El descontexto
El reloj de Merkel
Marta Fernández 7/07/2015
Angela Merkel
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Los griegos podrían buscar la explicación en una noche de noviembre. A dos mil kilómetros de Atenas. A veintiséis años del presente. En la efervescencia de un pueblo que sabía que nada sería igual. Los del Este saltaban el muro que les había mantenido congelados en un imposible. Como los griegos de Syntagma, los ossis se rebelaban. Dejaban para la historia sus caras triunfantes y sus brazos al cielo de funambulistas libertarios. Y sin embargo, la respuesta a las heridas de la Europa del futuro se escondía en un reloj. En la muñeca de una mujer entre lo élfico y lo monástico. Una física de treinta y cinco años que se acababa de separar.
La noche que cayó el Muro de Berlín, Angela Merkel se relajaba en una sauna con una amiga. Como todos los jueves. Pero aquel jueves no iba a ser como los demás. Y aunque las amigas quisieron seguir con el ritual, fue imposible. Las multitudes se desbordaban con su orgía predemocrática camino al muro prohibido. Para asomarse por fin a ese otro lado que había sido borrado con bloques de cemento.
Por una noche, Angela se dejó llevar. Se sumó a los que caminaban como zombis gloriosamente vueltos a la vida. Una ciudad entera asaltando el paraíso. O el infierno del capital. ¿Qué más daba? Aquel 9 de noviembre lo único que importaba era pasar. Seguir al conejo blanco a su madriguera occidental. Y Angela acabó en el apartamento de unos desconocidos al otro lado del espejo. Se había colado en la vida de unas gentes que hacía unas horas ni siquiera podía imaginar. Pero aquella era la noche para abrazar sin preguntar el nombre. Para brindar como si tuvieran que terminar con la bodega del Titanic. Para reír. Para llorar. Para abrir una lata de cerveza tras otra. Y beber. Y volver a beber más.
Hasta que Angela miró el reloj.
Y vio que casi eran las once. Eran las once de la noche en la que caía el muro. De la noche en la que a un lado se le permitía más que soñar con el otro. La noche de la celebración. Y Angela se fue a su casa porque el día siguiente tenía que madrugar.
Probablemente volvió contracorriente, cruzándose con mil caras asombradas, mientras contaba las horas que le quedaban hasta despertar. Porque la noche que el mundo se reinventaba, la hija del pastor luterano sólo podía pensar en el deber. Y mientras se movieron los cimientos de Europa, ella no se movió. Siguió imperturbable con su plan. Con sus obligaciones. Con su horario. Con su reloj. Y con la sensación de haberse excedido, antes de que sonaran las doce, se fue a dormir.
No se inmutó entonces ante el estruendo del muro desplomándose, como no la ha perturbado ahora el clamoroso No de los griegos. Angela sigue impasible. Porque tiene obligaciones. Porque siempre lo hizo así. Porque así se convirtió en la niña de Heltmut Kohl. Meine Mädchen. Porque sólo los que cumplen con su deber pueden aspirar a la salvación.
La hija del pastor luterano no concibe otra forma de actuar. Lo aprendió de su padre. Ese hombre que, cuando Angela tenía seis semanas, dejó Hamburgo para trasladarse al Este. “Sólo dos tipos de personas que cruzan al lado soviético –se decía en aquella época- los comunistas y los idiotas”. Y aquel pastor. El protestante convencido de que tenía una misión.
Allí se plantaron. En el Este. Y allí les encontraría el muro. Lo levantaron un domingo y el padre de Angela tenía servicio. Lloraron el pastor y sus fieles, conscientes quizá de que se había quedado encerrados en la Alemania de la cara B. La que no se merecía la prosperidad. Aquella en la que se repetía: los que ahorran hoy son los que ganan mañana. El cuento de la cigarra y la hormiga. Angela se lo aprendió bien. Tan bien que nunca cumplió la promesa que le hizo a su madre: cuando caiga el muro te llevaré al hotel Kempinski a comer ostras. Eso no da puntos en el cómputo del deber. Eso no es ahorrar.
La mujer que no se comió las ostras en el Kempinski, la que hizo que el hierro de la dama Thatcher pareciera hojalata, sólo se deja guiar por la brújula de las exigencias. Por el camino recto.
Y en ese camino está. Inamovible como el monolito de Kubrick. Oscura y callada, mientras los pobres monitos de Sur correteamos a su alrededor.
Hasta que un día mira el reloj para verificar que el nuestro se ha parado y el suyo sigue, implacable, avanzando hacia el momento en el que suena el despertador. Ése que se pone en hora en Berlín pero que termina atronando al Sur. No sea que nos durmamos y soñemos, felices, con la prosperidad.
Los griegos podrían buscar la explicación en una noche de noviembre. A dos mil kilómetros de Atenas. A veintiséis años del presente. En la efervescencia de un pueblo que sabía que nada sería igual. Los del Este saltaban el muro que les había mantenido congelados en un imposible. Como los griegos de Syntagma, los...
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Marta Fernández
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