Avance editorial
EL BARRIO
CTXT ofrece a sus lectores un capítulo del libro 'Nadie avisa a una puta', de Samanta Villar y publicado por Libros del K.O.
Samanta Villar 17/06/2015
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En el bar Alegría, la Maña pinta de rojo sus labios arrugados mientras se mira en el reflejo de una jukebox de los años 60. Fuerza la sonrisa tensando las comisuras y desliza el pintalabios con suavidad. Con su melena pajiza se ha hecho un moño antes de salir de casa y lo ha rociado de laca para que aguante todo el día. Como siempre, ha sombreado sus párpados con un color verde anacarado que resalta sus ojos claros, esos ojos que siempre la han hecho destacar. La Maña tiene 74 años y sabe que está vieja.
Un treintañero borracho que bebía en la barra se le acerca por detrás, le agarra la cintura y empieza a restregar su cuerpo contra el de ella con movimientos arrítmicos.
La Maña no se gira a mirarlo ni mueve un dedo. Sigue pintándose, concentrada en la imagen de sus labios que le devuelve el cristal. Él, con una cerveza en una mano y con la otra sujetándose a ella para no caer redondo, balbucea una canción irreconocible. La Chumi, la camarera, una mujer camino de los 50, de pelo rubio ajado, cejas negras y constitución fuerte como un mazo, se pone hecha una furia.
—Oye, déjala en paz. ¿¡Qué cojones estás haciendo!? ¡Quita de ahí o me cago en tu puta madre! Ahora mismo te vas de aquí. ¿¡Me oyes!? Que te bebes tu cerveza y te largas.
El chico no la oye o hace como si no.
La Maña conoce bien a este tipo de gente.
—Antes sí venían hombres y se gastaban el dinero. Antes.
Al hablar de «antes» se refiere a cuando ella empezó a alternar, durante el auge del Barrio Chino de Barcelona, una época en la que los locales se contaban por docenas. Entonces dividían a los hombres entre floreros, mirones y clientes.
Los floreros eran quienes entraban a los bares de alterne y se pasaban horas charlando con las chicas. Nunca utilizaban sus servicios, pero se tomaban sus copas. Y en cada invitación, algo se llevaban ellas. Estos se pasaban tanto rato en los bares que acababan cogiendo confianza con las mujeres y al final se les consideraba parte de la casa.
Los mirones eran parecidos, pero más tímidos. Les costaba hablar y se ruborizaban si les pillabas mirando. Se apostaban a la puerta del bar o en la barra para escudriñar a todas las prostitutas y las seguían con la mirada en su ir y venir. A la Maña estos siempre le han gustado menos, porque sospecha que lo observan todo para luego hacerse unas pajas. Y de eso ella no saca nada.
Y luego estaban los clientes, los auténticos, los que conoció a los 23 años cuando por fin salió de Calatayud para unas vacaciones en Barcelona. La situación de las mujeres en aquella época era asfixiante: con la llegada del franquismo, y hasta el año 1972, la mayoría de edad para las mujeres estaba en los 25 años. Es más, hasta esa edad no podían abandonar el domicilio familiar sin permiso paterno, a no ser que fuese para contraer matrimonio o entrar en un convento. Es normal, entonces, que la Maña, a quien siempre le gustaron los hombres y se moría de ganas de abandonar Calatayud, se deslumbrara por el bullicio de los primeros años 60 en Barcelona, por esos hombres arreglados, engominados, bohemios, jóvenes o viejos, con posibles. Uno de aquellos hombres le puso el dinero encima de una mesa del bar Estudiantil, en la plaza Universidad, y la Maña lo aceptó.
Desde entonces las cosas han cambiado bastante y el bar Alegría apenas se sostiene sobre los restos del naufragio del alterne barcelonés. Los mossos d'esquadra obligaron a clausurar el cuarto del fondo, en la zona sombría, el que se usaba para los polvos rápidos. Ahora sus mejores clientas son un puñado de mujeres que viene de otros barrios para echarse doce horas al día en la calle en busca de los euros de clientes esporádicos. Media docena de chicas de todas las edades nunca fallan en el bar. Desde la Mari, que tiene 30 años, hasta la Maña, la más veterana.
