Tribuna
Reflejos, complejos y complejidades socialdemócratas: el espejo griego
El compromiso socialista con la democracia es inseparable de su idea de Europa: sólo una fuerza de alcance continental como el socialismo democrático tiene capacidad para ejercer una función reformista y socialmente transformadora
Juan Antonio Cordero 15/07/2015
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Las aguas bajan revueltas en las filas socialistas tras el reférendum griego. La semana pasada, el dirigente de Izquierda Socialista José Antonio Pérez-Tapias denunciaba desde estas mismas páginas (“La socialdemocracia rendida”, 8 de julio) la tibieza del socialismo democrático europeo ante la crisis helénica y su falta de solidaridad con el gobierno de Syriza, en una interesante contribución. No ha sido el único pronunciamiento en ese sentido, y por su trascendencia más allá de coyunturas más o menos pasajeras, el debate promete ir a más. Merece, por tanto, la pena detenerse en algunos de los aspectos que aborda.
Un socialismo sin impulso europeo, una Europa sin impulso socialista
El dirigente de IS empieza su análisis con una constatación que, desgraciadamente, no se puede menos que compartir. La izquierda reformista, encarnada en Europa por la familia de partidos socialistas, socialdemócratas, progresistas y laboristas, sufre una preocupante falta de definición en la construcción europea. El horizonte socialista para Europa, que en algunos momentos (con Willy Brandt, con François Mitterrand y Jacques Delors, con Felipe González, incluso con Romano Prodi) había sido un elemento central del proyecto socialdemócrata, lleva tiempo difuminándose y perdiendo impulso político. Ello no ha detenido el proceso de integración europea, que ha proseguido en los últimos años. Pero le ha hecho acentuar su carácter inercial y tecnocrático, abandonándose progresivamente a las dinámicas de las instituciones creadas, distanciándose de los ciudadanos y acomodándose a una versión descafeinada y rutinaria, cada vez más alejada de los valores y las ambiciones que orientaron sus primeros pasos.
La crisis que sacude Europa desde 2007-2008 ha puesto dramáticamente de manifiesto los límites y peligros de esta construcción europea en piloto automático. Pero unos y otros eran ya observables hace años: el naufragio del Tratado Constitucional en 2005, y el muy discutible reciclaje del texto en el (vigente) Tratado de Lisboa tras el “no” francés, holandés e irlandés, fue una señal inequívoca de su agotamiento. También de la creciente incapacidad de la izquierda europea para trascender los marcos nacionales-estatales y proyectarse en el tablero comunitario. Que era y sigue siendo, sin embargo, el único en el que la socialdemocracia puede posiblemente reformularse.
Pérez-Tapias acierta al señalar esa difuminación socialista, que dura ya décadas. Más discutible resulta que esta difuminación pueda o deba remediarse con un alineamiento incondicional con la gran coalición entre la “izquierda radical” (Syriza) y derecha nacionalista que gobierna Grecia. Y menos aún, con su gestión del referéndum y con la concepción de la soberanía, la Unión Europea y la democracia que subyace en ella. Ésa es la tesis subyacente en el razonamiento de buena parte de los críticos (interiores y exteriores) del PSOE en este terreno. Entre los riesgos que acechan a la familia socialista europea, en Grecia y en otros países de Europa, no es menor el de confundir las consecuencias del fracaso socialdemócrata –de las que las erupciones nacional-populistas a un lado y a otro del espectro político son buena muestra—con antídotos capaces de remediarlo, tanto en clave nacional como europea.
Una defensa (relativa) de la actitud socialdemócrata
En particular, cuesta entender por qué deberían los socialistas haber apoyado el referéndum. Éste fue convocado de manera sorpresiva y con escasas garantías, en el transcurso de unas negociaciones que quedaron interrumpidas durante dos semanas, con grave daño para la economía griega. Como instrumento de presión, es dudoso que el gesto de fuerza haya reforzado –como decía pretender Tsipras—la posición negociadora griega, sobre todo a la vista del acuerdo recientemente alcanzado; sí parece claro que sirvió para apuntalar la (precaria) estabilidad de su coalición, pero a costa de evaporar bruscamente la mínima confianza que requieren unas negociaciones en curso. Como instrumento de consulta a la ciudadanía, y al margen de las severas dudas que emitió el Consejo de Europa sobre sus credenciales democráticas (tanto por la premura de su organización, como por la escasa claridad de la cuestión sometida a voto), habría que preguntarse, habida cuenta de la evolución posterior de los acontecimientos, qué es lo que decidieron exactamente los griegos con su votación, y en qué condicionó –si condicionó de alguna manera—su “no” masivo a las decisiones posteriores del gobierno que les convocó. Si no lo hizo, habrá que concluir que el referéndum no tenía que ver con la democracia, sino con otra clase de cálculos – no necesariamente acertados.
