además de guasona, me pareció de alto valor literario. Servía como metáfora de la vida de los cubanos: de los delicados equilibrios y apoyos mutuos en que basan su precaria supervivencia; del peligro que cada familia, comunidad o red de intereses corre cuando uno de sus miembros da un mal paso, flaquea o se rompe.
Según el lema de los propios cubanos, el milagro de sostenerse en pie debe atribuirse a una «Santísima Trinidad» de estrategias más bien paganas: inventar, resolver y escapar. Tres verbos que allí adquieren connotaciones especiales, más allá de las obvias, y a menudo se solapan. Habrá que irlos desgranando con ejemplos. Pero antes conviene centrar los términos, aunque las definiciones no vengan escritas en ninguna parte ni sea fácil precisar cada concepto.
Así, inventar una herramienta o aparato con materiales no convencionales como a ingeniar un sistema informal de sustento para una temporada. "Resolver" equivale más bien a solucionar un problema específico, una avería, una carencia concreta o simplemente la próxima comida. En ambos casos se recurre a medios creativos y normalmente ilícitos. O, lo que es lo mismo, se actúa «por la izquierda». En cuanto a escapar, el amplio espectro de la traducción cubana incluye por supuesto el concepto de fuga (del país)- el de evasión de las preocupaciones (con o sin ron) y el del uso de medios y cauces imaginativos para buscarse la vida.
Como expatriados, los primeros contactos que tuvimos con la llamada resolvedera nos llegaron a través de numerosas ofertas de proveedores de toda clase de productos y servicios. Más de un compatriota veterano en la plaza nos aconsejó que contratáramos a un solo «resolvedor» que, a cambio de una razonable cantidad mensual de CUC, satisfaría todas nuestras necesidades y nos ahorraría el engorro de un constante y fatigoso contacto con el comercio local, ya fuera en el mercado negro o en las tiendas autorizadas.
Aparte de descartar inmediatamente la opción del resolvedor único, nos propusimos limitar en lo posible las transacciones por la izquierda: primero, por principios; segundo, para no dar motivos de reproche a la autoridad en caso de conflicto; y tercero, porque en la mayoría de los casos no era imprescindible.
Como expatriados, los primeros contactos que tuvimos con la llamada resolvedera nos llegaron a través de numerosas ofertas de proveedores de toda clase de productos y servicios
Mentiría si dijera que nos mantuvimos completamente vírgenes en este terreno, entre otras cosas porque en Cuba es imposible vivir sin salirse de los cauces legales establecidos. De hecho, jamás conocimos a nadie que lo hiciera. Por un cúmulo de razones que iban desde la insuficiencia de recursos con que producir y distribuir cualquier mercancía hasta la falta de incentivos para hacer bien las cosas, raro era en Cuba el producto que se ofertaba puntualmente y con una relación calidad-precio aceptable. El fallo podía estar en una o varias de las fases del proceso: recogida, elaboración, transporte, conservación y entrega. Con frecuencia se trataba de la cosa más tonta del mundo, como la avería de una pequeña pieza que durante semanas o meses detenía la producción de toda una fábrica o inutilizaba una planta de refrigeración de alimentos perecederos. Un año sí y otro también, cientos o miles de toneladas de tomates se quedaban sin recoger y se pudrían en el campo porque no había cajas en las que transportarlos.
Uno podía acostumbrarse sin demasiado esfuerzo a vivir sin tomates y sin unas cuantas hortalizas más, por no hablar de legumbres que no fueran frijoles, de cualquier tipo de embutidos, de frutas no tropicales como las manzanas o las peras… Pero, como buenos españoles que éramos cuando nos sentábamos a la mesa, en casa pronto echamos a faltar un pan decente y un pescado variado, fresco y de fiar.
El pan era malísimo en casi todas partes. Sólo en unos pocos establecimientos para extranjeros y cubanos ricos podían adquirirse unas buenas baguettes, pero siempre a precios absurdos. Había, además, un cubanoamericano repatriado a su tierra después de equis años en Miami que fabricaba y vendía clandestinamente los mejores productos de panadería y bollería de todo el país. La célebre calidad de su oferta, unida a su perfecto dominio del inglés, le granjeó un éxito notable entre los expatriados anglosajones. Hablé con él un par de veces, pero no llegamos a nada porque sus precios no es que superaran los ya muy elevados de los diplomercados, sino también los de las mejores terrazas de South Beach.
