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Las elecciones del 24 de mayo han dibujado un tablero político que exige una gestión compleja de pactos bajo la doble condición de no traicionar a los votantes ni descabezar las instituciones. Sería un fraude que la ausencia de mayorías absolutas se tradujera en una inestabilidad permanente en ayuntamientos y comunidades autónomas hasta que se celebren las elecciones generales. Los votantes pasarán factura a quienes incurran en esta estrategia. Al mismo tiempo, es responsabilidad del centro izquierda respetar el mensaje de cambio expresado por sus votantes.
Del castigo en las urnas al bipartidismo dominante cabe extraer dos demandas ciudadanas: combatir la corrupción y desarrollar programas de emergencia social que atajen las situaciones más urgentes y lesivas (desahucios, pobreza infantil, renta mínima). Se trata de dos objetivos que instituciones internacionales como la OCDE y el FMI consideran muy positivos para el crecimiento de la economía, en contra de la opinión de las temblorosas élites locales.
La lucha contra la corrupción exige en primer lugar transparencia y protocolos de control eficaces. El espectáculo al que estamos asistiendo en muchas instituciones con las trituradoras de papel funcionando a destajo es cuando menos inquietante. Por supuesto que la gestión se registra hoy sobre soportes digitales, pero en tiempos de mudanza es bien conocida la tentación de borrar archivos informáticos (baste recordar el episodio de los ordenadores de Bárcenas en la sede del PP, y los borrados de los ordenadores de La Moncloa perpetrados por los equipos de Aznar y Zapatero).
La transparencia debe traducirse en normas exigentes en materia de conservación y transmisión de documentos públicos, no solo aquellos que tienen carácter ejecutivo sino los referidos a las deliberaciones previas.
Un fijo en todas las negociaciones es la agenda anticorrupción. Esto debería excluir de cualquier pacto al PP de la Comunidad Valenciana, convertido en la expresión más agresiva de la política como negocio privado, como se viene poniendo de manifiesto desde 1990, con las grabaciones del caso Naseiro que finalmente el Supremo anuló a efectos penales. La izquierda ha necesitado 25 años para contrarrestar las sucesivas mayorías del populismo castizo de Rita Barberá y la saga de los Fabra. Sería suicida que las divisiones internas le impidieran desplazar al PP a la oposición en todas las instituciones, al menos hasta que se produzca una refundación creíble.
La Comunidad de Madrid comparte no pocos rasgos con la valenciana. También aquí el PP ha controlado todas las instituciones con cómodas mayorías absolutas desde hace más de veinte años, con el brevísimo paréntesis de 2003, cuando la compraventa de dos diputados socialistas impidió un gobierno del PSOE. Esperanza Aguirre ha manejado con mano de hierro una organización en la que ha florecido una auténtica colonia de políticos parásitos. Su mano derecha, el ex secretario general y consejero de Presidencia Francisco Granados, disfruta de las comodidades de la cárcel de Soto del Real que él mismo inauguró. Cuatro miembros de los gobiernos de Aguirre y al menos seis alcaldes seleccionados por ella están imputados en los sumarios de Gürtel y Púnica. Y la lista puede seguir aumentando.
Los vecinos de Madrid no se merecen una alcaldesa que además de encabezar una organización corrupta ha pretendido parar a su oponente Manuela Carmena acusándola de ser una amenaza para la democracia occidental. La izquierda tiene los votos necesarios para asumir la alcaldía y el PSOE perdería todo crédito si no cierra el paso a Aguirre. Más compleja es la situación en la Comunidad, donde el propio PP intenta poner en valor ante Ciudadanos la virginidad de Cristina Cifuentes, la ex delegada del Gobierno, que trata de construirse una imagen de progre y tolerante pese a su experiencia en la represión violenta de manifestaciones y la ejecución de docenas de desahucios sin alternativa habitacional. Dado el historial de la Comunidad, que arrastra multitud de escándalos, Albert Rivera corre el riesgo de contaminar su discurso de regeneración si apoya a la candidata del PP.
En todo caso sería injustificable que en distintas instituciones (gobiernos de Aragón, Baleares, Extremadura, Castilla-La Mancha, etcétera) se reprodujera el bloqueo al que asistimos en Andalucía desde hace más de dos meses. Quienes defienden el discurso del cambio están obligados a ser coherentes allí donde los votantes se han pronunciado de forma inequívoca. Y no vale enrocarse en expresiones de madera mirando con el rabillo del ojo a las elecciones generales. La campaña de las locales acabó el 24 de mayo.
Las listas de izquierda y centro izquierda que han logrado apoyos mayoritarios deben ser capaces de entenderse mediante pactos transparentes para desplazar del poder al PP, sobre todo allí donde la marea negra de la corrupción es más tóxica. Aunque dentro de seis meses tengan que competir en el mismo caladero de votos. Los pactos, por lo demás, no pueden ser un mero intercambio de puestos (te voto en este municipio a cambio de que tú me votes en este otro). Sería deseable que los partidos que se llaman progresistas se arremanguen, logren un programa de mínimos común, lo publiquen y actúen para aliviar los problemas que sufren los ciudadanos, sobre todo aquellos que tienen menos recursos.
Cualquier otra alternativa será una decepción y sonará a vieja política. Los electores suelen premiar la coherencia, la unidad, la responsabilidad y la transparencia. Pero no es seguro que el PSOE, que aun se pavonea tras haber obtenido los peores resultados de su historia, haya entendido todavía este sencillo mensaje. La presión de Felipe González, un gran expolítico de una época moribunda, sigue muy presente. Lo demuestra la cumbre entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, con su puesta en escena de gran coalición -corbata roja el presidente, azul el jefe de la oposición-, que augura que los dos viejos partidos están dispuestos a frenar el cambio como sea. En el caso del PSOE, a costa incluso de un suicidio a la PASOK.
Las elecciones del 24 de mayo han dibujado un tablero político que exige una gestión compleja de pactos bajo la doble condición de no traicionar a los votantes ni descabezar las instituciones. Sería un fraude que la ausencia de mayorías absolutas se tradujera en una inestabilidad permanente en ayuntamientos y...
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