Un paseo por la Cuba del deshielo
Los cubanos han sabido construir un pueblo digno en las condiciones más difíciles. El miedo antiguo está empezando a perderse y los cambios afloran
Vanesa Jiménez 2/09/2015
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Es noche sin luna en La Habana. Acaba de caer un chaparrón tropical y faltan horas para que vuelva a ondear la bandera de Estados Unidos en el gigantesco edificio estilo internacional de Walter Gropius que abriga la embajada. La capital cubana es una fiesta. Una fiesta oscura, casi clandestina, que, según las calles, se siente más que se ve. En medio de la penumbra de las farolas, historiadas y hermosas pero pobres o apagadas, y las bombillas desnudas en los salones sin cortinas, los sones se meten en el cuerpo. La luz y el color están en el Malecón, donde los habaneros acostumbran a acabar los días. Miles bailan. Entre comparsas y orquestas. Hasta que aguanta el cuerpo o vence el calor húmedo del Caribe. El secretario de Estado estadounidense, John Kerry, se dispone a viajar para representar el principio del final del último vestigio de la Guerra Fría. El día declina. Es 13 de agosto. Es la onomástica de Fidel Castro, que cumple 89 años y para celebrarlo firma un artículo en el diario Granma, titulado ‘La realidad y los sueños’. La parranda se extiende a toda la ciudad envuelta en las sombras del racionamiento energético. La gente se muestra abnegadamente feliz. Como siempre que se celebran los gozosos carnavales de La Habana.
Ahí está (Fidel Castro). Él se cuidó como diamante. Nosotros nos cuidamos como rocas
“Los carnavales duran semanas”, dice Odalys, que una vez fue una joven azafata de Cubana de Aviación y ahora es guía turística, del Estado, claro. Odalys se afana en enseñar las bellezas de la ciudad. “Aquí la plaza de la Revolución” --una de las más grandes del mundo, construida en tiempos de Batista y aprovechada por Fidel para los baños de masas--. “Aquí el Ministerio del Interior y su mural del Che en la fachada” --una mole de cemento fría y gris--. “Allá el Ministerio de Informática y Comunicaciones…”, igual de grande y de gris pero con Camilo Cienfuegos en el lateral… Ni pío del día histórico que debía vivirse en horas. Al ser preguntada, responde seria: “Que Dios nos ayude a que se porten bien, que no hagan de las suyas”. No dice americanos, ni Estados Unidos, ni Kerry ni Obama. Solo ellos. Siempre ellos. Tercera persona del plural acechante a casi 170 kilómetros al norte. Del cumpleaños de Fidel, Odalys habla más burlona: “Ahí está. Él se cuidó como diamante. Nosotros nos cuidamos como rocas”.
Al día siguiente la Historia se cumplió --bandera izada y Embassy of the United States of America abierta, 54 años después, y visita del jefe de la diplomacia de EEUU, 70 años después-- y La Habana siguió como si nada. Pero ya no es igual. Los cubanos tampoco. Hay un miedo antiguo que está empezando a perderse. Un hablar sin que se pregunte. Un sueño oculto que ahora se confiesa sin demora: salir. Iván tiene 42 años y es jardinero. Como la mayoría, aparenta más edad de la que tiene. Y, como casi todos, vive pendiente de lo que le falta. “A ver si ahora, en un tiempo, puedo llevarme a mi mujer y mi hijo a Estados Unidos. Allí tenemos familia. Aquí, no sé”. Eduardo, que se viste con la ropa que le han ido regalado sus “amigos” extranjeros, fantasea con ser guía de pesca en cualquier país. “Mientras haya mar y peces, me sirve”, dice. Yanet, de 26 años y con un hijo de nueve, anhela viajar a la Europa que tiene en su cabeza. Es una cubana blanca, bella, y con unas perpetuas ojeras de bailarina profesional sin días de descanso. Ellos, y muchos, ya no callan. El Régimen está amortizado. Desde el acercamiento de Estados Unidos y Cuba en diciembre pasado, y el mediático apretón de manos de Obama y Raúl Castro en marzo, saben que el cambio ya está trazado. Aunque de Fidel apenas se atreven a hablar. Dicen que no les gusta Raúl. Es más fácil.