Más del 90 por ciento del pescado y el marisco que se capturaba en La Habana y costas cercanas se distribuía por canales ajenos al comercio libre al pormenor, que es el que sin recurrir a vías irregulares podía surtir nuestra cesta de la compra. Dichos canales eran la exportación, los hoteles y restaurantes, los comedores estatales y las llamadas «bodegas» donde se entregaban los productos de la libreta o cartilla de racionamiento. Lo poco que quedaba para las escasísimas pescaderías de venta al público no parecían de fiar. Pero todo extranjero que quisiera disfrutar de buen pescado fresco en la capital tenía a su disposición a un individuo conocido simplemente como el Pescador, rey de los proveedores por la izquierda en ese ramo. Lo malo es que el hombre tenía por costumbre telefonear a sus clientes a cualquier hora del día o de la noche, incluyendo por ejemplo los domingos a las siete y media de la mañana. Y era inasequible al desaliento e impermeable a las protestas:
Más del 90 por ciento del pescado y el marisco que se capturaba en La Habana y costas cercanas se distribuía por canales ajenos al comercio libre al pormenor
«Es que lo que tengo es especial para usted y no quisiera vendérselo a otro», objetaba siempre y a todo el mundo. Sé de uno de Salamanca que le suplicó una decena de veces, a cual con mayor vehemencia, que no volviera a llamarle. No funcionó. Hasta que, a gritos, le dijo que ya no le gustaba el pescado; que había cogido alergia y que por tanto estaba en riesgo su salud. Entonces, sí: el Pescador tiró la toalla. Nosotros atendimos a la experiencia ajena y no llegamos a conocerlo. Preferíamos comer los productos del mar en alguno de los contados restaurantes o paladares donde no los pasaban más de la cuenta. Porque, ya fuera por prevención o por hábito, lo cierto es que en la mayoría de las cocinas de Cuba los peces suelen ser transformados en lo más parecido a la suela de un zapato.
Por muy nobles que fueran sus actividades, tanto el panadero medio gringo como el pescadero irreductible estaban en falso con respecto a leyes y orientaciones del Estado. De ahí que el primero citara a su clientela en la calle y el segundo, que tenía a bien hacer sus entregas a domicilio, portara su marítima y olorosa mercancía en una maleta. La escena resultaba chocante incluso en Cuba, que ya es decir. Difícilmente podía verse en La Habana algo más sospechoso que un paisano cargado con un maletón llamando a la puerta de un chalet o vivienda para extranjeros. Ahora bien: bajo los peculiares códigos y leyes no escritas del país, la intensidad de una sospecha no dependía tanto del acto que la hubiera suscitado como de quién o quiénes fueran el autor o autores del mismo. Si el ciudadano en cuestión estaba en paz con el entorno oficial y tenía las espaldas cubiertas, daba igual lo que acarreara y a quién se lo llevara siempre y cuando no fuera exhibiendo ostensiblemente el objeto del delito; es decir, siempre que no fuera tan descarado que comprometiera a un jefe o jefecillo del partido o a un chivato del CDR. Los CDR o Comités de Defensa de la Revolución, como órganos de control de cada barrio, son el extremo de los tentáculos del régimen, por lo que no es aconsejable provocar a sus responsables.
La regla de lo que podríamos llamar las apariencias relativas operaba para todos en Cuba: el panadero sigiloso, el pescadero de la maleta, el porquero que despiezaba a sus cerdos en casa de sus compradores, la bailarina retirada que regentaba un gimnasio ilegal, y la legión de barberos, peluqueras, masajistas, entrenadores, profesores, médicos y dentistas que completaban sus magros ingresos con actividades autónomas no reconocidas.
Una cierta vista gorda se aplicaba también, aunque quizá con menos relajo, a quienes perpetraban sustracciones a pequeña escala. Lo crucial era que el robo no fuera demasiado cuantioso, descarado o dañino. Un director de hotel me contó que él y todo su equipo mixto de gestión (mitad cubano, mitad del país inversor) daban por descontado el hurto de alrededor de un 10 por ciento de las provisiones que llegaban al establecimiento: comida y bebida; mantelería, vajilla y cubertería; ropa de cama y toallas; productos de limpieza y papel higiénico… «Nuestro objetivo no es sólo que la cosa no se salga de madre, sino que los robos no se concentren en una zona o en un producto determinados; eso sí sería un desastre», me dijo tan tranquilo.