El local se abre a la calle d'En Robador con una puerta de dos hojas de cristal que permite seguir la rutina del barrio. Un jubilado con americana marrón que pasea entretenido. Una rubia que se acerca a un hombre de facciones árabes y sin mediar palabra le mira a los ojos. Él no dice nada. Ella se lo piensa un segundo antes de seguir andando. Un tipo que recorre desde hace rato los mismos 50 metros. Quizás está esperando a la chica que le gusta. Dos prostitutas amigas que están charlando. Una pareja de la Guardia Urbana que hace la ronda con pistola y porras a la vista. Una rumana obesa de falda florida y coleta que pide fuego mientras espera. Otras dos mujeronas rubias, una brasileña y otra colombiana, entradas en años y carnosas en sus leggins ajustados, que se sientan sobre garrafas de agua vacías a la sombra de un portal. En la esquina una subsahariana que se aburre en su vestido rojo brillante. Una yonqui con sombrero de ala y problemas para caminar que pasa cantando en pleno colocón:
—Saboreando, sa, saboreando…
Escenas así son las que encuentra la Maña en su costumbre de mirar tras los ventanales del bar Alegría. Hablar con ella no fue fácil. El primer día me esquivó sin disimular. Olería mis ganas de conocer su historia, la de una prostituta anciana que sigue bajando a la calle a ganarse el pan. Me habían hablado de ella en el barrio, porque la Maña lleva allí toda la vida. Me dijeron que la encontraría en el bar Alegría. Y efectivamente la encontré, como siempre la he visto, entrando a mano izquierda, observando la calle desde el interior.
—Hola, Maña —fue todo lo que dije al reconocerla.
Me había detectado antes de entrar, y seguro que me había estudiado de pies a cabeza sin que yo me enterara. Tal como entré, se levantó para salir y me dijo:
—No puedo hablar, no está mi jefa.
Me dejó descolocada y esa sensación me duró mientras pedía algo en la barra. «¿Qué jefa puede tener una mujer de esta edad?», pensé al cabo de un rato. Mujeres 30 años más jóvenes que ella hace tiempo que se desprendieron de sus proxenetas y trabajan por libre. Me imaginé que sería una excusa para evitarme. Acabé la cerveza y me marché.
Me costó un tiempo entrar en la vida de la Maña. Volví cada día al bar Alegría, me tomé mis cañas, conocí a Liber, el dueño, a su mujer, Chumi, la camarera. A Mari, una sevillana de periferia y buen ver, a varias mujeres africanas. Creo que les divertía tener a una periodista allí que se interesaba por todo y que no parecía escandalizarse por nada.
El día que la Maña se decidió a contarme su historia, me pilló sentada a su lado, en el sofá de dos plazas colocado junto a la puerta de cristal.
—¿Quieres algo, Maña? —le dije—. Yo te invito.
—No, hija mía, muchas gracias. Pero no gastes.
—Mujer, qué voy a gastar, si esto no es nada.
—No, de verdad, no quiero nada. Gracias.
—Bueno, me pido un quinto. —Me levanto—. ¿Seguro?
Y tal como estoy yendo a la barra, me dice:
—Venga, va. Una tónica.
Le pido la tónica, que la Maña se bebe sin vaso, como yo.
—Te digo que no porque yo no quiero que me invites tú. A mí me invitan los hombres.
El primer servicio que prestó la Maña como prostituta fue con un hombre mayor que ella. La llevó en taxi a un distinguido meublé, uno de esos lugares donde alquilaban habitaciones por horas. Pero al llegar le propuso que hicieran algo que horrorizó a la Maña, algo que ni se atreve a explicar tantos años después. Ella se negó y ambos abandonaron el lugar en otro taxi. Él pago como si hubiera recibido el servicio.
Pese a un inicio tan aciago, la Maña siguió frecuentando aquellos lugares y empezó a trabajar con frecuencia. Sus clientes la invitaban a cenar, al cine. Le compraban cosas, le hacían regalos. Después ella devolvía los favores con sexo. En aquella época la mayoría de chicas trabajaba de forma estable en un local y el dueño negociaba los precios con los clientes. Los camareros rebajaban el whisky con té para que ellas pudiesen aguantar el ritmo. Aunque la Maña reconoce que de vez en cuando le gustaba tomarse una copita de verdad.
—Me encantaba ese ambiente —resume ella.
La Maña cree que nunca tuvo problemas con la policía por ser una chica de bar.
