Edvard Munch: pánico a la vida
El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid abre una gran exposición dedicada al artista noruego en la que podrán verse ‘La niña enferma’, ‘Mujer vampiro’, ‘El beso’, ‘Celos’, ‘Pubertad’ y una versión litográfica de ‘El grito’, entre otras obras
Pablo Ortiz de Zárate Madrid , 3/10/2015
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Vivió atormentado por la depresión y el alcoholismo, pero se negó a tratarse para poder pintar de primera mano el lado más oscuro del alma humana. Obsesionado con la muerte y el pecado, perder la virginidad le creó un permanente miedo al sexo y a las mujeres. El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid --ciudad que acogió la última gran muestra del artista en 1984-- exhibe desde el 6 de octubre a este padre del arte moderno de quien apenas hay obras en España.
El artista noruego padeció agorafobia, lo que marcó su forma de pintar paisajes. Memorizaba rápidamente las escenas de sus cuadros para estar al aire libre lo menos posible y luego las reproducía de memoria
Cuando Edvard Munch (Loten, Noruega, 1863-Ekely, Noruega, 1944) era pequeño, no le contaban precisamente cuentos de hadas para irse a la cama. Su padre, seguidor de Edgar Allan Poe y con una fe cristiana casi obsesiva, le leía historias de terror y le amenazaba con el demonio si no se dormía pronto. Desgraciadamente, esos relatos sobre la muerte se convirtieron en realidad para el pequeño: con 5 años perdió a su madre y con 14 a su hermana mayor. Ambas murieron de tuberculosis, una enfermedad que estuvo a punto de acabar también con él y que le obligó a pasar la mayor parte de su infancia y juventud encerrado en casa, sin apenas ir a la escuela ni relacionarse con nadie. Esta vida sombría le convenció de que una maldición familiar le había condenado al sufrimiento y así lo dejó escrito en su diario: “Vine al mundo asustado y viví con un miedo perpetuo a la vida y a la gente”.
Munch utilizó el arte como terapia para aliviar toda esa ansiedad y cuando algo le hacía sufrir, lo pintaba para sacarlo de su mente. Por eso los colores y las formas de sus cuadros no se corresponden con la realidad, sino que representan las cosas tal y como él las veía en su cabeza. No es de extrañar, por tanto, que su primera gran obra, La niña enferma, esté dedicada al acontecimiento que más marcó los primeros años de su vida: la muerte de su hermana Sophie.
En el cuadro, una de cuyas versiones ha viajado a Madrid, se ve a la pequeña en sus últimas horas mientras su tía (que cuidaba a la familia desde la muerte de la madre) le sujeta la mano y agacha la cabeza consciente de que el final está cerca. El pintor, a quien el sentimiento de culpa por no haber podido ayudarle le atormentó siempre, se obsesionó tanto con capturar la energía de su hermana desaparecida que pintó el cuadro sentado en la misma silla donde ella murió. Munch guardó ese mueble durante toda su vida y hoy se conserva en el Museo Munch de Oslo, institución que ha prestado la mayoría de obras presentes en la exposición del Thyssen. Cuando después de un año dio por terminada la obra, el artista se echó a llorar contemplándola y añadió pintura con spray para imitar la visión borrosa de quien mira con lágrimas en los ojos.
Munch hizo muchas copias de sus cuadros más famosos porque nunca se quedaba satisfecho con el resultado. El grito, del que hay cinco versiones, está representado en la exposición del Museo Thyssen por una de sus litografías
Pese al amor que puso en la obra, La niña enferma no le gustó a nadie en su presentación de 1885. Se alejaba mucho de los cánones académicos clásicos y era demasiado atrevida incluso para los impresionistas, que acababan de poner patas arriba la historia del arte. Ni siquiera los más adelantados se habían atrevido a tanto: Van Gogh aún estaba inmerso en su etapa realista y Gauguin no había empezado todavía su revolución. Los pocos que fueron a verla se mofaron de ella, su familia sintió vergüenza e incluso uno de sus amigos la llegó a calificar de “mierda asquerosa”. Hoy La niña enferma está considerada el inicio de un estilo fundamental: el expresionismo.
