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"Lees como un adolescente", me dijo con cariño Santiago Jaureguizar hace unos días mientras tomábamos un café en una de las terrazas de la Plaza del Campo, en el casco histórico de Lugo. Segundos antes yo le explicaba que a veces, cuando me encuentro con una frase genial en un texto, siento la necesidad de detener la lectura, cerrar el libro, y exclamar, con la mirada perdida en el talento ajeno, "qué hijo de puta".
Qué hijo de puta el autor. Cómo ha sido capaz de reunir tantas imágenes y comprimirlas en una sola frase capaz de evocarlas todas. A veces escribir consiste en eso, en rescatar el diamante que el tiempo y la costumbre han escondido en el carbón. Hubo una época en que solo me sorprendía el razonamiento bien construido y su conclusión, fuese acertada o errónea. Pero con los años me ha ido cautivando la belleza de la frase inesperada, construida sobre el verbo inesperado, el adjetivo inesperado, el significado inesperado. Como he leído hace poco, una buena frase no te salva el mes, pero te salva la tarde. Yo me conformo con que me salve un par de minutos. Incluso menos. Un instante en el que pueda cerrar el libro y decir "qué hijo de puta".
Pero Jaureguizar tenía razón. Con la edad aprendes a leer de otra manera. A dejar que las letras corran hacia atrás, como farolas en una autopista, y a saltar de línea en línea y de párrafo en párrafo y de página en página sin sentir la necesidad de detener la lectura ni exclamar nada. Yo también me he acostumbrado a leer así. De forma automática. Porque lo trágico de las sorpresas es que cada una de ellas reduce la capacidad de la siguiente para sorprenderte, y llega un momento en el que apenas queda en pie un puñado de frases inesperadas.
Sin embargo, algunos días, mientras miras distraído hacia otro lado esperando a que termine la lavadora o que el camarero te sirva otro café, todavía te encuentras de improviso con alguna. Lees un texto cotidiano, habitual. Un texto sin pretensiones que en vez de un texto podría ser sacar al perro o comprar el pan. Un texto que ya has leído cien veces, aunque ésta sea la primera. Y de repente la frase perfecta se precipita sobre ti desde la medianía, imprevisible. Y sientes que te ha desarmado y que en esa batalla el perdedor eres tú. Y entonces cierras el libro, sueltas el periódico, bajas la tablet, apartas la vista del monitor, y piensas "qué hijo de puta".
No lo recuerdo bien, pero creo que le hablaba a Santiago sobre La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra. No conocía al autor. Mi amiga Julia Gebhard me había recomendado la novela y no sabía qué me iba a encontrar. Al terminarla pensé en Chile, en cómo todos sus novelistas son en el fondo poetas, y sus poetas pintores, y en que el país podía guardar ya sus ropas de luto por Bolaño en el armario. He encontrado algunas reflexiones sobre la literatura de Zambra en los días posteriores que me reafirman en mi juicio. César Casal González califica su escritura como arquitectura mínima y perfecta. Patricio Fernández lo considera el escritor de su generación que más lejos ha llegado. Y no me extraña. Su estilo es de una originalidad y calidad poética admirables. Un profundo dominio de la técnica narrativa se aprecia desde la primera página. Sabes que no estás ante un texto cotidiano, habitual. Crees que puede tratarse de un buen libro pero no crees nada más. No hay motivo para hacerlo. Pero entonces, cuando estás entretenido adivinando al autor en Julián, el protagonista, y te despista hallar en el narrador pensamientos que son del escritor y la sospecha de que en la ficción de la novela se atreva a reescribir su primera novela, una frase inesperada y rotunda te asalta desde algún rincón entre dos líneas, y te noquea mientras cierras el libro delante de tu cara y murmuras "qué hijo de puta".
Creo conocer a Alejandro Zambra. Es ese tío que estudió Literatura no para ser escritor, sino para tener la excusa y el tiempo necesarios para leer. Para encontrarse, de vez en cuando, con una frase inesperada. Cada vez quedan menos, es más difícil encontrarlas, pero la próxima vez que lo haga seguiré experimentando la misma sensación y pensando que la literatura es eso y que en eso hay verdad. Y por un momento, solo durante unos segundos, será fantástico poder volver a leer una vez más como un adolescente, cerrando el libro y exclamando "joder, qué cabrón".
"Lees como un adolescente", me dijo con cariño Santiago Jaureguizar hace unos días mientras tomábamos un café en una de las terrazas de la Plaza del Campo, en el casco histórico de Lugo. Segundos antes yo le explicaba que a veces, cuando me encuentro con una frase genial en un texto, siento la necesidad...
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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