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Vuela la bola, vuela. Vuela de la mano a la madera, vuela girando en el aire, vuela sobre el cutio en dirección a la caja. Vuela la bola, vuela, como volaba el Platko de Alberti, como vuelan las hojas caídas en los árboles que rodean al corro. Vuela la bola, cae, choca con el suelo, rueda un poco, derriba el palo. Rueda la bola, rueda, mansa, hasta quedar a mitad de bolera, quizás algo escorada al pulgar, birle perfecto. Y allí se para, quieta, esperando. "Tres", grita, con fuerza, el pinche. Y, de nuevo, hay otra bola en el aire.
Algo de atávico tiene el juego de los bolos para los montañeses. Algo de orgánico, de sacrificio casi telúrico a un espíritu común, compartido por todos los miembros de una cierta cultura, de un cierto pasado, de una cierta forma de ver la vida. Con lluvia, con niebla, con un color verde que empenacha en grises allí donde las cumbres juguetean con la barriga del cielo. Algo de consustancial tiene ese bolo palma, porque el deseo del ser humano por derribar lo que, arrogante, se muestra vertical, es, seguramente, natural, una forma de trascender, de dejar huella. Lo que estaba ya no está, parece que nunca estuvo. Pero aquí el proceso se ha complicado hasta extremos inimaginables. No piensen en los bolos de las películas americanas, porque no tiene nada que ver. Aquí hay una bolera rectangular, la mayoría de las veces al aire libre, con una longitud de unos cuarenta o cuarenta y cinco metros. Y, en el centro, nueve bolos estrechos, finísimos, junto a otro aún más pequeño. La cosa consiste en lanzar las bolas desde un lado volando sin tocar el suelo (bolas de hasta dos kilos que recorren veinte metros…) y devolverlas luego desde el otro rodando. Y en el camino intentar tirar el mayor número de palos posibles, claro. Que no es fácil, ni mucho menos. Busquen vídeos. Y luego piensen que en las imágenes aparecen los mejores jugadores, y que ustedes difícilmente acertarían a un bolo desde esa distancia. Prometido.
Pero decíamos que siempre se ha jugado a los bolos en Cantabria. Siempre. No en vano tenemos documentos del siglo XVIII en los que la ciudad de Santander, tan digna ella, prohibía practicar este entretenimiento en sus calles. Las razones eran que interrumpía el tránsito de los viandantes y las carretas. Excepción, con todo, ya que los bolos es un juego rural, propio de los pueblos, el entretenimiento perfecto de los pastores durante las largas temporadas pasadas en brañas y seles cuidando el ganado común. Una manifestación rural con sus propios tiempo, con su latir reposado.
Cada pueblo tiene su bolera. Rodeada de árboles para poder seguir el juego a la sombra en verano. Situada junto al bar, normalmente. Y es que el calendario tradicional en esas zonas apartadas, en esas pequeñas comunidades tan unidas desde hace cientos de años, es claro. El domingo primero se acude a la misa, después se reúne el concejo (una especie de asamblea vecinal donde se decide sobre temas que afectan al conjunto de la población) y más tarde se va a la taberna. Allí se toma blanco, ese vino espeso y de olor penetrante que se sirve en Cantabria siempre helado, siempre en frascas de barro que se rellenan varias veces antes de volver al hogar. Olvídense de taninos, de catas, de explosiones de sabores, porque esto es otra cosa. Olor a blanco. Y bolos, claro. A jugar a los bolos mientras se charla, mientras se bebe, mientras se comparten las horas. Se juega arriba los gananciosos, lo que significa que el jugador, la pareja o la cuadrilla que gana en cada partida continúa en la bolera hasta que pierda, y son los demás los que van, en buen orden, intentando derrotarla. Los gananciosos. Y el retinglar de fondo.
