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Tarde de playa en Barcelona.
Sobre las coloridas toallas veraniegas, bajo los gajos protectores de los parasoles, cuerpos de toda constitución y ley.
Las tostadas pieles ostentan —en una sorprendente proporción de 3 a 2— azulosos y veridinegros decorados.
Si cualquier viaje en metro ya lo dejaba suponer, la evidencia que ofrece la playa es incontrovertible: los tatuados son ya mayoría. Hay tatuajes por doquier, a menudo cinco, seis en un mismo cuerpo.
Pecho tierra, desde mi estratégico punto de observación diviso: una rosa cuyo tallo es un alambre de púas (en cada ‘espina’ pende una gotita de sangre), el perfil de un dragón, fieros e intrincados diseños evocadores de los Mares del Sur. Hay varios corazones, en distintos puntos de la línea que lleva de la torpeza al realismo y del realismo a la estilización. Hay un par de banderolas al viento, con frases que no alcanzo a leer. En un hombro, un bufón-calavera me ofrece su sorna desdentada. Por encima de un seno una pareja de golondrinas —seccionada por el tirante fucsia del biquini— alza el vuelo hacia mejores latitudes. Un alacrán inyecta su ponzoña en un tobillo rollizo. Una resbalosa carpa koï de 20 kilos japoniza con escamas tornasoladas un brazo entero. Hay hombros con trenzados celtas. Hay también estrellas de cinco puntas, iniciales, una rosa de los vientos. Desde un muslo insolado, la coqueta, chapeada Betty Boop suelta un beso a todo el que mire. Diviso también un par de águilas y, en torno a un talle, ingrávidas mariposas en inmóvil revoloteo. Aparece por ahí, fofo, el blasón del Barça, amén de crucifijos, tigres, pin-ups vintage… Sobre la curva lumbar de las muchachas se repiten las alas desplegadas y los garigoleados simétricos.
El conjunto resulta —si puedo permitirme disentir ante el gusto popular— no sólo banal, sino bastante, bastante feíto.
¿En qué momento y siguiendo qué rutas mediáticas la percepción del tatuaje cambió?
Hará veinte años, difícilmente más, que las actitudes culturales comenzaron paulatinamente a cambiar hasta alcanzar el presente tsunami de tinta. ¿Colaboraron los futbolistas mundializados por la televisión? ¿Tuvo su peso el marketing de actrices de Hollywood con veleidades de bad girls? ¿La anestesia local y el progreso técnico en las pistolas de aguja, sensiblemente menos dolorosas, pusieron su granito de arena?
Antaño, los tatuajes se hacían artesanalmente, con tinta china o ceniza y sufrimiento. El tatuaje lo llevaban con aplomo viril marineros, presidiarios, Hell’s Angels, cazadores de cabezas, clanes de yakuzas, guerreros maoríes, hermandades rusas de truhanes, soldados, forajidos, los punks-con-rata de Trafalgar Square… Y en cuanto al bello sexo, bueno, la mujer tatuada era una atracción de circo. (Un caso aparte, los sobrevivientes que volvieron del infierno con la cifra injuriosa que los identificó en Auschwitz y los acompañaría durante el resto de sus días).
El tatuaje denotaba y connotaba marginalidad; tatuarse era un pronunciamiento transgresivo. Hoy parece un nuevo conformismo.
Hasta que vuelva a girar la rueda, todo hipster que juegue badminton sin calcetines lo hará luciendo en la pantorrilla el vistoso ‘tat’ de su mandala.
Me dirán que me estoy poniendo viejo.
Concedido.
Me dirán que tatuarse es un acto de afirmación sobre el propio cuerpo.
Concedido.
Y no dudo de que abunden los tatuajes que cifren con vehemencia, con precisión, y hasta con arte, historias personales, profundas significaciones privadas. Pero en esta tarde de playa, los más no parecen ser signos, sino meras cenefas decorativas.
Decididamente, el tatuaje se puso de moda. Lo perverso resulta en que la moda es, en esencia, el imperio de lo efímero, mientras que los tatuajes —como los diamantes— son para siempre. ¡Todas esas tersas golondrinas, dagas y serpientes escurrirán a la postre sobre las carnes estragadas de sus hoy orgullosos poseedores!
Niños y bebés, constato aliviado desde mi puesto de observación, tienen aún la piel sin marcas. Pero ello vendrá, me digo, ya vendrá… Hay padres gamberros que rapan a sus hijos a la usanza mohicana. A esos, ¿qué podría detenerlos?
(Uno —que es de talante obsesivo—, en cuanto se fija en algo, no cesa ya de ponderarlo. Hasta quedar prendado de otra cosa.)
Me levanto de mi puesto de vigía, me sacudo la arena, y parto de expedición al chiringuito en pos de bocadillos.
Hay gente haciendo civilmente fila, en espera ser atendidos. Me formo.
Justo frente a mí, un muchacho de unos veinticinco años. Lleva alrededor del vigoroso bíceps, en anillos de tinta azulada, tres o cuatro renglones de escritura tibetana. En el hermoso alfasilabario tibetano las letras parecen colgar de un horizonte —una página en tibetano me remite siempre a una calle vestida de fiesta y ornada con sucesivas guirnaldas de papel picado.
