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El joven Albert se pone de portero porque su abuela le tiene prohibido jugar al fútbol y revisa cada noche con meticulosidad las suelas de sus zapatos. Si están gastadas le da una paliza, no van las cosas como para derrochar en calzado. El joven Albert es portero, y años después escribirá :"Todo lo que sé de la moral se lo debo al fútbol”. El joven Albert, el guardameta de la Universidad de Argel, el existencialista Camus, no pensaba en la FIFA cuando pronunció esta frase.
Seguramente durante los últimos días ustedes han podido leer y escuchar historias sobre la FIFA que darían para llenar una novela. Una negra, negrísima, con poderosos corruptos y países adinerados rompiendo las reglas del juego. No se lleven las manos a la cabeza, era vox populi que el máximo organismo del fútbol mundial funcionaba de manera poco clara. Opaca, más bien. Y es que la FIFA es una asociación de asociaciones, un mastodonte con poder casi infinito que aprovecha sus prerrogativas para, entre otras cosas, poseer una justicia propia, unas normas endogámicas que ellos mismos se encargan de aplicar y que destacan por su arbitrariedad. Un sistema que lleva funcionando igual desde hace décadas…
Sin embargo, analizar la historia de la institución puede hacer que relativicemos la importancia de los últimos hechos. Sobornos, tráfico de influencias y nepotismos quedan empañados por los pasados pecados de la FIFA. Y es que esta federación de sueños en el campo carga sobre sus espaldas con un pasado truculento y vergonzante. Un pasado que bien puede quedar definido por algunos de sus hitos menos dignos. Dictaduras militares, xenofobia, sexismo… Bienvenidos a la Historia negra de la FIFA.
Existe la tentación de pensar que el fútbol, y con ello su máximo organismo, se pudrió con la profesionalización excesiva, con la mercantilización de lo que ahora es un producto y solo lejanamente parece deporte. Pero la idea es falsa. Ya en 1933 el uruguayo Petrone abandona la Fiorentina italiana, cansado del histrionismo creciente de un fascismo que combinaba, cada vez con mayor efectividad, la opereta y la violencia más cruel. A Petrone, uno de los mejores jugadores de la época, le empezaban a mirar raro por ser extranjero, comenzaba a no sentirse a gusto en un régimen que cada mañana reprimía una nueva libertad a golpe de ley. Y se fue, claro, porque sobre todo era un ser humano. La respuesta de la FIFA, en 1933, es fulminante. Después de un proceso que dura casi un año, le prohíbe seguir jugando al fútbol, abocándole a la retirada. La causa era incumplimiento de contrato. Petrone, autoridad mediante, debe abandonar el juego antes de cumplir los treinta años. Años después la FIFA sanciona con un año de suspensión a los húngaros Puskas, Czibor o Kócsis. ¿Su delito? No querer regresar a un Budapest ocupado por las tropas soviéticas, que habían sofocado la revolución de 1956 mientras los futbolistas estaban jugando un partido de Copa de Europa en Bilbao. Años antes Kubala había perdido dos años de su vida deportiva por protagonizar una acción parecida. Los acuerdos están para cumplirse, el orden está para ser respetado. Aunque vuelen las balas, aunque el orden sea opresión. Cuando en 1968 los deportistas franceses se suman a las barricadas (con Raymond Kopa a la cabeza) para protestar por un sistema de contratación que roza el régimen feudal, la FIFA vuelve a amenazar con represalias. Era sistema viejo, conocido. Pero efectivo para imponer el orden.
Claro que la Asociación, el tótem supremo del fútbol mundial, siempre tuvo más amistades entre los poderosos que entre los pobres, siempre gustó más de los despachos que del propio terreno de juego. Puede que el momento del gran cambio sea el año 1974, cuando Jean-Marie Faustin de Godefroid Havelange, conocido como Joao, conquistaba la presidencia de la FIFA, con sus ideas de mundializar el fútbol y, sobre todo, atraer a nuevos inversores. Un hombre recto, autoritario, buen amigo de Castelo Branco, de Garrastazu Médici, de Geisel. Van comprendiendo, ¿verdad? Un hombre que al ser preguntado por aquello que más placer le daba en el fútbol respondió, impertérrito, que la disciplina.
