TRIBUNA
No quiero ser alcalde
Carlos Zúmer 3/07/2015
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Émile Zola, padre del naturalismo literario, describió dicho movimiento como la forma más pura de realismo: “Una casa de cristal que deja ver las ideas en el interior”. El nuevo alcalde de Cádiz, José María González “Kichi”, también abogó por la transparencia en su discurso de investidura al hablar de un ayuntamiento “con paredes y cajones de cristal”. Tal compromiso de limpieza acaso encuentra su réplica, volviendo a la literatura, en aquello de que las novelas (lo lamento, señor Zola) no tienen que ser realistas, sino verosímiles.
En cualquier caso, esa democracia de cristal que también puede encontrarse en los discursos de Manuela Carmena o Ada Colau encierra una demanda de mayor recorrido que la simple transparencia. Se reclama un nuevo concepto de gobierno, franco y accesible, unas instituciones de libre acceso para los ciudadanos. “Abrir las puertas para que entre la gente”, insistía Kichi. Y además, podría añadirse, que su voz sea oída y sea relevante. La tendencia es evidente: la nueva izquierda española ha hecho su bandera de una democracia más inclusiva. Una democracia más democrática, valga la redundancia.
Pero no hablamos solamente de una cuestión de participación, sino también de cierta representatividad. La periodista Lucía Méndez daba en el clavo el pasado mes de noviembre: “Hay muchos ciudadanos que han decidido votarse a sí mismos a través de la papeleta de Podemos”. Demostrada la incompetencia de amplias capas de la dirigencia, para la ciudadanía surge la tentación de tomar el mando. Falta debatir... si es buena idea que gobierne la gente.
La tentación colectivista... y tecnócrata
La politología de andar por casa suele diferenciar entre democracia representativa, democracia participativa y democracia directa. Pueden imaginarse la diferencia. Actualizar nuestro estimable pero agrietado sistema democrático con un acercamiento a la segunda, a la democracia participativa, parece una idea razonable, un lifting de empoderamiento factible, pero la promesa política en boca de estos dirigentes parece ir más allá. “Ahora todos y todas somos alcaldesas”, decía Manuela Carmena en la toma de posesión.
La crisis ha azuzado la demanda de poder para el electorado más allá de la simple comparecencia a las urnas cada cuatro años. La petición no es descabellada. No en vano, la democracia requiere un tránsito de doble sentido, un diálogo, que ligue a representantes y representados. Y desde luego, uno de los grandes errores que nos ha llevado hasta aquí ha sido la ausencia de una fiscalización eficaz de las instituciones por parte de la sociedad civil. Es curioso: este es, al mismo tiempo, nuestro mayor pecado y nuestra mayor exigencia.
Nuestro tiempo político enfrenta este dilema. La seducción colectivista es evidente: hagamos nosotros, el pueblo soberano, lo que no ha sabido (o querido) hacer la casta.Una política eminentemente horizontal y diáfana, sin gran separación práctica entre dirigentes y votantes. Existen experiencias exitosas, como el caso de Torrelodones, un ayuntamiento gestionado directamente por sus vecinos, pero la dificultad se multiplica en las plazas mencionadas (Cádiz, Madrid o Barcelona) por volumen y envergadura de los problemas. Yendo al grano con un ejemplo palmario: ¿sabrían los propios gaditanos atajar el desempleo en su ciudad, agujero negro municipal durante décadas? O los andaluces al frente de una hipotética Junta, puesto a poner un caso de plenas competencias en materia laboral.
Pero no solamente existe una tentación colectivista. A ella se opone, en cierta manera, la tecnócrata: encomendémonos a los expertos (como Luis Garicano, de Ciudadanos, o a su manera, el popular Manuel Pimentel). Esta receta proporciona la engañosa certidumbre de que el conocimiento de los sabios, dispuestos, en algún limbo, para ser llamados, solucionará todos los problemas. Dicha simplificación es, naturalmente, otro espejismo, toda vez que la fórmula no estriba simplemente en poner en manos del técnico cualquier avería posible de la maquinaria. ¡Si fuera tan fácil!
En metro a Moncloa
Pero las razonables reservas hacia la tecnocracia no deberían emborronar lo evidente, por poco agradable que parezca y obvio que resulte decirlo: las posibilidades de progresar son mayores en manos del médico que del curandero (o del propio paciente), esto es, de la persona preparada para un cargo antes que del pensar y sentir popular, lo que quiera que sea esto. Por una simple cuestión de especialización. Sí, la dinámica perversa de los partidos se interpone en el camino, pues el talento parece más que arrinconado que nunca en sus cúpulas, pero por ello conviene, precisamente, redoblar esfuerzos en la selección política y evaluar su gestión muy estrechamente. O lo que es lo mismo: meritocracia y responsabilidad ciudadana. Y una pequeña tarea más: observación externa de incentivos perversos en la propia Administración.
Llevar la política cerca del votante, devolverle, de algún modo, su legítima propiedad, no debería implicar que ésta quede a merced de la voluble voluntad popular, al menos a corto plazo. Una voluntad u opinión pública que por definición difícilmente podrá mantener un punto de vista completo y estereoscópico (ese big picture del que hablan los anglosajones), ni de pasar por alto sus intereses inmediatos, por definición particulares. Las amenazas y tentaciones que enfrenta el político son igualmente fuertes, pero su rol consiste en guiar el bien colectivo (o el mal menor) con el conocimiento y la perspectiva que se le presupone. En caso contrario, qué duda cabe, tampoco sirve.
Así que no, no quiero ser alcalde, pese a que la línea entre lo expuesto arriba y un cierto despotismo ilustrado (para el pueblo pero sin él) sea delgada. Quizá el asunto pueda mirarse también desde el prisma práctico de la sociología, desde esa solidaridad orgánica de la que hablaba Durkheim al describir la armonía conseguida con el reparto social de tareas y la especialización del trabajo. La palabra clave es delegar. Esta separación de labores está en la base de la democracia representativa.
Al menos, si queremos seguir con este sistema, la legítima demanda de mayor poder popular (como las referendums vinculantes que plantea el edil madrileño Pablo Soto) no tienen por qué significar tumbar la mampara entre representantes y representados. Tras este anhelo, en realidad, está la pulsión de convertir a los dirigentes en uno más de nosotros.Una suerte de degradación popular. Hacer a Rajoy ir a Moncloa en metro o, en el caso de Manuela Carmena caso real, que se desplace a Cibeles todas las mañanas con el suburbano. Un gesto de buena voluntad y de democracia de cristal, transparente, que no acerca sin embargo a la ciudadanía ni un centímetro más cerca de la solución de sus problemas. Ni de la felicidad prometida.
Émile Zola, padre del naturalismo literario, describió dicho movimiento como la forma más pura de realismo: “Una casa de cristal que deja ver las ideas en el interior”. El nuevo alcalde de Cádiz, José...
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Carlos Zúmer
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GILIPOLLEZ.
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