Me animo a preguntarle sobre el tatuaje. Elogio, como entrada en materia, su impecable factura para luego inquirir por el significado. El joven acepta el halago pero no pesca mi pregunta.
—Son plegarias tibetanas—, me explica al fin.
—Ah… Ya veo… ¿Y por qué piden?
—La verdad que ni sé—, confiesa sin rubores —son fórmulas especiales, de protección y así... Lo elegí en el catálogo del shop.
Le despachan sus tres latas heladas de cerveza. Se despide y parte esquivando bañistas sobre la arena ardiente.
¿De qué protege un tatuaje a quien no cree ya en nada?, me pregunto.
Porque ya no se cree en gran cosa, n’est ce pas?
Dos, de jamón ibérico. Mientras la empleada prepara mis bocadillos (ella lleva en la nuca una discreta flor de loto), me pongo a rotar la cuestión en la mente.
Protege acaso del no estar tatuado…
Mi pensamiento —ya mis lectores se estarán acostumbrando— suele ser tentativo. Raramente alcanza conclusiones; las más de las veces se manifiesta anecdóticamente, trazando, en busca de sentido, vínculos entre cosas dispares.
Tatuajes… Protección…
En el sórdido submundo carcelario mexicano, los presos suelen tatuarse entre ambos riñones, sobre el hueso sacro, a la Virgencita de Guadalupe. Los protege. Del pecado nefando. El almibarado mirar de la Guadalupana le pone difícil, al sodomita violador, forzar la entrada.
Protección, tatuajes…
Recuerdo una fotografía, vista hace tiempo en las rejas del Jardin du Luxembourg, que me dejara vivamente impresionado. (Es, creo, de Abbas, el gran fotógrafo iraní, pero no metería mi mano al fuego.) Voy a tratar de conjurarla a partir de mi memoria visual —con un margen de error considerable y en menos de mil palabras.
Periferia de una ciudad industrial rusa. Humo blanco en las distantes chimeneas. Las vías férreas se entrelazan y confunden, invadidas de malas hierbas que parecen arañar el aire. La cálida luz de la tarde golpea oblicua el terraplén lodoso, sus basuras y cartones. En primer plano, en el centro de la imagen, muy próximo a la lente, un hombre mayor, el rostro estropeado por tumefacciones y raspones. Sin duda porque bebe, sí, debe beber hasta dejarse caer de bruces… Pero ahora encara la cámara con un dejo de desafío. La mirada es turbia y cansada, la piel reseca y sucia, la cabellera revuelta y aceitosa. Se ha abierto el astroso abrigo, la agria camisa. Enseña el pecho desnudo. Flácido, pálido, hay en éste cuatro hirsutos perfiles, en sucesión.
Marx. Engels. Lenin. Stalin. Todos mirando el horizonte. Tremendas medallas: un añejo y ya impreciso tatuaje artesanal…
El pie de imagen explicaba, si bien recuerdo, más o menos lo siguiente: el fotógrafo, cronicando el derrumbe del Comunismo, viajaba por las ruinas todavía frescas del imperio. Se topa con un viejo clochard en unos arrabales, donde aquél vivía solo en su casucha de tablas. Le pregunta si puede fotografiarlo.
¿La espontánea respuesta del viejo? Descubrirse el tórax.
El fotógrafo acciona el obturador. Baja luego la Leica. Ambos permanecen a la expectativa. La circunstancia pide, sí, un intercambio.
El fotógrafo se da dos palmadas en el pecho y pregunta al indigente si añora las gloriosas épocas pasadas.
Recibe como respuesta un chasquido de la lengua —“¡Qué va a ser!”—, y dos manazos sobre las hirsutas efigies: “¡Si a esta pinta de payasos yo los aborrezco!”
—¿Entonces por qué los llevas tatuados?—, replica el fotógrafo sin poder atar cabos.
—Colonia de Trabajo Correctivo. Veintitrés años. Con estos cuatro patanes sobre el pecho no hay quien te fusile. ¿Alguno que se atreva a apuntar su arma contra los Guías del Pueblo? ¡Nadie! Ninguno se arriesgaría a ser mal interpretado. Bueno… Así era antes. Ahora ya quién sabe.
No queda más por decir. Se despiden con un ademán, se tornan las espaldas, cada uno prosigue su ruta.
Tres pasos más adelante, el fotógrafo se detiene y gira sobre sus talones. No, no todo ha sido dicho. Lento, el viejo se aleja por la vía hacia su desgarbado cobertizo. Arrastra un pierna.
—¡Eh!—, le grita el fotógrafo.
El indigente se vuelve.
—¿Cómo te llamas?
—Sergei.
En ese preciso momento, el adusto rostro se descompone. Tiemblan las curtidas mejillas.
—Tiene diez años que nadie me pregunta mi nombre...
Se le saltan las lágrimas.
Ha sido, y lo sabe, desterrado del mundo humano.
La playa sigue abarrotada, sí. Mis bocadillos están listos.
Pero dejemos las cosas ahí. No me queda —de momento— nada más que decir.
Tarde de playa en Barcelona.
Sobre las coloridas toallas veraniegas, bajo los gajos protectores de los parasoles, cuerpos de toda constitución y ley.
Las tostadas pieles ostentan —en una sorprendente proporción de 3 a 2— azulosos y veridinegros decorados.
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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