—Solo he pisado las comisarías para renovarme el DNI, siempre me he sentido respetada —dice.
Y eso que, de vez en cuando, la policía entraba en el bar La Colmena, uno de los locales en los que trabajó la Maña, para aplicar la ley de vagos y maleantes. Su método consistía en mirar las manos de los hombres. Se daba por hecho que si tenía callos era un trabajador. El que no los tenía, ¿de qué trabajaba?
—Para dentro que se lo llevaban —puntualiza la Maña.
Llevaba poco tiempo trabajando en Barcelona cuando conoció a quien sería el hombre de su vida, Toni. Era de los chicos que frecuentaban el bar, pero sin ser cliente de las prostitutas. Trabajaba como camarero en el lujoso hotel Princesa Sofía. Ella le contó a qué se dedicaba y a él no le importó. Los dos eran muy liberales.
—Era un bombón —dice la Maña sobre él, con todo el tiempo que ha pasado.
La única limitación que él puso es que respetara una hora de llegada a casa. Pero por lo demás, siempre se sintió libre. Hubo épocas en que la Maña abandonó su oficio. Pero se aburría y acababa volviendo. Nunca llegaron a tener hijos porque Toni y ella nunca los quisieron.
—Estábamos tan bien que nunca me apeteció.
Antes de conocerlo no se había atrevido a tenerlos porque le daba miedo llegar al pueblo con un hijo y sola.
—Me habrían fusilado —dice.
En ocasiones se plantea si hubiese sido mejor tener alguno.
—Si me hubiera salido bien, es una opción. Pero ¿qué habría pasado de haberme salido ladrón o drogadicto? —se pregunta.
Aunque pasa de puntillas, en un momento de la conversación la Maña reconoce haber tenido trece abortos. Y hablamos de abortos que debieron ser clandestinos, ya que hasta el año 1985 no se aprobó una ley del aborto en España. Pero la Maña zanja la conversación con una frase en la que asume la culpa, de forma injusta:
—Yo siempre fui una coneja.
La Maña se extiende mucho en su relación con Toni, como si de esa manera pudiese llenar su pérdida reciente. Hace dos años un médico lo trasladó a una clínica con el pretexto de que necesitaba unas pruebas que solamente se hacían allí. Pero la Maña supo de inmediato que en realidad lo llevaban a morir. El sitio estaba lleno de personas en sillas de ruedas y de gente desahuciada.
—No me dejarás nunca, ¿verdad? —le preguntó su marido momentos antes de morir, pasándole el brazo por detrás de la nuca, dos días después de su ingreso.
Y en ese momento la Maña se encontró sola por primera vez en su vida. No tenía familiares cerca. Le queda una cuñada, a la que visita de vez en cuando en Madrid. También unos sobrinos, que siguen en el pueblo. Ninguno de ellos supo jamás a qué se dedicaba —y se dedica— la Maña. Tampoco lo han sabido sus vecinos, convencidos de que sirve mesas en un restaurante.
La conversación de la Maña vuelve a su época favorita, la de unos clientes que no escatimaban en gastos:
—Ahora regatean, quieren un completo por veinte euros. Si pagas diez por la habitación, ¿por cuánto me muevo? ¿Por diez euros? Por diez euros no me quito ni un zapato. Yo llegaba al local a las once de la noche y me iba unas horas más tarde con hasta 30 000 pesetas en el bolsillo. Entonces me iba directa al bingo y allí me pasaba una hora echándome un cartón.
—Venga, Maña —le echa en cara la Chumi—. ¿Un cartón, una hora? Si un cartón dura diez minutos.
—Bueno, pero tenía a mis amigas allí. Una invitaba a la otra, y así íbamos haciendo.
Precisamente este viernes se celebra el trigésimo aniversario del bingo que le queda más cerca de su casa.
—La primera que puso un pie en ese bingo, la primera que cogió una mesa, fui yo. El otro día se lo dije al jefe de sala. Lo cogí y le dije: «Oye, yo fui la primera que pisé este bingo. Me harás un regalo, ¿no?». Y el jefe de sala se rio. Pero me dijo que sí. Que me dará el regalo.
La Maña no ha perdido la práctica a la hora de que los hombres la inviten.
