Lectura / Podcast
Últimas horas con Enrique
Fragmento del libro ‘El jardín del flamenco’, de Juan Verdú (Ediciones Alfabia, 2015)
Juan Verdú 3/06/2015
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Un buen día, en los madriles, fiestas del Dos de Mayo. Esa misma plaza, a principio de los ochenta, era rockera, hippy, llena de seres humanos con ansias de música. Había un concierto flamenco. Los jóvenes, a quienes les gustaba mucho pero no eran muy aficionados, llenaban la plaza. Yo me tomaba una cervecita, qué rica y qué fresquita. Entró en el bar uno de los cantaores que esa noche estaban en el cartel: «¡Ostias! ¡Si es Enrique Morente!». Pillé una servilleta, me acerqué, y le dije: «Maestro, ¿me firma un autógrafo?» y con los nervios, se me cayó el papel. Saqué un libro que llevaba en el bolsillo, La copla andaluza o Las novelas sevillanas de Cansinos Assens, escritor sevillano, y dijo el maestro: «Ese escritor era un genio, se vino a vivir a Madrid a los quince años. Añoraba Andalucía, como yo, vivimos lo mismo...». Rápido le digo: «Sí, maestro». «...Además dormía durante el día, trabajaba por la tarde y salía por las noches hasta el amanecer, ¿le suena?».
«Es que sois iguales, ¿me firma aquí?» «Sí, que te pareces a mi amigo, Bojilla, torero de postín, granaíno que está sembrao». En la dedicatoria ponía: «Para el buen afisionao, de Enrique Morente». Me miró fijamente, con esa mirada inteligente y con esa sonrisa, inolvidable, y me dijo: «¿A ti qué cantaor, te gusta?». «Maestro –contesté–, Pepe Marchena». «A partir de hoy, vamos a ser amigos, es el mejor. Cuando termine de cantar, nos vemos en el Café de Silverio».
Por esos tiempos, Marchena era un cantaor denostado, olvidado y, por culpa del movimiento mairenista, más o menos, Marchena era casi un cantante de Cabaret. Qué gran barbaridad, que con el tiempo, entre todos y gracias a su obra, han desmentido.
Desde aquella noche, en el Café de Silverio, me di cuenta de que me había contratado, como mozo de espadas, a Bojilla. Pero Enrique y yo nos hicimos amigos para mucho tiempo, como hermanos. En ese momento, Enrique estaba fuera de los circuitos del cante, debido a esos mismos dictadores del arte, cuando el arte es libertad, pero ellos, erre que erre. Muchos se fueron luego, haciéndose conversos de Enrique, pero presumían de hablar con el Papa Mairena de Sevilla. En Sevilla, llamabas a Pulpón, capitán general de los festivales de Andalucía, y te decía: «Querido lo siento, no canta flamenco, está constipado, tu amigo Enrique no era nadie, José Antonio».
Nos pusimos a trabajar, Juan Mesa, Antonio Benamargo, Raúl Comba, un tal Juan Verdú y alguno que de vez en cuando estaba y se retiraba, en su despacho con sueldo fijo. Pero con el trabajo de todos fue volando. Era un genio y lo que necesitaba era un equipo para despegar.
Teatro Real, con Elisa Mata en el Ayuntamiento, Teatro de La Zarzuela, Premio Nacional de la Música con aplausos de Alfredo Kraus en el palco, Cumbre Flamenca, Los lunes de Revólver, la Cataluña de Luis Cabrera, Granada con Antonio Benamargo, Agapito Pageo, todos como una piña con el maestro. Y voló. Ya lo demás lo leen en la biografía de Balbino Gutiérrez, uno de los mejores amigos del maestro, «mi biógrafo», decía Enrique.
Ingenio en la calle, filósofo de la vida misma en una época algo revoltosa, la sonrisa vertical, la sabiduría se le leía en los ojos. Todo esto le granjeó grandes simpatías como persona, y ser admirado, como profesional, por todos los artistas, intelectuales y hasta por los reventas de Las Ventas. Era muy especial. Quiero prometer, a quienes examinen y escuchen su obra, la más intensa y asombrosa de las emociones estéticas.