¿El retinglar? Pues sí, porque si algo destaca en el juego de los bolos al recién llegado (además del gran número de normas existentes, algunas casi incomprensibles en un primer momento, entre rayas, tiros y quedas) es el lenguaje propio que posee. Un vocabulario rico, fresco, con ese regusto amable y contundente que tienen las palabras entre las casas de piedra, entre los prados, entre las fuentes que manan agua casi congelada. Todo un juego de sonidos que hace cosquillas al odio, que cuchichea hablares que se quedaron en el hablar, que ya no están, que fueron pero no son. Y así se dice retinglar cuando se apunta el sonido que hacen los bolos al golpear los unos a los otros (bolos de madera de abedul, de encina, de cagiga, de cualquier árbol autóctono de la zona), igual que se llama corta de fleje a la bola que no vuela el suficiente espacio antes de tocar el suelo, o coneja la que se manda blanca sin derribar ningún palo Y los tiros se pueden hacer a la mano o al pulgar, dependiendo del efecto que se imprima, y con ellos es posible buscar la panoja, el bolo central, que vale doble si cae solo, o tirar la fila, o intentar el castro, esa diagonal tan complicada que siempre acabas dejando madera pinada. O, suprema dificultad, jugar al emboque, derribando de una sola vez el primer bolo de la fila central y ese más pequeñito, casi diminuto, que está junto a los demás y que se llama cachi. Girar endiablado en la esfera para conseguirlo, rebrincar en el mismo golpe, alborozo para celebrarlo. La jugada maestra, la que más vale. La más difícil, también. El lenguaje propio. El cutio, la caja, el corro.
Y los propios campeones, las leyendas de este juego. Nombres que nos hablan de un origen propio, de una idiosincrasia particular, casi a medio camino entre el retablo de costumbres a lo José María Pereda y el toque de realismo fantástico que Manuel Llano introducía en sus cuentos antes de que nadie hablase de Carpentier, de Macondo, de esas cosas. Como aquel Zurdo de Bielva, que ni era zurdo ni nació en Bielva, maestro supremo del arte del emboque, siempre con su boina calada, siempre con sus bolas pequeñas, con su aspecto de junco a punto de quebrarse. O los Mallavia, con el viejo Telesforo a la cabeza, esa estirpe de comerciantes pasiegos que decidieron aposentarse en Torrelavega hace más de un siglo y contribuyeron a crear parte de lo que la ciudad hoy en día es, mientras se dedicaban a jugar a los bolos, algunos mejor que otros. O Tete Rodríguez, que es la mayor leyenda que ha habido en este juego. Un señor que se apellida Rodríguez. Al que llaman Tete. Que nació en un barrio de un pueblo. Pura esencia de un carácter específico.
Hace un tiempo los bolos dejaron de ser un juego para convertirse en un deporte. Primero fue la Peña de Las Higueras, en los años sesenta, la que reunió en sus filas a cuatro de los mejores jugadores de la época, conformando lo que se conoció como La Partidona. ¿Cómo lo hizo? Pagándoles un sueldo a aquellos que, hasta entonces, jugaban por entretenimiento o, como mucho, por los premios que se daban en cada concurso. Porque en todos los pueblos, en todas las fiestas patronales, había concurso de bolos. Es algo necesario, intrínsecamente unido a las verbenas en La Montaña. Hay bolos, hay bailes regionales, hay puestos con rosquillas de anís. Más tarde, en los años ochenta, llegó la televisión, y se popularizó el concurso del Millón (nada menos que un millón de pesetas de la época para el ganador…), se pintaron los bolos de verde para que se pudieran distinguir mejor en aquellos aparatos que no eran HD y que, casi siempre, sintonizaban mal. Y más tarde, con los primeros años del siglo XXI, se firman contratos realmente apreciables entre los ases, con las televisiones regionales alcanzando cotas de audiencia inimaginables años atrás, con los bolos entrando en todos los hogares.
Hoy la fiebre ha remitido ligeramente, los sueldos han bajado, los medios prestan menos atención. No importa, o no debería importar. Al lado de cada bar siempre hay una bolera en los pueblos de Cantabria. Siempre alguien prueba suerte con su vaso al lado, a medio beber. Siempre hay niebla, allí, en las montañas, y parece que va a empezar a llover dentro de no demasiado. El viento mueve las hojas de los árboles. A lo lejos se puede ver el ganado pastando en prados tan verdes que parecen lienzos pintados. Vuela la bola, vuela. Y se escucha, al fin, el retinglar…
Vuela la bola, vuela. Vuela de la mano a la madera, vuela girando en el aire, vuela sobre el cutio en dirección a la caja. Vuela la bola, vuela, como volaba el Platko de Alberti, como vuelan las hojas caídas en los árboles que rodean al corro. Vuela la bola, cae, choca con el suelo, rueda un poco,...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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