Gastrología
Gazpacho griego
1/07/2015
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Había elegido Griego como asignatura optativa en el instituto y tuve la fortuna de tener un profesor que, lejos de martirizarnos con gramáticas y declinaciones, nos descubrió lo que tenía de rabiosa y de moderna la Odisea, las mil truculencias de la mitología clásica, la fabulosa historia de la biblioteca de Alejandría y cómo debíamos el progreso y la modernidad presentes a las ciencias y la democracia que inventaron los pueblos de una remota tierra del sureste de Europa mientras las gentes del norte apenas había salido de la edad de piedra.
Luego había leído a Durrell, a Miller y a Chatwin, por mi sangre corría la de un abuelo experto en Eurípides que había navegado por el Mediterráneo en el crucero universitario del año 1933. Así que allí estaba yo, junto al mismo Partenón en el que se había fotografiado mi abuelo, navegando hacia Santorini y Delos, embriagado como tantos por el embrujo de aquellas ruinas, paisajes y personas.
En el equipaje poco dinero, tres camisetas, el libro de Kavafis, veinte años, un amor. Durante muchos días nos alimentamos de sardinas asadas al espeto y mejillones enormes que nos vendía el viejo de un chiringo a cambio de que yo le hiciera el gazpacho para su restaurante. Hoy, casi treinta años después, si imagino cómo tuvo que ser Ulises ya anciano, recuerdo la cara de aquel viejo que nos alquiló por cuatro perras una bonita habitación y nos dio de comer por casi nada. A nuestro amigo le fascinaba mi receta de “gazpacho español” que lució aquellos días la pizarra del menú y del que yo hacía casi diez litros cada mañana con una batidora industrial en un perolo enorme de aluminio. Tomates maduros, pepino, pimiento verde, cebollas tiernas, algo de ajo, pan asentado remojado en un buenísimo aceite de oliva virgen y mi ingrediente secreto, que no era otro que un montón de cerezas maduras sin el hueso. Mi origen extremeño, de los valles del norte, me había permitido aportar esa gracia cerecil al gazpacho dando a la famosa sopa fría un sutil dulzor ácido y una intensidad de color que no tenían los otros gazpachos ortodoxos.
Quid pro quo. Además de su hospitalidad el viejo nos regaló el secreto de la riquísima receta del paté de alcachofas que ponía en su restaurantillo a modo de aperitivo: queso de cabra, corazones cocidos de alcachofa, pimienta y aceite de oliva. Se maja todo en un mortero grande de madera de olivo. Este paté se come untándolo en pedazos de pan tostado en las brasas. Desde aquel chiringuito desconchado mirábamos con desprecio platónico, o tal vez aristotélico, el retozar de los turistas alemanes bajo las sombrillas horteras del chill-out del hotelazo pintado de falso encalado y añil que se recortaba sobre el pedregal del fondo de la playa. Pero nosotros nos sentimos como los hijos de los reyes de Ítaca en su pequeña pensión. Hay un abismo entre prestar dinero y regalar riqueza. En Grecia, con apenas veinte años, nosotros encontramos en ese mar azul, caliente y familiar el auténtico secreto de vivir que ha impulsado a nuestra civilización hacia el placer. Estamos en deuda desde entonces.
Durante el siglo XIX y el XX los europeos más brillantes, lúcidos e inquietos viajaban a Italia y Grecia para comprender y vivir todo lo que antes habían leído y estudiado de nuestra civilización en vetustos colegios y rancias universidades. A cientos de ellos, venidos de la Europa del norte, el Mediterráneo, aquella cuna de nuestra identidad más sustancial, les fascinó y cautivó para siempre. Se habla del síndrome de Stendhal para explicar ese deslumbramiento transformador que te hace llorar de felicidad al contemplar esos lugares, monumentos, horizontes y paisajes de Italia o Grecia. De entre estos cientos de ilustres viajeros recuerdo ahora a Goethe, Byron, D. H. Lawrence, Henry Miller, Lawrence Durrell, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews, Bruce Chatwin o Robert Graves. Hoy, de otra forma, filtrada y disfrazada por las comodidades y decorados del artefacto turístico, esa fascinación por Italia, por Grecia y por España siguen muy vivas. Millones de Europeos del norte vienen a pasar sus vacaciones y sus años de retiro al sur, acunados por la luz y el perfume de un Mediterráneo seductor, vital y solar del que carecen sus ricos países. Los alimentos, el clima, la gente, la historia destilada en el paisaje les atrae, les conmueve, les hace felices con una autenticidad que no tiene precio.
Quiero recomendar aquí dos libros que me hicieron recordar esos días de mi juventud en Grecia. Su lectura y relectura me han hecho llorar de felicidad y agradecimiento muchas veces. Dos libros escritos también por dos personas hechizadas para siempre por ese país: uno es el clásico Corazón de Ulises de Javier Reverte, el otro, recién editado, Peregrinos de la belleza, de María Belmonte. Quien haya vagabundeado por Grecia y lea ambos libros entenderá por qué quienes de verdad están en deuda con Grecia son los países del norte. Tienen con Grecia una deuda enorme, impagable, infinita. Es ridícula y patética la usura y la avaricia de unos gobiernos cegados por un egoísmo torvo y unas ganas infames de seguir machacando a los griegos con las obligaciones de devolución de oscuros préstamos. Si echan a Grecia de Europa volveremos de nuevo a la barbarie, a una nueva barbarie sin democracia real bajo la dictadura de los Lestrigones y Cíclopes financieros. Esa deuda debe ser condonada ya, de inmediato. La otra, la que tenemos todos los europeos con Grecia deberemos pagarla aún durante muchos siglos. Yo al menos les debo mucho y me alegra deberles, me hace feliz estar en deuda con los nietos de Ulises, mis hermanos de mar.
PD: Recomiendo a Junker, Draghi y Lagarde que lean, antes de que cometan más estropicios, los siguientes libros:
-El coloso de Marousi de Henry Miller
-Viajes por el sur del Peloponeso de Patrick Leigh Fermor
-Las Islas griegas de Lawrence Durrell
-Corazón de Ulises de Javier Reverte.
-Peregrinos de la belleza de María Belmonte.
Había elegido Griego como asignatura optativa en el instituto y tuve la fortuna de tener un profesor que, lejos de martirizarnos con gramáticas y declinaciones, nos descubrió lo que tenía de rabiosa y de moderna la Odisea, las mil truculencias de la mitología clásica, la fabulosa historia de la biblioteca de...
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