Alcoholismo y mujeres
Munch no lo tuvo fácil para dedicarse a la pintura. Debió enfrentarse no sólo a su puritano padre, sino incluso a sus vecinos y amigos de la iglesia. Cuando anunció que quería matricularse en la escuela de arte, la familia empezó a recibir cartas anónimas con fragmentos subrayados de la Biblia augurándole terribles pecados. Su padre llegó a tirarle algún cuadro en el que aparecían mujeres sin ropa y el joven estudiante tenía que esconder las fotografías de modelos con las que aprendía a pintar desnudos.
Quizá como protesta ante tanta represión, el joven decidió meterse en el círculo artístico más bohemio y polémico de Oslo. El pesimismo radical hacia la humanidad de sus nuevos amigos encajó perfectamente con el carácter depresivo de Munch, que descubre además dos cosas que acabarán arruinándole la vida: la absenta y el sexo.
Para Munch sus cuadros eran como sus hijos. Se negaba patológicamente a vender sus favoritos, incluso cuando no tenía ni para comer. Sin embargo, los maltrataba sin piedad: les daba patadas y les tiraba bebidas
El artista empezaba a beber desde antes del desayuno y llegaba borracho a casa todos los días. Para no tener que comer con su familia en ese estado, conseguía comida a cambio de cuadros en el restaurante de un conocido. Tanto alcohol agravó sus problemas mentales hasta provocarle con los años una demencia paralítica que le obligó a ingresar en una clínica psiquiátrica. Aun así, nunca quiso curarse de sus delirios y se negaba a dejar de beber porque, según él, esa vida de miseria le permitía estudiar las profundidades más oscuras del alma humana: “No quiero deshacerme de mi enfermedad. Mi sufrimiento es parte de mí mismo y destruirlo acabaría con mi arte. Igual que Leonardo da Vinci estudió anatomía humana diseccionando cadáveres, yo quiero diseccionar almas, penetrar en el territorio místico del inconsciente”.
Pero casi más que el alcohol, el gran problema de la nueva vida como artista de Munch fueron las mujeres. Las abiertas costumbres sexuales de sus compañeros y compañeras de la bohemia no encajaban nada bien con su educación religiosa. No entendía, por ejemplo, cómo su mentor, Christian Krohg, podía compartir a su mujer con dos de sus mejores amigos. Para empeorar las cosas, su primera experiencia sexual, con 22 años, le supuso un trauma del que no se recuperó. Fue con Millie Thaulow, la esposa de un militar adinerado amigo de su hermano, en una fiesta familiar durante las vacaciones. Tras la cena, ella le llevó de paseo a la calle con la excusa de tomar el aire y acabaron refugiándose en la oscuridad del bosque. Munch, marcado por las terribles historias de pecadores y demonios vengativos que le contaba su padre de niño, sintió pánico por las consecuencias del adulterio. Según relató en su diario, fue como si ella, pletórica de energía tras el acto sexual, le hubiera chupado toda la sangre, dejándole vacío y sin fuerzas. El resultado de lo ocurrido es la obra Mujer vampiro (presente también en la muestra), en la que la amante aparece mordiéndole el cuello y que acabará siendo el símbolo de su visión negativa de las mujeres.
Aunque físicamente no era muy atractivo, Munch poseía un imán para el sexo femenino y tuvo multitud de amantes. Sin embargo, sufría alergia al compromiso y en cuanto la relación con ellas se ponía seria huía despavorido: “Decidí siendo muy joven que nunca me casaría. Siempre he puesto mi pintura antes que cualquier otra cosa y las mujeres se han interpuesto a menudo en mi camino hacia el arte”. A pesar esto, las tortuosas relaciones amorosas que tuvo en su vida no sólo no entorpecieron su carrera, sino que dieron pie a algunos de sus mejores cuadros. El grito, que también puede verse en las salas del Thyssen en una versión litográfica, lo pintó tras sufrir un desamor, aunque con el tiempo se ha interpretado como una representación general de la angustia existencial.
