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Sigue habiendo gente que enarbola un guiso por bandera, se lía la butifarra, el gazpacho o unos callos a la madrileña a la cintura y considera que su tierra es el único paraíso y su cultura sublime sin interrupción. Olvidan que no hay nada más mestizo que un potaje, nada menos puro que lo que los humanos metemos en las ollas o masticamos luego con los dientes del corazón. Cualquier pureza gastronómica es un absurdo, un camelo, un engendro de cocinero loco o gourmet estreñido amigo de Le Pen. No abundo en los disfraces de los nacionalismos tópicos de traje regional, pero si ha habido un nacionalismo que haya defendido aquí la pureza de una identidad culinaria original, unificadora por encima de todo, este ha sido el español, españolista o hispano.
Abruma y avergüenza la inquina que se tiene por todo lo africano, lo musulmán, lo judío, lo chino o lo iberoamericano, etiquetado como inmigrante, forastero, exótico y ajeno (sin derecho a tarjeta sanitaria y esas cosas), cuando nuestras sartenes, memoria gustativa, perolas y menús están llenos de todas estas cocinas, aliños, ingredientes, salsas y sabores. Nos acercamos a las cocinas del mundo con curiosidad de Indianas Jones de vía estrecha, viajeros de paquete turístico y pulserita todo incluido, ilustrados foodies de barba hipster en el cerebro, merodeadores del lineal de comistrajos exóticos del supermercado para luego confesar a los cercanos que "como en España no se come en ningún sitio" y refugiarnos en la intimidad de una patria imaginaria que linda al Norte con el cochinillo asado o el cordero, al Sur con el gazpacho de brik, al Oeste con la tortilla de patatas precocidas y al Este con la maltratada paella fluorescente. Podemos maquillar este españolismo con toda la tecnoemocionalidad, sferificaciones, crujientes y aires sápidos que nos permita la tarjeta de crédito pero el bicho, el monstruo españolista, sigue ahí, muy vivo, juzgando al prójimo y a sus guisos extranjerizantes con inquina de Torquemada y paladar unagrandelibre franquistoide. Por supuesto que la cocina del Imperio yanki que navega dentro de esa Estrella de la Muerte transgénica, subindustrial, edulcorada y colesteroidea la hemos adoptado sin aprensión alguna, los masterchef compiten con el porno online y los cocineros estrella pueblan los sueños húmedos de los adolescentes pero si escarbamos un poco bajo toda esta brillantina y analizamos la ideología culinaria del español corriente nos sale el alien nacional-católico que ama por igual los capirotes morados y la fritanga al ajo, las romerías intemporales y el filete empanado.
Ante las próximas elecciones autonómicas y municipales, nuestra pregunta a los partidos y los candidatos no será qué piensan de los santones venezolanos, ni si practican con frecuencia la postura sexual preferida por Yanis Varoufakis, si les tentaron con los sobres con ántrax negro de Mariano Rajoy, si saben los nombres de las momias que guardan los armarios de Pedro Sánchez, si huelen a nubes los pedos de Albert Ribera o si les disgusta el estilista de cabecera de Pablo Iglesias. Esas preguntas obvias se las dejamos a otros. Lo que nos interesa de verdad es qué cocinan, qué comen y qué beben en la intimidad nuestros candidatos. Qué opina de la butifarra de sangre y de la lengua embuchada, del cuscús y el tiradito, del ramen y el tabulé, de los usos alternativos no culinarios del aceite de oliva virgen y de la mantequilla, de la obesidad infantil y la cocina mestiza. A nosotros nos interesa lo importante. Y una vez satisfechas estas dudas hay que votar, votar y cocinar hasta mancharse. Ni ayunos ni abstinencias, salvo las que impongan la tristeza o la desgana, la soledad y el sueño. Porque la carne es débil y el cielo está aquí al lado, porque fuera del carpe diem todo es dudoso. ¿A qué aplazar entonces tu desnudez, una sonrisa, la caricia que esperas dar o recibir ahora?
Pasada las cuaresmas y las semanas santas nos quedan los bacalaos y las torrijas. No hay prohibición de comer que no pueda burlarse, no hay penitencia que no tenga su grieta de placer. Mejor hacer daño a un dios que al vecino o al prójimo, mejor hacer burla de un santón o un sumo sacerdote que humillar al más débil o al que es diferente, mejor pasarse por el arco del triunfo los preceptos fanáticos de los monoteísmos que no hacer caso de la buena educación y los derechos humanos. Ya lo decía el poeta: no tengo más patria que tu ombligo, ni más bandera que tus bragas.
Mientras suena Love´s been good to me en la voz de Johnny Cash y decido por fin a quién voy a votar, embebo pan de brioche asentado en tomate triturado mezclado con un poco de sal y luego marco esta torrija roja en la plancha caliente. Marino unos lomos de sardina bien limpios de espinas en azúcar y sal mezcladas durante una hora. Lavo y seco el pescado y lo sumerjo en aceite de oliva ahumado. Luego acuesto tres o cuatro de estos lomos sobre cada torrija que aliño al momento con unos goterones de vinagre viejo y miel batidos. Guiso de lujo a precio de crisis, plato brillante y rico gracias a la imaginación y la cultura de nuestros grandes cocineros ilustrados que nos permiten copiar sus golosinas.
¿Y tú a qué esperas? Ni abstinencias ni ayunos. Si aplazas tentaciones y deseos acabarás olvidando lo importante. Elige bien a quién vas a votar. Recuerda: la comida corrupta sienta mal, los guisos trampantojo son mentira, los potajes recalentados cuatro veces pierden todo su sabor, votar a doña Esperanza tapona las arterias del cerebro, vota sano, elige ingredientes frescos y aliños fáciles (sí, acertaste, toda esta receta es publicidad política subliminal).
Sigue habiendo gente que enarbola un guiso por bandera, se lía la butifarra, el gazpacho o unos callos a la madrileña a la cintura y considera que su tierra es el único paraíso y su cultura sublime sin interrupción. Olvidan que no hay nada más mestizo que un potaje, nada menos puro que lo que los...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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