Se enfadó conmigo. Tengo que hablar contigo, Juanico. Me acordé del torero Bojilla y le dije: «¡Maestro, está usted despedido!». Le dejé sin aire y se tiró al suelo.
Siempre fue mi asesor, empezamos con la Cumbre Flamenca, en Madrid 1984, que sirvió para comenzar el último renacimiento del flamenco. Lo hicimos en colaboración con el Ministerio de Cultura. Mi padrino, que me dio la confianza del ministerio, fue Mario Trinidad, alguien que hace muy poquito nos dijo: «Me voy que sois unos pesaos», y se fue con un tal San Pedro, que tiene las llaves del tablao del cielo.
Los jardines de don Cecilio Rodríguez del Retiro de Madrid, en los Veranos de la Villa, a corazón abierto en el Colegio de Médicos. Hasta probamos una sala que era el aula magna de la antigua universidad de Medicina, donde impartía clases don Ramón y Cajal.
Quedamos en una ocasión el último año, cuando estaba con la mosca tras la oreja debido al peligro de la corrida que tenía que torear en el hospital, en diciembre del 2010. Quería contratarme otra vez como mozo de espadas para todo el año. «Maestro, una sugerencia tuya es una orden para mí.» Hicimos dos conciertos en la Suma Flamenca con El Barbero de Picasso. El segundo, en el Castillo de Buitrago de Lozoya, con una tormenta histórica de rayos y lluvia. Luego actuamos en Lisboa con Paco Carvajal como director del Festival.
Nos quedamos durante dieciséis horas en la desembocadura del Tajo, sentados y viendo amanecer. Él nos contó toda su vida, con gracia, con sabiduría, con inteligencia, con cariño, y no sabíamos que se trataba de una despedida. Luego nos dimos cuenta de ello. Participamos en el festival de Torrelodones. No quería cantar en Sevilla para no ver a un tío con bigote que se le había cruzado en el camino. Sería la última corrida. No me dejaba que me separase de él y ahí me dio el aviso la vida: que se te va tu hermano, el que me había enseñado a vivir, a comunicarme con los demás, a querer al flamenco y a ver siempre la vida con un sentido del humor, con inteligencia, y no como un tonto, como hacen muchos otros.
Trato de poner un poco de orden en los pensamientos, las ideas, los recuerdos, los datos. Es un trabajo al que ahora me dedico. Pero lo terminaré. Si me lo contó, sería para que quedase en la memoria de todos, Lisboa y el Tajo de testigos.
Nos ha dejado una gran herencia en forma de vivencias y de sabiduría, una manera de vivir y, de regalo, la Princesa de los pájaros, la belleza, una artista desde chiquitilla; la ternura. Ella es la más grande en el escenario y, como su padre, humana en la calle. «Se llama Estrella», me decía Enrique: «No puedo escucharla, me emociona, me revuelve todos los sentimientos: la alegría, la belleza... compréndeme, Bojilla», y yo le dije: «Enrique, a mí me pasa igual», la amistad es complicidad.
Adoro el flamenco, y cuando no me ven, me atrevo a tocar un poco la guitarra. Uno de los más grandes privilegios de mi vida fue oír a Morente llevar mis canciones al lenguaje flamenco en Omega. Morente fue el mejor cantaor de su generación. Adaptó todas las influencias musicales sin sacrificar su significado ni su pasión original. El flamenco me sigue emocionando.
Leonard Cohen
Este texto pertenece al libro El jardín del flamenco, de Juan Verdú, que publica Ediciones Alfabia. En este libro de memorias, Verdú cuenta su trayectoria en las últimas cuatro décadas mediante un repaso cronológico de la situación del flamenco desde el final del franquismo. La edición incluye un CD canciones de Enrique Morente y Estrella Morente.
Un buen día, en los madriles, fiestas del Dos de Mayo. Esa misma plaza, a principio de los ochenta, era rockera, hippy, llena de seres...
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Juan Verdú
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