Obsesión con la muerte
Antes de cumplir los 30, Munch consigue salir del asfixiante ambiente familiar gracias a una beca de estudios en París, pero el fallecimiento de su padre le hunde allí en una grave depresión. Abrumado por las malísimas críticas que recibe, sin dinero ni para comer y debilitado por ingentes cantidades de alcohol, se obsesiona con el suicidio. Sin embargo, la idea de usar su propia desgracia para pintar la miseria humana es más fuerte que su miedo a la vida, así que sigue adelante radicalizando sus costumbres. A la habitual dieta de absenta, brandy y champán, le añade ahora el juego: se va a Niza, donde se hace habitual de los casinos y pierde lo poco que le queda de su ayuda de estudios.
Paradójicamente, fueron las malas críticas las que salvaron su carrera. Algunos miembros de la Asociación de Artistas de Berlín conocieron sus cuadros por casualidad y decidieron invitar al pintor maldito a exponer en una gran exposición en la capital alemana. El estilo de Munch desagradó a la alta sociedad germana debido a que era contrario a todas las modas del momento. Atacaba al realismo porque sólo representaba lo visible, olvidándose del alma humana, y al impresionismo por ser un simple truco óptico empeñado en mostrar únicamente cosas bonitas y alegres. Para él, la pintura debía ser tan inquietante y desagradable como la vida misma. La exposición de Berlín fue tal escándalo que incluso el diario Frankfurter Zeitung hizo un llamamiento a “luchar contra ese pintor farsante y envenenador del arte llamado Edvard Munch”. Los organizadores terminaron cerrando la muestra a los seis días de su inauguración por, según dijeron, “respeto al arte y el esfuerzo artístico”.
Pero, como suele ocurrir, nada mejor que una buena polémica para darse a conocer. Munch se convirtió de la noche a la mañana en el artista más famoso de Alemania y empezaron a lloverle las exposiciones y encargos. Desgraciadamente, pese a su éxito profesional, su vida personal cambió poco: seguía bebiéndose todo lo que ganaba, con la única diferencia de que ahora eran sus mecenas los que se encargaban de ir por los bares pagando las facturas.
Odiado por Hitler
Cuando está en la cima de su reconocimiento y es adorado por los expresionistas como fundador de ese nuevo estilo, la I Guerra Mundial le deja sin clientes alemanes, su grupo más numeroso de admiradores. La situación se agrava con la llegada de los nazis en los años 30: casi todos sus compradores son perseguidos, bien por ser judíos o por sus ideas políticas liberales. El propio Munch fue objetivo de Hitler, que le incluyó en la lista de artistas degenerados y confiscó 82 de sus cuadros. Por suerte, amigos y admiradores del artista consiguieron llevarse muchas obras a Noruega, hasta que la invasión nazi del país les obligó a esconderlas de nuevo.
Tras su fallecimiento, ese mismo régimen que tanto le despreció quiso apropiarse de su éxito tardío y le organizó un lujoso funeral de Estado plagado de esvásticas. El pintor pasó sus últimos años aislado del mundo en una casa de campo en Noruega, donde contrataba a chicas jóvenes que le hicieran a la vez de modelos, amas de casa y, parece que ocasionalmente, de amantes. Edvard Munch nunca tuvo miedo a morir porque, como decía, fuese como fuese no podía ser más terrible que lo que había sufrido en vida: “Ya experimenté la muerte al nacer. Para mi el verdadero nacimiento es morir”. Toda esa angustia está concentrada en las casi 80 obras que ha reunido el Thyssen en Madrid.
Edvard Munch. Arquetipos. Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, con la colaboración del Munch Museet de Oslo. Comisariada por Paloma Alarcó y Jon-Ove Steihaug. Del 06 de octubre de 2015 al 17 de enero de 2016.
Vivió atormentado por la depresión y el alcoholismo, pero se negó a tratarse para poder pintar de primera mano el lado más oscuro del alma humana. Obsesionado con la muerte y el pecado, perder la virginidad le creó un permanente miedo al sexo y a las mujeres. El
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Pablo Ortiz de Zárate
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