Otra de las legendarias reinas en el arte de clavar los tacones en el barrio del Raval es Paquita. Esta anciana de belleza persistente, que puede mostrarse tierna como una madre justo antes de lanzar los tacos más obscenos, pasa la mayor parte del tiempo en un piso situado en un edificio renqueante, rodeada por un universo de figuritas de porcelana.
—Mira qué gargantilla llevaba, de brillantes —me enseña una foto—. Esta era una esclava de oro y pesaba una barbaridad. Cincuenta kilos de oro tuve yo.
Pero ya no los tiene. Ha tenido que venderlos a medida que pasaban los años. Lo que no ha perdido es su coquetería:
—Siempre me eligen a mí para los reportajes sobre cómo era el barrio porque todavía tengo buen aspecto.
Y es tan cierto que dan ganas de decirle: «Estás muy guapa, Paquita. Y tienes un brillo en la piel que es la envidia del barrio».
Paquita ejerció la prostitución desde los 22 hasta los 66 años. Dice que si le saliese la oportunidad, igual se iba con un cliente. Pero hace años que esa oportunidad no se le presenta porque casi no sale de su casa.
—Ahora llevo cuatro días sin salir de casa, porque si salgo… Un cortado cuesta 1,10 euros. Y ya es dinero.
Hoy ha dejado atrás las paredes de su casa porque se lo he pedido. Y juntas paseamos por un barrio que casi no reconoce. Ya no están aquellos meublés que ocupaban edificios enteros, los bares de alterne y las casas de gomas y lavajes. En su callejero sentimental había una bodega donde ahora hay una tienda de alimentación. En el sitio de un bar de lesbianas ahora hay una tienda de móviles. Otro bar, Les Fabes, es un colmado. La carnicería y la pastelería hace años que están cerradas. La farmacia es de los pocos negocios que ha conseguido sobrevivir.
—Esto está lleno de rumanas que se acuestan con cualquiera por cinco euros —dice.
De paseo por el barrio es cuando Paquita me habla de sus inicios. De cómo perdió la virginidad con un chico de Reus cuyo padre tenía caballos.
—Por eso me metieron en un convento.
Cuando salió del convento Paquita se dio de bruces con el desengaño: el chico con el que había perdido la virginidad llevaba dos años y medio con otra chica. Por eso decidió marcharse a Barcelona, donde empezó a trabajar como criada a cambio de 250 pesetas al mes. Pero en aquella época pasaba mucha hambre:
—La gente rica no te da nada. Por la mañana, una pastita y un café con leche. A la hora de comer, ellos comían ensaladilla o sopa, que yo les cocinaba, y las chicas del servicio nos comíamos las sobras. Por la tarde, café con leche y otras pastitas. Y por la noche, como ellos no tenían hambre, nosotras tampoco comíamos. Esa gente no comía por no cagar —dice sarcástica.
Paquita se queja de que los señores, además, se te colaban a escondidas en la habitación.
Un día Paquita bajó a Las Ramblas, a un bar que se llamaba La cuadra, y allí encontró a una chica que también era criada, gallega, y le enseñó cómo se prostituían las mujeres en esa zona.
—En la calle d'en Roca, en un callejón, fue la primera vez que hice de prostituta. Yo estaba muy nerviosa. Todavía recuerdo al chico. Me vio que era una cateta, una ignorante. Y me dijo: «Ten cuidado que no te coja un macarra, que tú eres muy joven». Ahora los llaman chulos, antes eran macarras.
En sus inicios Paquita aún era menor de edad. Como en muchos meublés no permitían la entrada a menores, recurría a habitaciones furtivas. Como aquella vez que tuvo que caminar hasta Montjuic desde Las Ramblas porque allí había un hotel donde no pedían documentación.
—¡Hostia puta!, aquello era un buen trozo —recuerda Paquita.
A partir de entonces Paquita empezó a ganar dinero y a comer mucho mejor. Podía comprarse buenos vestidos, arreglarse las uñas, sentarse a diario en la peluquería, ponerse pestañas postizas, incluso vestirse con abrigos caros. Combinaba sus abrigos con faldas, aunque nunca demasiado cortas, para evitar que la policía la detuviese. Eso sí, a lo que no renunciaba era a llevar un buen escote bajo el abrigo.
