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Entre Saturno y Edipo: El Tour de Francia de 1984
Julio del año 1984. La Francia ciclista se debate entre mitos, entre finales trágicos. Unos piensan que Saturno ha vuelto para quedarse, que devorará a sus hijos, que no dejará más que el recuerdo de una ausencia que jamás debió ocurrir, que seguirá reinando sobre el asfalto. Otros no. Otros, quizá más modernos, quizá más psicoanalíticos ellos, apuestan por Edipo, se fían de su fortaleza, de su inteligencia, saben que su único objetivo es asesinar al padre, derrotarlo, hacer que muerda el polvo. Que lo dirige un Mefistófeles al volante. Que es, quizás, sí, la modernidad. Ellos dos. Hinault y Fignon, Fignon e Hinault. Saturno y Edipo.
Cuando las barricadas del 68 se alzan en el Barrio Latino de París, Bernard Hinault tiene trece años, una complicada personalidad a caballo entre lo violento y lo soberbio, y una incipiente carrera ciclista por delante. Es un joven prometedor que aún vive en su Yffiniac natal, un bretón elevado a la enésima potencia, alguien curtido, duro, el gran camorrista de la historia del ciclismo. Un hombre chapado a la antigua que entrena en invierno haciendo cyclo-cross y cortando árboles. Ese tono, y así en todo. Cuando algunos escriben en las paredes de su ciudad que debajo de los adoquines está la playa, Laurent Fignon es apenas un mocoso de siete años, un niño curioso que todo lo pregunta, que jamás acepta un “porque sí” como respuesta. En otras palabras, Hinault crecerá en la Francia de De Gaulle, en la de la guerra de Argelia, en la de la nouvelle vague, mientras que Fignon lo hará en un país con más libertad, más modernizado, en mitad de una explosión sensorial y artística como pocas veces se ha visto. Y seguramente este hecho permita explicar muchas de sus diferencias.
Pero no todas. Hinault era el gran campeón, el tótem sagrado de un ciclismo francés que, después del trauma merckxiano, se ha sabido sacar de la manga al nuevo dominador, a un tejón esforzado y corajudo que nunca se rinde. A alguien a quien le gusta imponer su autoridad en el pelotón y fuera de él, que solamente se deja aconsejar, y no siempre, por las sabias palabras de Guimard. Alguien con un concepto del deporte, del respeto y de la vida fuertemente enraizado en una personalidad irrepetible. Y es allí precisamente, en el equipo del bretón, donde va a caer el joven neoprofesional que es Fignon. Tímido, apocado, con gafitas de intelectual y un volcán en su interior que le empuja a decir siempre lo que piensa.
La convivencia entre ambos es correcta, cordial a veces, pero siempre tensa. Fignon debuta con fuerza en el profesionalismo, con varias victorias y un excelente Giro de Italia. En 1983 se muestra todo el potencial de la dupla en la Vuelta a España, donde el parisino es decisivo para el gran vuelco de la general que Hinault perpetra en Serranillos. Todo son sonrisas, pero también hay roces. Como en las pretemporadas, cuando un Hinault fuera de forma reprende a sus jóvenes cachorros que impriman un ritmo fuerte en una concentración. “Haber entrenado más en invierno”, dice el lenguaraz Fignon. Anatema, atacar al mito, al tótem. Edipo que empieza el camino. Hinault mira en sus ojos, lee el respeto, y calla. Trabaja y calla. Porque también reconoce al genio, al igual. Y lo hace como solo otro de su estirpe puede hacerlo.
La ruptura es inevitable y se produce en ese mismo 1983. Hinault tiene que operarse de la rodilla (y la causa de esta lesión, de esta tendinitis crónica, sería mejor tratarla en otro lugar) y Fignon acepta el reto y se impone en el Tour. Con fortaleza, con contundencia, pero sin aplastar a sus rivales. No importa, Cyrille Guimard, director de la mítica Renault, toma su decisión. Prefiere la juventud, el campeón moldeado por sus manos desde el principio. Es un triple salto mortal que nadie sabe cómo acabará.
Hinault se muestra nervioso, y no confirma su nuevo equipo hasta bien entrado el invierno. Será La Vie Claire, un proyecto auspiciado por un multimillonario llamado Bernard Tapie, antiguo cantante melódico (como Berlusconi) que se dedica a coger empresas al borde de la quiebra y salvarlas para revenderlas. Hasta que le salga mal la jugada, claro… pero esa también es otra historia.
Así que el Tour de 1984 se presenta como un desafío entre estas dos megaescuadras, entre dos estilos de ver el ciclismo, la vida. Entre el Hinault tradicional, el bretón obstinado y corajudo, y el Fignon moderno, alegre e intelectual. Entre el Saturno que busca devorar para siempre a sus hijos y el Edipo que anhela asesinar al padre. La batalla, de proporciones épicas, está servida.
