El descontexto
Ya no soy Charlie
15/06/2015
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Ser Charlie era fácil. Era sencillo colocarse la camiseta del Je Suis, con las letras blancas en perfecto francés rompiendo el luto. El reto es ser Carlos. O Manolo. O Pepe. Y defender la libertad de expresión cuando la expresión nos pilla en casa. Aunque nos espante lo que dice el otro. Defenderla sabiendo que el derecho a decir siempre está por encima de la posibilidad –que más que posibilidad es certeza- de escuchar una estupidez.
Dice la alcaldesa de Madrid que el humor tiene límites. Lo dice Carmena inoculándose el antídoto de la ultracorrección ante la incorrección de su exconcejal-exguionista. Lo dice y reabre el debate sobre las fronteras de la risa. Ése debate maniqueo en el que olvidamos con tanta facilidad que el humor negro tiene que ser eso: negro, amargo, insultante, asqueroso, esperpéntico. Porque la risa pone en marcha el mismo mecanismo que la tragedia: revolver al espectador, obligarle a mirarse a los ojos en un espejo deformante y asimilar su miseria. Y puede que nos llevemos la mano a la boca para contener la arcada. Qué burrada diremos como escudo. Pero si el humor es bueno, diremos qué-burrada y sonreiremos cómplices y furtivos. Porque entenderemos.
La única frontera del humor es la inteligencia. “La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”. Lo dijo Nietzsche, que era un tipo muy gracioso a pesar de las apariencias. La comedia exige una doble pirueta, una filigrana mental, una metáfora inesperada, un puzle que el otro tiene que completar. O es lúcido o no es humor. O lleva neuronas o se convierte en baba resbalando por la comisura de un necio. Por eso el lugar en el que se fragua se llama ingenio. Y da igual que el humor sea blanco o sea negro o que sea blanco o negro el objeto del chiste. O que sea judío. O que esté muerto. Pocas bromas hay tan dolorosamente efectivas como las de un cortejo fúnebre intentando acallar los llantos entre las lápidas del cementerio.
“Es una broma de mal gusto” dicen los que han desenterrado de la fosa común de twitter una colección infame, no por el estilo sino por la estupidez extrema. Por esa zafiedad tan evidente que hace que la broma deje de ser broma y pase al apartado de exabrupto. Lo hemos visto más veces. Boutades sin boutade. Provocaciones que no provocan ni al más infantil de los cerebros.
Dimite el concejal y dice, sensato, que la libertad de expresión no tiene límites, pero que uno tiene que atenerse a sus consecuencias. Y dan ganas de aplaudirle la primera parte del razonamiento y recordarle a continuación que lo que tiene consecuencias es la torpeza. Aunque el Ayuntamiento del que le han defenestrado es testigo de mucha estulticia por la que nadie pagó un precio.
No hace falta exhumar de las hemerotecas las peras y las manzanas de la alcaldesa Botella: esa delirante explicación hortofrutícola sobre qué es el matrimonio que sólo se podía tomar a broma aunque no lo fuera. Ni hay que remontarse a la manoseada taza de café, ni a que la culpa de la catástrofe del Prestige “la tenía el barco”. Convertida ya en prócer de la municipalidad, descubrió que los mendigos eran la dificultad para limpiar las calles. Como confirmando algo que sospechaba desde la atalaya de su despacho, que los pobres manchan y no te puedes acercar a ellos. Pero la necedad de una no justifica la bobería del otro. Ni uno ni otra son lo que merecemos.
Quizá nos iría mejor si nos gobernaran aquellos inteligentísimos humoristas de La Codorniz que según cuenta la leyenda se rieron en la cara de la censura simplemente con un sello. Aparecía la maja desnuda. Y encima, un nada inocente “Correos”.
Por cierto, en esta columna he dicho fosa común. No me lo tengan en cuenta. No se me pongan correctos.
Ser Charlie era fácil. Era sencillo colocarse la camiseta del Je Suis, con las letras blancas en perfecto francés rompiendo el luto. El reto es ser Carlos. O Manolo. O Pepe. Y defender la libertad de expresión cuando la expresión nos pilla en casa. Aunque nos...
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