Para Paquita, que siempre se previno de macarras, los vendedores ambulantes de joyas que recorrían Barcelona y sus burdeles a diario eran los únicos hombres que le sacaban el dinero. Llegaban con sus estuches de terciopelo cargado de oro y brillantes, anillos de piedras preciosas, pulseras, pendientes y gargantillas de alfombra roja que abrochadas a su cuello la hacían parecerse a Elizabeth Taylor. O así lo creía ella. Aceptaba pagarlas casi al doble de lo que costaban si se lo fraccionaban en más pagos, porque calculaba que con unos pocos hombres a los que contentara cada día podría ir afrontándolos. Y en cada adquisición, que fueron muchas, pegaba un puntapié más al hambre que había pasado y se llevaba a casa un trocito de refinamiento y de triunfo. Era el brillo de las señoras. A ver quién iba a atreverse en su baño de oro a verla como una cateta o una puta.
Y ya no abandonó el barrio. Cambiaba de sitio con frecuencia para que la vieran más, para que la vieran mejor, para que la vieran nuevos clientes. Así acabó conociendo a tanta gente.
—¡Paquita, cuánto tiempo sin verte! —grita un hombre desaliñado desde un callejón—. ¿Dónde has estado, que no te he visto?
—En Reus —miente ella.
—Ah, ¿y ella quién es, tu sobrina o tu amiga? —pregunta refiriéndose a mí.
—Sí, mi sobrina. Pero tiene carrera. Es periodista.
Aclarado. No soy del ambiente.
—¿Y vienes a traer algo para venderme?
—No. Ahora no —responde Paquita, quien acto seguido me explica quién es ese hombre—. Él trabajaba para Carmen de Mairena.
—Le hacía las camas —asegura el hombre, refiriéndose al meublé que tuvo muchos años el popular travestí—. Trabajaba cuatro horas y me daba veinte euros.
—Yo es que tuve que venderle a él —al hombre desaliñado— una medalla, una sortija, una cadena y una pulsera. Es que estamos como las putas en cuaresma.
—No pasa nada —responde el hombre—. Yo cuando me rompí la cadera también tuve que vender, porque no llegaba a pagar la casa. Esas cositas valen para eso, para lucirlas y cuando va uno mal, venderlas. Venga, me alegro mucho de verte, Paquita.
—Y yo también. Adéu, adéu.
Alternando en un bar fue como conoció a su marido, que tenía cinco bares en la calle d'En Robador. Como era francés, a ella empezaron a llamarla «la francesa». Él había desertado en la segunda guerra mundial, y luego volvió a su país.
—A mí me ayudó mucho. Me puso en la barra de uno de sus bares y trabajaba para él. Así mi hijo podía estudiar. Yo no sé quién es el padre de mi hijo. Pero él se portó como un padre.
En sus buenos tiempos, Paquita incluso podía pagar para que una chica se hiciera cargo de su hijo. Aunque ahora no guarda buena relación con él y llevan unos años sin saber nada el uno del otro.
A la buena vida de Paquita también contribuyeron los americanos. En aquella época los buques de la Sexta Flota americana empezaron a atracar en el puerto de Barcelona gracias a un acuerdo de Washington con el régimen de Franco —prácticamente en bancarrota—. En su primer atraque, las autoridades y mucho público los recibieron en el muelle con carteles de Welcome o Friends. Mientras, la ciudad se engalanó con banderas norteamericanas para atraer el dinero fresco que llevaban para gastar en las tiendas, en los bares y en las mujeres.
Entonces el Barrio Chino se llenó de los gorritos blancos de los marineros y pasó de ocupar cuatro calles a extenderse por el centro de la ciudad. Por todos lados se veían yanquis del brazo de prostitutas españolas que se besaban sin pudor, pese al recato de la época. El servicio de una prostituta, que costaba 15 pesetas, al americano se le cobraba a cinco dólares, que entonces eran 122 pesetas. A las mujeres que seguían a los marines de puerto en puerto alguien las empezó a llamar gaviotas. Paquita no era de esas, pero sí de las que los atendía solícita durante su estancia en Barcelona. Paquita incluso aprendió a hablar inglés.
—Yo he aprendido a hablar idiomas sin estudiar. Les decía: «Come here, fuck good, not too much moneys, ok». Ahora muchas no saben ni español, hostia puta —se queja.