Hay una objeción más fundamental. Para defender seriamente el recurso griego al referéndum desde una perspectiva europea, habría que considerar también el posible recurso al referéndum por parte los demás socios que estaban sobre la mesa. Por ejemplo, los alemanes o los holandeses, por citar algunos de los socios-acreedores más reticentes a un nuevo rescate. Y no es difícil aventurar qué habría pasado si Angela Merkel o Mark Rutte hubieran llevado la propuesta del 25 de junio a referéndum ante sus respectivos electorados, y se hubieran escudado en las previsibles negativas para cegar cualquier nueva vía de asistencia financiera a Grecia. ¿Es esta operativa suicida la que los socialistas deberían aplaudir como muestra de coraje, europeísmo y democracia? ¿La dejación de responsabilidades políticas y el uso espurio de las urnas para bloquear la construcción de una Unión sostenible y solidaria? La proliferación de referéndums que hubieran abortado la posibilidad de un acuerdo, en un contexto marcado por el enconamiento de las opiniones públicas, habría sido una muestra imperdonable de cinismo y una gravísima irresponsabilidad política, una forma de adulterar los mecanismos democráticos y volverlos contra sí mismos, poniéndolos al servicio de la demolición de una unidad europea que sigue siendo extremadamente frágil. No es raro que los aplausos a la iniciativa de Tsipras hayan venido principalmente de las formaciones antieuropeas y ultraderechistas del Continente, del FN francés al UKIP británico: en la generalización del proceder griego reside uno de los riesgos de disolución del espacio democrático europeo.
Salvo extravagancia, Merkel, Rutte y los demás socios no van a convocar ningún referéndum para transferir sus decisiones (difíciles y con costes políticos apreciables, en cualquiera de los casos) a los ciudadanos de sus países. Tsipras sí lo hizo, por su cuenta y riesgo. El suyo no era el referéndum de la socialdemocracia europea, sino el de la gran coalición griega entre Syriza y la derecha nacionalista. Se convocó de forma unilateral (que no soberana; hace tiempo que los Estados europeos no pueden considerarse, en sentido propio, soberanos), sin consideración por los equilibrios globales en el Continente y atendiendo a consideraciones de política interna y partidaria. Una decisión legítima, y sobre todo posible en una arquitectura europea tan imperfecta como la presente, pero que no tiene por qué arrastrar a una fuerza de dimensión europea como la socialista. Sobre todo, tratándose de un gobierno griego que, lejos de buscar la menor complicidad con los socialistas dentro y fuera de su país, ha optado desde el principio por otros compañeros de viaje (la derecha nacionalista, militarista y euroescéptica) situados al otro extremo del espectro político, y que se ha alienado rápidamente la posible simpatía de los gobiernos ideológicamente más cercanos de la eurozona descalificándolos en bloque.
Es verdad que la actitud socialista ha sido tibia y poco nítida: el socialismo europeo no se gusta, con razón, cuando se mira en el espejo griego. El reflejo le devuelve una imagen desdibujada, sobre todo en un contexto en el que el protagonismo corresponde geográficamente a la Alemania de Merkel e ideológicamente a la derecha moderada europea, que ganó con claridad las elecciones europeas del pasado año y lidera, en consecuencia, la Comisión Europea. Pero, pese a esa inaudibilidad y salvo en casos realmente chocantes (entre los que cabe incluir las declaraciones de Martin Schulz sobre su preferencia por un gobierno tecnocrático, o algunas actitudes de Jeroen Dijssebloem, que sin embargo acaba de recibir el respaldo griego para continuar al frente del Eurogroupo), la posición de los socialistas no ha carecido de coherencia. La convocatoria del referéndum los pilló por sorpresa; sobre todo porque no era un referéndum sobre un acuerdo cerrado, sino sobre una propuesta de la negociación en curso, automáticamente invalidada –además—por la convocatoria. La socialdemocracia europea respetó, como no podía ser de otra manera, la legitimidad del gobierno griego para celebrar el referéndum, sin compartir su conveniencia. Apostó por el “sí” (en línea con los socialistas griegos), y perdió, como el 40% de los electores que se pronunciaron. Y las fuerzas socialistas europeas, especialmente aquellas que lideran los gobiernos de sus países (Francia, Italia), fueron las primeras tras el resultado en abogar por el restablecimiento de las negociaciones y en reafirmar su compromiso