Eddy Merck en 1970.
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Y entonces el mundo parece ir más lento, poco a poco, hasta casi detenerse. Y las gotas de sudor quedan prendidas de los rostros, las ruedas giran más perezosas, el mismo sol cae con cierta lasitud. Entonces todo cambia, porque todo debe cambiar, porque nada dura para siempre. Ni siquiera él, sobre todo él. Y sus ojos se entornan, se cierran un poco, se vuelven vacíos. Y su mirada cae al suelo, al asfalto, tan lejos, ya para siempre tan lejos de la cima. Al fondo, detrás de él, el resto. Como siempre, como ya nunca más. Al fondo, detrás de él, pero cada vez más cerca, los otros. Fin de época. Su respirar agitado. Un rey que muere, un rey asesinado por su mayor enemigo, por su propia ambición. Él. Merckx.
Cuando el próximo día 22 el Tour de Francia llegue a la pequeña estación alpina de Pra Loup estará rindiendo homenaje a una de las etapas más legendarias de siempre, uno de esos escasos momentos (se cuentan con los dedos de una mano en todo un siglo) en los que el deporte trasciende al mero desafío y entronca con lo trascendente. El instante preciso en el cual quedó destronada la mayor tiranía que jamás se haya visto en competición alguna. El merckxismo murió un caluroso día de 1975, y lo hizo en Pra Loup.
Presentar a Eddy Merckx es complicado. Llamarle el mejor deportista de todos los tiempos quizás no sea osado, sino realista. Decir que escondía la más patológica ambición que jamás haya existido sobre una bicicleta es una certeza absoluta. En realidad de lo que hablamos es de un tipo que llegó a ganar más de 500 carreras en unos 1.500 días de competición durante todo su desempeño profesional. Un hombre que es el que más veces ha ganado el Tour de Francia, el Giro de Italia, la Milán-San Remo, la Lieja, el Mundial. Que ha vestido más veces que nadie el maillot amarillo del Tour, que ha ganado más etapas que cualquier otro ciclista, que lleva dominando las carreteras con mano de hierro desde el año 1968. Ese es Eddy Merckx en julio de 1975. Un monstruo inabordable.
En realidad Merckx se presenta ese año dispuesto a romper el último muro, la barrera definitiva, con su sexta victoria en el Tour de Francia. Un esfuerzo postrero que le permita superar la legendaria marca fijada años atrás por el normando Jacques Anquetil, hielo azul en sus ojos de bon vivant, y que le sitúe para siempre en lo más alto de los libros de récords. En primavera ese caníbal se ha mostrado más hambriento que nunca, más potente, más poderoso, más infranqueable. Ha vencido en San Remo, en Flandes, en Amstel, en Lieja. De las clásicas más importantes tan solo le ha faltado imponerse en Roubaix, en cuyo velódromo ha sido finalmente segundo después de tres pinchazos que han arruinado ofensivas que parecían definitivas. Mayor amargura, en el óvalo de la Ciudad de las Hilaturas se impone su archienemigo Roger de Vlaeminck, ese ciclista obstinado y talentoso que representa al buen flamenco que Merckx nunca pudo llegar a ser… Solo un espíritu inconformista como el del belga hubiera podido sentirse decepcionado después de aquello… pero así era Merckx. En cualquier caso, lo que quedaba claro es que, después de un 1974 de ciertas dudas sobre su rendimiento (en el que, con todo, se había impuesto en Giro de Italia, Vuelta a Suiza y Tour de Francia durante dos meses fabulosos), el rey del ciclismo vuelve a estar dispuesto para la lucha.
Y la misma no se hace esperar. Comienza el Tour y Eddy Merckx, ansioso, glotón, acaparador, ataca en todas y cada una de las cinco primeras etapas, excepción hecha del prólogo, donde se impone un jovencito italiano llamado Francesco Moser. De esa forma el as de la Molteni (maillot marrón tabaco sobre sus espaldas, vitolas de campeón del mundo en las bocamangas) convierte el principio de la prueba en una carrera frenética, una auténtica aventura de supervivencia donde los más débiles pronto quedan descartados y los verdaderos líderes ven mermar sus fuerzas de forma alarmante. Cada día una nueva clásica por Bélgica y el norte de Francia, en eso transforma Merckx la Grande Boucle. Eso es porque no se fía de su rendimiento en la montaña, dicen algunos, y quiere hacerse un buen colchón antes. Puede ser, responden los pesimistas, pero a este paso la carrera llegará sentenciada a las cuestas…
Es así, con Merckx de amarillo, con el rey déspota dominando, como se llega a la decisiva jornada con final en Pra Loup, la etapa 15, nada menos que un catorce de julio… El líder parece sólido, sí. Tanto que algún descerebrado ha pensado que quizás la única forma de combatirle sea agrediéndole… Dos días antes, en la cruel ladera final del Puy de Dôme, un espectador golpea a Merckx en el estómago. El belga le reconoce, le denuncia. No pierde tiempo, pero se duele de lo que los médicos llaman un “hematoma hepático”.