En un país cuyo máximo orgullo reside en la protección y los subsidios que el Estado dice garantizar a sus ciudadanos en todo aquello que es básico —alimentación, salud, educación y suministros—, determinadas prácticas ilícitas como el robo de electricidad mediante la derivación de un cable o el «tumbado» de un contador no están muy mal vistas socialmente y sí bastante extendidas por todas las capas de la población. Para cubrir el expediente, la policía practicaba redadas regulares contra los autores de estos delitos. Los partes que los medios más bien rutinarias en las cuales los agentes ponían mucho menos entusiasmo que cuando iban detrás de los instaladores de antenas de televisión por satélite, aparatos en los que el Gobierno veía armas de contaminación masiva de vicios capitalistas. Hay que decir en descargo de la autoridad que ni de lejos sus representantes de base podían dar abasto para combatir con alguna eficacia las continuas apropiaciones indebidas de bienes. «Se cayó del camión», era la frase que se empleaba para aludir a una mercancía distraída de su ruta. Y se empleaba mucho. Daba la impresión de que todos los camiones que circulaban por Cuba iban perdiendo productos a cada kilómetro, lo que explicaría el que tantos almacenes y estanterías estuvieran siempre vacíos.
De las particularidades en la aplicación de las sanciones según quién fuera el infractor tuve constancia directa la primera noche que salí a la carretera con mi coche después de haber superado la prueba del somatón. Volvía de una cena con mi amigo Carles en el hotel Meliá Habana, por la Tercera Avenida de Miramar. La calle estaba tan oscura como siempre: apenas se veía otra cosa que no fueran los faros de aquellos vehículos que disponían de ellos.
Una pareja de «caballitos», como allí se conoce a los policías motorizados, me paró por presunto exceso de velocidad.
—Fernando, ¿verdad? —dijo el que llevaba la voz cantante después de leer mis papeles—. Iba usted a más de cincuenta por hora, Fernando.
—No creo. De todos modos, ¿usted cómo lo sabe, si no tiene ningún aparato para medir y no se ve nada?
Por el desplazamiento del vehículo, Fernando.
—Ya. Por cierto, ¿ustedes llaman a todo el mundo por el nombre de pila, agente? Si quiere, puedo llamarle señor o compañero. Era por ser amable. El caso es que ha violado usted el código de circulación y le voy a quitar seis puntos y a poner una multa.
¿Me copia?
Al día siguiente, recurrí la sanción. No por su cuantía, que al haber presentado yo el carné cubano estaba en moneda nacional y era insignificante, sino para no empezar a perder puntos tan rápidamente. El proceso me llevó dos mañanas enteras, y al final gané. Pero lo fundamental vino a continuación, cuando de alguna manera el asunto llegó a oídos del CPI.
¡Pero, caballero, qué tú haces! Cuando te pongan una multa, tú vienes aquí y te la quitamos —me dijo el encargado de España del Centro.
—Gracias, pero prefiero pagar o recurrir —respondí yo como si eso tuviera para él alguna importancia—.
Un diplomático me dio una versión resumida y elocuente, en clave de hipérbole, de la discriminatoria administración de las penas y los castigos de distinta índole previstos por la ley cubana. «Si tú eres alguien en este país y estás a bien con el régimen, ya puedes tirar a quien quieras por la ventana que enseguida te lo arreglan. Ahora bien: como andes en problemas con el Gobierno, puede que ya no te perdonen ni que te saltes un semáforo en verde».
La eficacia de los proveedores cubanos, unida al plus que el estatus y el dinero tenían después de todo en la isla socialista, podrían llevar a pensar que, por su cara bonita y con la plata suficiente, un extranjero podía conseguir cualquier cosa en un pispás. Falso. Lo comprobé cuando me dispuse a comprarme un piano.
Yo había empezado a tomar clases particulares de ese instrumento y de solfeo en mi último año y medio en Bruselas. Por indicación de mi estupenda profesora polaca, me había hecho con un Clavinova electrónico de 88 teclas, ideal para empezar. Como habíamos decidido no llevarnos muebles a La Habana para simplificar la mudanza, aquel aparato se quedó en Bélgica, en casa del compañero que quiso comprármelo. Total, nos íbamos a vivir a una especie de paraíso de la música: si algo había a priori que podríamos encontrar fácilmente en Cuba era un piano de primera o segunda mano, ¿no?
¡Pues no!
(...)
[Fragmento del libro "La isla de los ingenios", de Fernando García del Río, editado por Península (2015)]
Un periodista español trasladado a La Habana a los pocos meses de que Fidel Castro hubiera caído enfermo era básicamente, no nos engañemos, un enviado especial encargado de cubrir una sola noticia: la muerte del líder de la Revolución Cubana, último mandatario comunista de Occidente, principal referente de la...
Autor >
Fernando García del Río
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