A ver si ahora, en un tiempo, puedo llevarme a mi mujer y a mi hijo a Estados Unidos. Allí tenemos familia. Aquí, no sé
En La Habana los cambios afloran. Hay obras de rehabilitación, muchas, y negocios particulares, bastantes más en los últimos meses. Basta un paseo por cualquiera de los barrios, para encontrarse con una obra. Una obrita, según los estándares españoles. Todo más artesanal, más pequeño, más despacio. Las mejoras comenzaron en La Habana Vieja --que fue el origen de todo, cinco kilómetros cuadrados protegidos por una muralla-- después de que la Unesco la declarara patrimonio mundial en 1982. Pero es ahora cuando esa mezcla de edificios históricos coloniales, preciosas construcciones art déco y bloques neoclásicos empieza a brillar. La instalación de adoquines avanza por las viejas calzadas del cogollo, sobre todo por Obispo, un bullicioso paseo peatonal en el corazón de lo que fue intramuros. Allí corre un río de turistas y habaneros casi a partes iguales. Cubanos de muchas mezclas, coquetos, altivos, limpios, que ya es difícil en una ciudad caliente y con una humedad del 90%. Cubanos guapos, vestidos para presumir, que doblan con esmero la toallita para el sudor. Cubanos listos y formados. Según la Unesco, Cuba invierte casi un 13% de su PIB en educación y el índice de alfabetización se acerca al 100%. España destina un 4,5%. Alemania un 4,8%. Estados Unidos un 5,2%.
Cuba invierte casi un 13% de su PIB en educación y el índice de alfabetización se acerca al 100%
La liberalización de la iniciativa privada en septiembre de 2010, que empezó lenta y muy controlada, impulsó uno de los cambios definitivos. Raúl Castro legalizó 178 oficios --masajista, hojalatero, vendedor de fruta y verdura, maestro particular, instructor de prácticas deportivas (con excepción de artes marciales), fabricante-vendedor de coronas y flores…-- para que Cuba dejara de ser “el único país del mundo en el que se puede vivir sin trabajar” y, sobre todo, para eliminar medio millón de empleos públicos. El Gobierno permitía abrir pequeños negocios a cambio de que los cuentapropistas pagaran un canon.
Prosperan librerías, galerías de arte, alquileres de habitaciones particulares, tiendas de decoración, bares de jazz o estudios de tatuajes. “Mira esto que llevo”, dice una chica, que luce un elaborado dibujo floral que arranca sobre la cintura y acaba a mitad del muslo. “Me habría costado mil euros en España, aquí ni cien”. Los paladares --pequeños restaurantes familiares-- pudieron aumentar el número de comensales y servir alimentos antes restringidos en locales privados: langosta, patatas y carne de vaca. En los últimos meses, tras el deshielo, que es como se habla de la nueva relación entre Estados Unidos y Cuba, como se habló del régimen de Kruschev tras la muerte de Stalin, los paladares se han multiplicado. Hay varios en cada manzana.
La liberalización de la iniciativa privada en septiembre de 2010, que empezó lenta y muy controlada, impulsó uno de los cambios definitivos
Los comercios empezaron a abrir hace dos años, cuando Raúl Castro, que sustituía a su hermano al frente del país, levantó las prohibiciones “más sencillas”. En La Habana Vieja se pueden comprar unas zapatillas de Adidas o de Puma. También unas gafas de alguna firma europea o un bolso de piel. Un gran cartel de la actriz Julia Roberts sirve de reclamo del último perfume de la marca francesa que promociona. Y en una esquina de la Plaza Vieja destaca por exótica una tienda de la boutique italiana Paul and Shark, con su toque marinero y con suéteres trenzados de algodón a casi 300 euros. Todo aparentemente ajeno al Caribe. También hay en la calle Mercaderes una tienda local de zapatos, con apenas cinco pares de mujer en el escaparate, bastos e inaccesibles, que las cubanas se paran a mirar como los niños los dulces. Manuel, cubano de Morón, cuenta que su padre era zapatero, de los que fabricaban zapatos: “Le rondaban las mujeres más guapas del pueblo”. También explica guasón que algunas, para pagar, no tenían más que sus encantos. “Tuvo mucha novias mi padre”.