Por supuesto, no puede extrañar que semejante personaje celebrase alborozado el “éxito” del Mundial de 1978, el de Videla, el que tanto recordaba a los Juegos Olímpicos de Berlín. Como no puede extrañar que a ninguno de los mandatarios de la FIFA desplazados a Buenos Aires se les pasase por la cabeza denunciar algunas de las atrocidades que allí se estaban cometiendo, a pocos metros del Estadio Monumental. Las pocas voces que se alzaron en contra (una de ellas la de Johan Cruyff, que se negó a acudir a la cita) eran tachadas de racistas. “Ustedes desde Europa juzgan las cosas sin saber”. La FIFA, desde el mundo, sabía. Pero callaba, aun sabiendo.
Un año antes de ser elegido presidente Havelange, en 1973, la FIFA autoriza y promueve otra de esas astracanadas que serían bufonescas de no resultar trágicas. En aquel año la URSS debe de enfrentarse a Chile por una plaza para jugar el Mundial del año siguiente, el de Alemania Federal donde los anfitriones perdieron su histórico duelo frente a los vecinos Orientales. Después de conocerse este emparejamiento se produce el golpe de Estado del 11 de septiembre (sí, hubo un 11 de septiembre antes del 11 de Septiembre) y los soviéticos se niegan a jugar frente a la selección chilena, como protesta simbólica contra Pinochet. Qué importaba. Al Estadio Nacional de Santiago saltaron los jugadores chilenos, que gambetearon un rato como si jugasen contra un rival que realmente estaba en Moscú, llegando incluso a marcar goles bien celebrados por su alborozada hinchada. Por supuesto, Chile fue al Mundial. Por supuesto, la URSS fue sancionada. Huelga decirlo, Havelange estaba complacido.
Curioso mundo este del fútbol, que parece atraer a dictadores como moscas a la miel. La sensación de poder, de victoria, el uso de los sentimientos para domeñar, o al menos calmar, a las masas. Y es que ya se sabe que las ideas irracionales solamente se pueden defender apelando al corazón, porque la misma razón es incapaz de sostenerlas. Seguramente fue por eso por lo que Pinochet se hizo presidente de Colo-Colo, el club con más aficionados de su país, y García Meza hizo lo propio con el Wilstermann boliviano. Y hasta el mismo Médici posaba contento con los jugadores brasileños tras la conquista del Mundial de 1970. “El fútbol es bueno para que la gente no piense en otras cosas más peligrosas”, dijo Vicente Calderón, sempiterno presidente del Atlético de Madrid. “No he visto presos políticos en Argentina, solo un país donde reina el orden”, dijo Berti Vogts, capitán de Alemania, sobre la Copa del Mundo de 1978…
Tampoco se ha contado la FIFA entre los más fervorosos defensores de la igualdad en el deporte. En 1921 Epitácio Pessoa, presidente de Brasil, prohibió que la selección alineara jugadores negros, y nadie dijo nada. En aquellos años Carlos Alberto se blanqueaba la cara con polvos de arroz antes de saltar al campo, mientras que otro brasileño, Friedenreich, se planchaba su rizado cabello de ascendencia africana para intentar pasar desapercibido. No importaba, la FIFA calla. Son problemas internos, justificaban. Algo que, vimos, no importaba para intervenir en otras situaciones.
El fútbol femenino también ha sido un olvidado para la FIFA, al menos hasta los últimos años, en los que se ha procurado potenciar el Mundial con una venta conjunta de derechos televisivos. Sin embargo, queda aún mucho camino hasta conseguir solamente un mínimo reconocimiento. Algo que no debe de extrañar, si tenemos en cuenta que Jules Rimet, el padre de la Copa del Mundo, el más longevo presidente de la FIFA, era totalmente contrario a la incorporación de la mujer al deporte del balón. “Ellas tienen otros deportes más recomendables, menos violentos”. El Mundial femenino habría de nacer 71 años después que su homónimo de hombres.
Así que cuando lean que la FIFA está salpicada de casos de corrupción, que algunos de sus miembros aceptan sobornos para escoger tal o cual país en el que se ha de celebrar tal o cual torneo, reflexionen sobre la historia de la institución. Y podrán darse cuenta de quiénes son, realmente, los dueños del fútbol.
El joven Albert se pone de portero porque su abuela le tiene prohibido jugar al fútbol y revisa cada noche con meticulosidad las suelas de sus zapatos. Si están gastadas le da una paliza, no van las cosas como para derrochar en calzado. El joven Albert es portero, y años después escribirá :"Todo lo que sé de la...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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