con la permanencia de Grecia en la Unión y en la zona euro, pese a las maniobras de desestabilización que provienen del núcleo duro de Syriza, por un lado, y de los halcones de la derecha europea y alemana, por otro. La firme oposición del gobierno socialista francés al “Grexit” tras el referéndum, y su apoyo técnico al gobierno griego en las últimas jornadas, han sido probablemente elementos decisivos para la consecución de un acuerdo insatisfactorio (también para los socialistas, tal y como ha manifestado el belga Di Rupo), pero que tiene la virtud de alejar, del momento, los escenarios más sombríos para Grecia – y para toda Europa. Y cuando la fracción más intransigente de Syriza ha puesto en riesgo la mayoría parlamentaria de Tsipras, los socialistas griegos, junto con los demás grupos pro-europeos, han facilitado la ratificación parlamentaria de la oferta de su gobierno. Es de esperar que esta disponibilidad se mantenga todo el tiempo que resulte necesario. Pero no cabe confundir la solidaridad y el compromiso con la sociedad griega, desde luego irrenunciable, con el alineamiento incondicional con un gobierno de “gran coalición” soberanista cuyas políticas de alianzas y concepciones de la soberanía, la democracia y el propio proyecto europeo han estado hasta el momento claramente alejadas de las de la tradición socialista.
A lo largo de su historia, el socialismo democrático europeo ha desarrollado un saludable escepticismo ante los proyectos políticos que privilegian el gesto y la épica rupturista sobre los compromisos, las transacciones, la combinación entre ambición y pragmatismo que está en la base de los avances sociales más sólidos. La tradición socialista se ha mantenido, por ejemplo, habitualmente ajena a las dinámicas plebiscitarias que han emergido en algunos países, que suelen envolverse en retóricas de democracia radical, pero que frecuentemente esconden propósitos mucho más prosaicos, cuando no derivas abiertamente autoritarias. Y aunque no siempre ha sido inmune a los discursos belicistas del enemigo exterior ni a la agitación nacionalista o identitaria, o precisamente por eso, mantiene una marcada desconfianza hacia las políticas que descansan sobre esos resortes, a la vista de sus nefastas consecuencias. Algunas de ellas, sufridas en carne propia: la capitulación socialdemócrata ante la inflamación nacionalista, en vísperas de la guerra civil europea de 1914, está en el origen de algunas de las páginas más negras de su historia.
La distancia de la familia socialista europea respecto a la estrategia del primer Tsipras se inscribe en esa línea de doble desconfianza hacia la lógica plebiscitaria y la sobreactuación nacionalista. Pero la ambición del planteamiento socialista exige ir más allá. Los socialistas europeos no pueden dar por bueno el choque de legitimidades entre instituciones comunitarias y voluntad democrática nacional propiciado por la intransigencia de unos y la irresponsabilidad de otros. En 1999, Lionel Jospin sostenía que el socialismo “es una idea europea, nacida en Europa y desarrollada por pensadores europeos”. Insistía en la misma reflexión sobre la imbricación entre socialismo y europeísmo en 2005, en plena campaña por el “sí” al fallido Tratado Constitucional. Pese a aquel revés, pese a las insuficiencias de entonces y de ahora, que han aumentado en lugar de remitir, hoy cabría añadir que, además, el socialismo tiene que ser una idea para Europa, una idea de la democracia europea. Ambos valores –Europa y democracia—sólo pueden converger en la construcción de una democracia federal europea. De ver la luz, ésta será sustancialmente distinta a –y considerablemente más compleja que—la yuxtaposición de pequeñas democracias estatales, lanzadas las unas contra las otras a conveniencia, según los intereses políticos de los gobiernos de turno en el tablero comunitario. Que es el escenario al que llevaría la dinámica de Tsipras, de trasladarse al resto del Continente.
La encrucijada socialista
Puede discutirse si la estrategia no convencional de Tsipras ha servido para mejorar la situación de Grecia, que es ciertamente desesperada y no ha hecho más que degradarse tras cinco años de remedios “convencionales”. Las primeras noticias del acuerdo obtenido in extremis no confortan esa idea, pero la excepcionalidad de la situación heredada por Syriza al llegar al gobierno, y los infinitos recovecos del entramado político comunitario, obligan a ser cautelosos a la hora de valorar su ejecutoria en estos escasos seis meses.