La Cuba de sol y playa es un mundo paralelo. Una especie de Show de Truman donde nada falta. Y donde, salvo por algún argentino practicante, el Hasta Siempre Comandante [Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia, de tu querida presencia, comandante Che Guevara] se escucha con la misma devoción que el Macarena. El turismo es la segunda fuente de ingresos del país, por detrás de la medicina, y es, además, casi un monopolio español entre los hoteles de cuatro y cinco estrellas. A la cabeza del gran negocio está Meliá Hotels International, con 27 establecimientos y 13.000 habitaciones. Cuba cerró 2014 por encima de los tres millones de turistas. Hasta julio de este año ya se habían alcanzado los 2,1 millones. De esos la mayoría son canadienses, británicos y españoles, pero las estadísticas no cuentan a los estadounidenses que llegan a la isla a través de otro país --México, Canadá o Bahamas-- o los que directamente consiguen una visa en algunas de las 12 categorías que desde diciembre permiten la entrada: visitas familiares, actividades periodísticas, deportivas, religiosas, apoyo al pueblo cubano… Según un informe del FMI, el fin del embargo impulsará a entre 3,5 y 5 millones de estadounidenses a pasar sus vacaciones en Cuba. Así, es lógico que en una lengua de tierra de apenas 5 kilómetros, en el frágil ecosistema de manglares de Cayo Paredón, los lugareños cuenten, entre la esperanza y el miedo, que esperan hasta cinco nuevos hoteles con plazas para 5.000 huéspedes.
Aquí las casas nunca se acaban. Siempre tenemos que estar arreglándolas
Más allá de Varadero, que, en palabras de Odalys, “es un país distinto”, siguiendo la costa septentrional de la isla están los cayos que los españoles bautizaron como Jardines del Rey en honor a Fernando el Católico. Son islas e islotes de una belleza salvaje, con una vegetación exuberante, playas larguísimas y estrechas de arena casi blanca y una barrera de coral de unos 400 kilómetros. Allí, entre aves exóticas y reptiles, viven unos 30.000 flamencos rosados. Y también lo hacen los miles de turistas que se reparten entre los distintos hoteles del todo incluido. Cada día, cientos de cubanos se levantan a las cinco de la mañana y cruzan en autobús los dos ‘pedraplenes’, de 30 y 50 kilómetros respectivamente, que unen las islas con la tierra firme. Muchos viven en Morón, en la provincia de Ciego de Ávila, que ocupa la franja central de Cuba. “En Morón ahora tenemos casas de material, como las vuestras”, explica Orlando, que trabaja en la cocina de un hotel, “pero los techos son de chapa y con este calor… terminamos durmiendo en el suelo. Aquí las casas nunca se acaban. Siempre tenemos que estar arreglándolas”.
Se puede estar en Cuba sin que lo parezca. En esa otra insularidad inhóspita para los cubanos existen playas de postal reservadas a los hoteles. Arenales trajinados por batallones de operarios que limpian a diario quitando deshechos y algas. Segmentos acotados, a veces colindantes con otros en donde apenas se aventuran los turistas. Costas con otras playas todavía vírgenes de hoteles a las que van los cubanos. Llegan en autobuses y apenas ocupan un sector. Todos muy juntos. Todos vestidos. “Aquí no tenemos crema de piel y el cáncer está terrible”, cuentan aglomerados en la playa sucia, salpicada de desperdicios acumulados durante semanas. Restos de comida, latas, redes, neumáticos. Caty, que va a pescar pargos con su marido porque tiene día franco, explica que los cubanos pagan por entrar a la playa de Cayo Coco. “Esta es una playa para extranjeros”, dice. No la sienten suya. No la limpian y el Estado tampoco se afana en recoger la basura que dejan los bañistas o que arrojan los cargueros que surcan el Viejo Canal de las Bahamas.
La prostitución también es distinta en los cayos. En la Habana cada vez es menos visible. En la costa, una clientela en la que predominan ancianos europeos alquila por días a jóvenes cubanas que apenas pasan de los veinte. En un hotel, dos italianos cercanos a los 80, muy bien vestidos y muy bien comidos, muestran a dos chicas como trofeos. Ellas se aferran a sus carteras de Victor&Rolf fabricadas en Holanda, sus gafas de diseño italiano y sus vestidos de croché que apasionan a las turistas. Comparten miradas de resignación. En los ojos llevan muchos más años de los que tienen. Un sueco de nombre imposible abre su equipaje de mano. Está lleno de perfumes y cremas: “Son para mi novia cubana”.