Aunque no todo era tan fácil. La llegada de los americanos también atraía a muchos policías, que extremaban las redadas. Pero las chicas se las ingeniaban para no perder el negocio:
—Si nos invitaban en la barra a una menta o a un gin-tonic no te podías arrimar, por si acaso había policías de paisano. En la calle era todavía más complicado. Primero, tenía que asegurarme de que no hubiera moros en la costa. Luego, tenía que indicarles que yo iba primera, delante de él, y me dirigía hacia el meublé. En esa época, si la policía te encontraba cogida de la mano, te arrestaba.
La Maña sale de su letargo cuando ve a Paquita acercarse al bar Alegría. Se alegran de verse y se besan. Ambas arrastran la historia de un barrio que las acogió y que en la recta final las ha abandonado a su suerte. Será el maquillaje, la coquetería o el desparpajo, pero no transmiten derrota. Parecen estar esperando a que los hombres vuelvan para desempeñar lo que perdieron y regresar a lo que son. La Maña y Paquita trabajaron mucho juntas.
—¿Y qué haces ahora, Paquita?
—Me levanto, lavo algo, siempre hay algo que hacer en la casa. Mi casa es pobre, pero tengo un techo, que hay compañeras mías que ni siquiera tienen donde dormir.
—Aquí todo está mal —dice la Maña, aguantando la puerta.
—La gente piensa que mi ropa es de estreno, pero no. Es de toda la vida, solo que cuido las cosas —dice Paquita—. Voy a comer al comedor social, pero la comida de ahí no me gusta nada. Y si tengo dinero, bajo al bar a tomarme un cortado. Ahora les debo 100 euros por los cortados.
—Estoy sola, porque mi marido murió y me quedo en casa —contraataca la Maña—. Ayer cerró el bar Alegría y me quedé en la cama. A dónde iba a ir. Gracias a Dios, tenemos para vivir. En plan de pobres, ojo, pero tenemos la vida ya arreglada. Sin lujos, ni nada, pero arreglada. Aquí venimos más que nada a distraernos.
—Yo no vendría —responde Paquita—. Yo para distraerme no vendría.
Ambas son muy vitales, pero su conversación no es lo que se dice una fiesta.
Ahora la Maña vive con su pensión de viudedad y los dos o tres clientes que tiene al mes, viejitos que llevan toda la vida pagando por sus favores. Pero últimamente también fallan. El dinero ahorrado lo ha ido gastando en mantenerse desde que empezó a decaer el trabajo. Para llegar a final de mes, ha realquilado una habitación del piso que le compró Toni en el Ensanche, un barrio de la clase media-alta de Barcelona. Eso le hace sentir tranquila porque ahora tiene compañía por las noches: si le pasa cualquier cosa, la Maña estará atendida.
Un agente de la Guardia Urbana se nos acerca. Antes de que pueda abrir la boca, Paquita se adelanta.
—No hacemos nada —dice.
El agente asegura haberme reconocido y sentir curiosidad por saber qué hago allí. Al ver que no hay peligro, Paquita se relaja.
—Mi marido tenía cinco bares —le cuenta al agente—, pero me he quedado sin nada porque él murió y nunca pagó autónomos, el cabrón.
Paquita, igual que la Maña y la inmensa mayoría de las prostitutas, no cotizó nunca. Cuando llegó a la vejez, pudo pedir una pensión no contributiva y ahora cobra menos de 400 euros al mes.
La Maña y Paquita no son las únicas que viven con lo justo, que se sienten solas y que aún sufren cierto rechazo social: así están muchas prostitutas retiradas. Pensando en ellas, la ONG El Lloc de la Dona ha organizado un grupo para prostitutas de más de 60 años que ahora integran catorce mujeres. Una vez al mes quedan a merendar y hacen excursiones culturales por la ciudad. Y entonces nada las diferencia de cualquier otro grupo de mujeres ancianas.
—Una multa, mira —dice Paquita cuando ve que la Guardia Urbana para a una de las mujeres que espera clientes.
—Ya —responde la Maña.
Le han puesto una multa por ofrecer servicios sexuales a menos de 200 metros de una escuela, siguiendo la normativa de civismo del Ayuntamiento de Barcelona. No importa que sea sábado. La prostituta ha tenido suerte porque la norma contempla penas de hasta 3000 euros y a ella le tocará pagar 375. Y se librará del calabozo porque afortunadamente tiene papeles.
Paquita maldice a la policía entre dientes. Ella, a diferencia de la Maña, sí que pasó algún tiempo en la cárcel.