Y realmente no defraudará a nadie, y este Tour pasará a la Historia entre los de más calidad. Principalmente gracias a Fignon. Aunque, curiosidad, el que da primero es el bretón, que se impone en el prólogo, con unos segundos de ventaja sobre un Fignon que, extrema coquetería, viste el maillot tricolor de campeón de Francia. Lo ha conquistado días antes en un circuito en Plouay. Plouay, Bretaña, la casa de su rival. La deliciosa osadía de Laurent.
“Parece como si nunca me hubiera ido”, dice Hinault, “como si jamás hubiese dejado de vestir este maillot amarillo”. Los periodistas le creen, los aficionados, mayoritariamente apoyando al viejo campeón, se enardecen. Solo los que han visto la carrera con detenimiento pueden ver la falsedad de esa afirmación. Hinault ha llegado roto a la meta, roto tras un esfuerzo de menos de diez minutos. Rostro desencajado, espuma en la comisura de sus labios. Quería dar un golpe de autoridad, minar la moral de su adversario, y lo que ha hecho es desvelar su propia carencia. Nadie se da cuenta, no, entre los que ven la televisión. Pero los ciclistas sienten esas cosas.
Lo cierto es que la carrera empieza a rodar realmente bien para la Regie, el nombre con el que se conoce en Francia a la empresa Renault. Sus hombres ganan etapa tras etapa (hasta sumar diez parciales) y su gran líder se muestra dominador. Incluso fuera de la carretera parecen funcionar a pleno rendimiento, si hacemos caso a Fignon, que según dice tuvo que pasarse toda una tarde leyendo en una cafetería porque su compañero de habitación estaba allí con una antigua Miss Francia…
Dominador, y arrogante. Así era el gran Fignon de 1984. El punto álgido de estas dos actitudes aparece en la etapa que rinde final en Alpe d´Huez. A esa jornada se llega con Barteau, del inevitable Renault, como líder de paja, y con Fignon acechando el maillot amarillo tras haberse mostrado insultantemente superior a Bernard en toda la carrera. Pero el bretón es obstinado, el bretón no se rinde. Ataca de salida, bajando Coq, y le cogen. Luego vuelve a intentarlo, esta vez subiendo Laffrey, aquel pequeño puerto en el que Ocaña demonizó el Tour en 1971. Le vuelven a coger. Echavarri avisa: “Si sigue así, Hinault no llega a París”. El propio Ocaña apunta: “Fignon está confiado y da exhibiciones, es bonito, pero también peligroso”. Pero sabe que el parisino no conoce el peligro, nunca lo hará. En el llano previo a la última subida, en un valle azotado por el viento de cara, llega el delirio supremo, la imagen simbólica por excelencia. Un Hinault que se sabe inferior cuesta arriba demarra con todas sus fuerzas, intentando un imposible. Y Fignon, al verlo, se echa a reír. No una risa interior, no una sonrisa sardónica, no. Se echa a reír de forma estruendosa, para que todos le vean. Dónde va ese anciano. La mayor humillación de la carrera de Hinault. Más arriba el parisino le atrapa, le aguanta rueda durante unos metros y después le deja tirado. El rostro de Hinault está lívido, congestionado, parece un hombre muerto. Quizás lo sea. Fignon coge un maillot amarillo que ya no dejará. Hinault intenta asaltarle incluso en los Campos Elíseos. Sin fruto, más allá del orgullo de no rendirse, de ser segundo, esta vez, detrás del mejor primero.
A Fignon aquella tarde, cuando gana su segundo Tour consecutivo sin haber cumplido 24 años, los periodistas le abruman. ¿Cuántos, Laurent, cuántos Tours quieres ganar? Él se agobia, sonríe forzadamente, mira mal a la cámara. “Gano cinco o seis más y lo dejo estar”. Incorregible, iconoclasta. No ha terminado de disfrutar su piel de Edipo y ya piensa en otras, piensa en Merckx, piensa en Anquetil. Deicida. Y el caso es que, en aquel momento, parece tener razón, sus piernas aguantarán el envite.
El futuro le traiciona. El futuro. Una lesión en el talón de Aquiles. Luego una temporada brumosa, fuera de forma, con la cabeza alejada de la bicicleta. Y más allá, en un más allá que ningún escritor se hubiera atrevido a componer, ocho segundos, solamente ocho. Léanlo, ocho. La tragedia más corta jamás representada.
Pero esa es, sí, otra historia.
Entre Saturno y Edipo: El Tour de Francia de 1984
Julio del año 1984. La Francia ciclista se debate entre mitos, entre finales trágicos. Unos piensan que Saturno ha vuelto para quedarse, que devorará a sus hijos, que no dejará más que el recuerdo de una ausencia que jamás debió ocurrir, que seguirá...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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