Raúl es un habanero de unos cincuenta años que sorprende haciendo un simulacro de taichi en un restaurante de la playa de los turistas. Es de los poquísimos cubanos que puede permitirse pasar el fin de semana en un hotel a precio europeo. Pero él es carnicero, tiene una bodega, que en Cuba es una tienda en la que los locales compran con la libreta de racionamiento. Raúl explica que cuenta con una lista cerrada con casi mil clientes. El negocio está oficialmente garantizado. No muy lejos, Alejandro, que trabaja en la playa y se pasa las horas mirando un mar que apenas cambia, se queja: “Aquí solo hay ron, sexo y el invento. El invento es lo que salga. Te pasas todo el día ahí, dándole vueltas, pensando cómo sacar dinero”.
Obama debe ahora resolver si prolonga las sanciones a Cuba. Será una decisión simbólica, ya que el embargo está blindado por una maraña de normas que solo puede invalidar el Congreso
Antes de dos semanas, el presidente de Estados Unidos deberá resolver si prolonga las sanciones a Cuba bajo la llamada Ley de Comercio con el Enemigo. Será una decisión simbólica, más que otra cosa, ya que el embargo está blindado por una maraña de normas que solo puede invalidar el Congreso. Las dos cámaras legislativas están desde enero en manos de los republicanos, que se dividen entre apoyar el acercamiento que demandan mayoritariamente los estadounidenses o secundar la postura contraria de sus líderes. En 23 ocasiones, la Asamblea General de Naciones Unidas ha votado en contra del embargo. En todo ese tiempo, Estados Unidos solo ha conseguido el apoyo incondicional de Israel.
La grandeza de esa nación que sigue cubriendo muros de consignas patrióticas es tan misteriosa como reconocible en cada individuo. Los cubanos han sabido construir un pueblo digno en las condiciones más difíciles. Lo refleja una sociedad que no solo utiliza el trabajo para subsistir. El trabajo es el medio en el que se afanan para reivindicarse. El sentido artístico es intrínseco. Cualquier curioso puede comprobarlo. Bastan unas horas en el país para comenzar a percibir que el mismo impulso íntimo alienta a médicos, jardineros, mecánicos, guías de pesca, funcionarios, bailarines o músicos. ¡Y qué músicos! Cada hotel, cada establecimiento de restauración, tiene su espectáculo, su formación habitual, su maestro de flauta, su cuidadoso guitarrista, su virtuoso del laúd, su perspicaz bajo, su percusionista inolvidable, su voz mágica.
La Habana Vieja es un laberinto de resonancias. A todas horas. Desde el ángulo menos insospechado puede asomar lo inefable. Frente al tremendo Palacio de los Capitanes Generales, en el recoleto parque Ruminahui, o en el Café París. Un dúo, un conjunto sonero, o un grupo salsero reproducen con matices el innumerable patrimonio folclórico de la isla. Voces, intérpretes, melodías, ritmos y sonidos tan profundos y peculiares como la cultura sagrada que traslucen y que suma, casualmente, a viandantes o espectadores locales en exhibiciones de rigurosa improvisación de un estándar de hierro. Como si en este rincón de la Tierra proliferasen las dudas existenciales pero no las ontológicas. Como si cada uno supiera tocar con exactitud cada nota en la partitura general de la historia común. Como el viejito guajiro que aparta el plato de frijoles y se arranca sin desentonar en pleno concierto: “¡Esa cosa que me hiciste mami, ¡me gustó…!”.
Es noche sin luna en La Habana. Acaba de caer un chaparrón tropical y faltan horas para que vuelva a ondear la bandera de Estados Unidos en el gigantesco edificio estilo internacional de Walter Gropius que abriga la embajada. La capital cubana es una fiesta. Una fiesta oscura, casi clandestina, que,...
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Vanesa Jiménez
Periodista desde hace casi 25 años, cinturón negro de Tan-Gue (arte marcial gaditano) y experta en bricolajes varios. Es directora adjunta de CTXT. Antes, en El Mundo, El País y lainformacion.com.
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