Pero incluso aunque así fuera, aunque hubieran sido útiles para aliviar la emergencia nacional griega, los recursos movilizados en estos meses para desarrollar esa estrategia (plebiscitos improvisados como armas para aumentar el poder de negociación, retórica victimista y de confrontación norte/sur, gesticulación nacionalista y populista, descalificación global de los socios y las instituciones democráticas europeas) no sirven para avanzar en la construcción de una Europa política. Más bien todo lo contrario: su generalización, lejos de poner las bases de una Europa más social, más democrática y más integrada, devolvería al Continente a un clima de resentimientos nacionales contra el que la Unión se conjuró desde su fundación.
Es un efecto colateral que la gran coalición griega quizá pueda permitirse ignorar, porque su prioridad se concentra en el crítico aquí y ahora helénico. Pero resulta inasumible para el socialismo europeo, precisamente porque, a diferencia de Syriza, no es una fuerza ni estrictamente nacional ni estato-céntrica, sino una familia política de identidad mixta nacional y europea, con presencia en todos los países y responsabilidades para con todos los ciudadanos del Continente; un elemento de (insuficiente) vertebración de la Unión y un motor tradicional de la construcción europea – ahora gripado. Sin duda, esa dimensión a la vez democrática y europea es un lastre a la hora de tomar decisiones rápidas, adaptadas a un tiempo político que tiende a acelerarse: las dificultades para armonizar situaciones, tradiciones y circunstancias políticas diversas (y mucho más complejas de lo que cualquier cuento moral permite capturar) convierten a la socialdemocracia europea en un paquidermo político de sangre fría, digestión lenta y andares pesados – demasiado pesados, como se está viendo en la crisis griega. Pero ése es también principal activo del socialismo democrático y su mayor esperanza para el conjunto de la izquierda en Europa. También frente a las novedades políticas que surgen a nivel nacional y que prometen, a la manera olímpica, ir más rápido, más lejos y más fuerte, pero que carecen de proyección europea (cuando no la desdeñan) y reinciden en viejos tics y viejas lógicas para mundos que ya no existen, a los que nadie quiere volver.
No hay atajos, metamorfosis, confluencias ni emulaciones que eximan al socialismo europeo de construir su propia alternativa europea frente a sus adversarios, la derecha y las nuevas fuerzas nacional-populistas. Ni la socialdemocracia es Syriza, ni debe aspirar a serlo. Si el laberinto europeo tiene alguna salida, si el socialismo democrático puede ofrecer algún horizonte a medio o largo plazo por la izquierda, debería buscarla en la dirección opuesta de la que ha intentado explorar Tsipras hasta la fecha: la concertación con los vecinos, la renuncia al victimismo nacional y el ensanchamiento de una democracia federal europea en la que las responsabilidades sean compartidas, la solidaridad no sea negociable y el repliegue y la desconexión no sean concebibles entre países más de lo que hoy lo son entre regiones de un mismo país. Es una vía ambiciosa pero estrecha, para la que hoy no existe una masa social suficiente, en la que los socialistas se encontrarán entre la Escila de las inercias neoliberales enquistadas en las instituciones comunitarias y el Caribdis de la tentación nacional-populista y soberanista que progresa, a un lado y otro del espectro, por todo el Continente. Pero la política, y especialmente la política de izquierdas, no puede conformarse con declarar imposible lo improbable, sino apostar por convertir en posible lo deseable. Urgen luces largas y no un mero reciclaje de añoranzas, simplismos y decepciones, por más apariencia de radicalidad en que se vean envueltos. En el mundo que se dibuja, sólo una fuerza de alcance continental como el socialismo democrático tiene capacidad para ejercer una función reformista y socialmente transformadora en Europa. Desde luego, la potencia no garantiza el acto. Pero la impotencia sí garantiza el fracaso. Y la melancolía...
Las aguas bajan revueltas en las filas socialistas tras el reférendum griego. La semana pasada, el dirigente de Izquierda Socialista José Antonio Pérez-Tapias denunciaba desde estas mismas páginas (“La...
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Juan Antonio Cordero
Juan Antonio Cordero (Barcelona, 1984) es licenciado en Matemáticas, ingeniero de Telecomunicaciones (UPC) y Doctor en Telemática de la École Polytechnique (Francia). Ha investigado y dado clases en École Polytechnique (Francia), la Universidad de Lovaina (UCL, Bélgica) y actualmente es investigador en la Universidad Politécnica de Hong Kong (PolyU). Es autor del libro 'Socialdemocracia republicana' (Montesinos, 2008).
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