La etapa de Pra Loup era, cosas del ciclismo moderno, mucho más dura que la que se disputará este año. Los puertos de Saint Martin, Couilloie, Champs y Allos debían de hacer de filtro antes de la definitiva subida final. Todo un raid montañoso en plenos Alpes Marítimos. Será en el último de ellos, el duro, descarnado, el salvaje Col d´Allos, donde se jueguen el Tour y el dominio de un deporte.
Cuando queda menos de un kilómetro para la cima de este alto, el penúltimo del día, Merckx lanza su ataque. Un demarraje seco, violento, con el belga volcado sobre su manillar, con esa forma que tiene de pedalear contra todo y contra todos, con ese estilo tosco y decidido que se le ha quedado después de su caída en la pista de Blois, seis años antes. Nadie, por supuesto, le puede seguir. Nadie corona con él. El Tour se está jugando, y es Merckx quien redobla su apuesta.
Y lo hace de una forma arriesgada y genial, lanzándose a tumba abierta en uno de los descensos más alucinantes de la historia de esta carrera. Por una senda estrecha y bacheada que hace temblar su máquina, el Caníbal decide no mirar atrás y se juega el tipo. Agorafóbico, angustioso. Por detrás es el caos. Los pretendientes a la corona se ven obligados a bajar más rápido de lo que jamás hasta ese día lo habían hecho. Los propios coches de equipo se muestran incapaces de seguir a los ciclistas en esa cabalgada diabólica en mitad de los Alpes. El vehículo de la Bianchi, la escuadra de Gimondi, derrapa y sale despedido a un barranco, cayendo unos 150 metros. Milagrosamente nadie sale herido, y tanto Giancarlo Ferretti, su director, como los mecánicos pueden salir del coche por las ventanas rotas. Pero la sensación es de locura, de paranoia. Merckx ha llevado a todos los demás a una esquizofrenia definitiva. Una de la que él mismo no podrá librarse.
Y es que, aunque empieza la subida a Pra Loup, apenas seis kilómetros de dolor, con más de dos minutos sobre sus seguidores, pronto se puede comprobar que algo ocurre. Al principio son solo gestos. Las rodillas que se separan demasiado de la barra del cuadro. Los hombros moviéndose de forma desacompasada. La mirada que baja a la rueda delantera en lugar de alzarse, desafiante, como en él es habitual. Luego se convierten en síntomas, su pedalear más tiempo alzado, su búsqueda de un desarrollo que pueda mover. Y más tarde llegan las evidencias. El maillot amarillo no avanza, no puede mover su bicicleta más allá de donde su propia megalomanía le ha llevado. Clavado sobre un asfalto derretido por culpa del calor, Merckx verá cómo le sobrepasan primero Gimondi y más tarde Thevenet, ganador de aquella etapa, vencedor en aquel Tour. El Caníbal se ha devorado a sí mismo, ha llevado su martirio aun más lejos de lo que puede soportar.
Cuando Eddy Merckx entre en la meta de Pra Loup, esa que volverá este año a la Grande Boucle, cederá su maillot amarillo al francés del Peugeot, a ese Nanard Thevenet que merece historia aparte, con sus confesiones, sus corticoides, su carácter sencillo, su dignidad vetusta. Cederá, decíamos, ese maillot amarillo para no volver a vestirlo jamás. Él, que durante un tiempo fue invencible. Él, que parecía poder domar al tiempo, a la historia. Él. El Canibal.
Y sucedió allí, aquí. En Pra Loup.
Y entonces el mundo parece ir más lento, poco a poco, hasta casi detenerse. Y las gotas de sudor quedan prendidas de los rostros, las ruedas giran más perezosas, el mismo sol cae con cierta lasitud. Entonces todo cambia, porque todo debe cambiar, porque nada dura para siempre. Ni siquiera él, sobre todo él. Y sus...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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