Caminando por la calle Sant Pau con una amiga, en plena Semana Santa, un policía secreto las detuvo. Tuvieron que cambiar una cita con dos hombres suizos por una reclusión de quince días, sin derecho a ducha ni paseo, en la legendaria prisión Modelo de Barcelona. Cuatro mujeres encerradas en un cuartucho con cuatro catres en los que saltaban las chinches. La segunda vez, en Ríos Rosas, ya se había sacado la cartilla sanitaria, la tarjeta que acreditaba su estado de salud y que era obligatoria para las prostitutas, y por eso estuvo solo ocho días.
—Fueron los peores días de mi vida —recuerda Paquita—. Después de eso tuve que ponerme a trabajar como una loca. No podía quedarme en la calle.
La Maña y Paquita se preparan para la despedida.
—Se te ve muy guapa, Paquita —dice la Maña.
—Y a ti también. Yo te tengo mucho cariño, que has trabajado conmigo —repite cogiendo de las manos a la Maña.
—Adiós, Paquita. No tardes tanto en volver.
—Adiós, Maña.
—Mucha mierda —le dice Paquita cuando nos marchamos a la mujer que acaban de multar.
—Gracias.
Al marcharse, Paquita deja tras de sí un puñado de prostitutas, mayoritariamente extranjeras, que siguen en la calle. La música que inundaba los bares ya no suena y una radial de las obras de un edificio es la que marca el ritmo del barrio. A pocos metros se erigen la nueva filmoteca y un hotel de lujo desde cuya terraza circular se observa toda la ciudad hasta el mar.
Desde la cristalera del bar Alegría ahora puede verse a un hombre subsahariano que se planta delante de una prostituta blanca de cuarenta y tantos. Ella no le hace caso. Una mujer nigeriana que se suma al trabajo con zapatos de cuña blancos. Un hombre viejo que se acerca a una joven con la nuca rapada y con una coleta. Él le musita algo, ella le responde con desprecio mirando hacia otro lado. Un grupo de mujeres rumanas que se hablan a gritos de una acera a la otra. Un hombre que se acerca a una mujer y mantienen la siguiente conversación:
—¿Cuánto?
—30.
—¿Y qué haces?
—Francés con goma. Griego no.
Paquita me había hablado de los trabajos que hacía antes. Los hombres, me contaba, no pedían francés ni griego. Primero, porque no se llamaban así:
—En aquella época venían y te decían: «¿Tú la chupas?». Y yo siempre respondía: «Tu puta madre, cabrón».
Y, segundo, porque las prostitutas no accedían a ello:
—Las antiguas no hacíamos esas cosas porque nosotras éramos prostitutas, pero decentes, que no hacíamos nada de vicio, ni chuparla ni por el culo. Unas lo hacían porque, si no, les pegaban. Pero yo nunca tuve que hacer eso. Veía a las pobres a las que les obligaban y me daban pena.
La mujer y el hombre de la conversación anterior entran juntos al número 25 de la calle y suben unas escaleras con las paredes desconchadas. De ese mismo edificio sale una mujer brasileña a punto de cumplir los 60, abuela tres veces, que se despide sin mucho interés de un cliente pidiéndole fuego para un cigarro. Tiene ganas de dejarlo. Está cansada de las horas de espera para tener un cliente, de que las tarifas bajen, de los pasillos con olor a lejía, de esas habitaciones con camas viejas, de compartirlas con otras chicas porque los alquileres son carísimos, de las cajas metálicas de galletas llenas de preservativos sobre una silla robada a un bar. Esta mujer ya ha ganado dinero para comprarse un terreno en Brasil y podría poner unas vacas, vivir tranquila, dedicarse a pasear.
—¿Y por qué no lo hace de una vez? —le pregunto.
—Cuando una es puta una vez, es puta siempre —me responde.
La Maña sigue en ese momento en el sofá del bar Alegría. Paquita hace rato que ha regresado a su encierro entre figuras de porcelana.
En el bar Alegría, la Maña pinta de rojo sus labios arrugados mientras se mira en el reflejo de una jukebox de los años 60. Fuerza la sonrisa tensando las comisuras y desliza el pintalabios con suavidad. Con su melena pajiza se ha hecho un moño antes de salir de casa y lo ha rociado de laca...
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Samanta Villar
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