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“Miedo no llegué a sentir. Sabía que me iban a dormir, que si volvía a despertar era que todo había ido bien y que si no era así, era mi hora y ya está”. Así afrontó Ángel Correa, después de cumplir su sueño de fichar por el Atlético, su ingreso en el quirófano, para someterse a una microcirugía en Nueva York para tratarle un tumor benigno en el corazón. Una cardiopatía menor para un ciudadano de a pie, pero algo bastante serio y delicado para un futbolista de élite, alguien sometido a la exigencia del máximo rendimiento que implica el deporte profesional. La lesión --detectada a tiempo en la revisión médica-- habría podido ser un mazazo para cualquier chico joven que, con 19 años, tenía que afrontar una situación de tal calibre. Habría sido un duro golpe para cualquiera, pero no para Correa. No para un chico hecho a sí mismo, no para un carácter forjado en la calle, no para un talento hijo de la calle y el barrio, no para un chaval que perdió a un hermano y también a su padre siendo apenas un niño.
Angelito Correa, que durante toda su vida ha salido airoso de una constante carrera de superación, apretó los dientes, hizo fácil lo difícil, se operó, pasó meses sin jugar --toda una tortura para un futbolista con maneras de estrella-- y, poco a poco, fue tratando de quemar etapas hasta convertirse en uno más del grupo, en uno más de esa pequeña familia que tutela Simeone. Siempre agradecido, eternamente en deuda con el Atlético, que no le devolvió a su club, ni paró el fichaje, sino que se volcó en su recuperación y en tranquilizar a su familia, Correa pasó el mal trago con entereza, hombría y tesón. Asumió el desafío como una lección más de vida, aceptó el reto y se dedicó a trabajar, en silencio y con constancia, para ponerse al día, entreno a entreno, hasta completar su puesta a punto. Tras seis meses de baja, después de una larga espera, hoy Correa disfruta el presente, mira al futuro y entierra el pasado. Su enorme cicatriz, justo debajo del tatuaje más reconocible --ese que pone “familia”--, le recuerda que la persona siempre está por delante del jugador y que, en esta vida, nada es sencillo. Sin prisa, pero sin pausa, con una dosis de prudencia extrema --la herida del pecho tardó en cicatrizar y había que evitar golpes en esa zona delicada--, el cuerpo técnico del Atlético fue incorporándole, poco a poco, a la disciplina del equipo.
Después de una recuperación paulatina, cuidadosa y complicada, Angelito, una bomba de relojería lista para explotar en el Calderón, tuvo vía libre de los médicos y Simeone, su gran valedor, respiró aliviado. Con él disponible, su Atlético gana un estilete extraordinario, un jugador diferente, un agitador de partidos. Un revulsivo de cañón corto y cintura de goma. Un talento superlativo para los últimos metros, un tipo capaz de girar sobre sí mismo en una baldosa, un punta con descaro y un solista con rebeldía. Alguien que, a pesar de su corta edad, maneja los códigos del barrio, es hijo del potrero y lleva, inoculado en las venas, el sabor del fútbol de la calle. Alguien capaz de dinamitar cualquier partido, de solucionarlo por la vía rápida y de reventar cualquier defensa. Simeone lo sabe, sus compañeros lo reconocen y el Calderón, que tiene olfato para estas cosas, huele a kilómetros el talento de un chico que tiene perfume de estrella. El tiempo y la pelota dirán.
Lo que es indiscutible es que la mejor virtud de Angelito es su personalidad. Esa que le acompaña cada vez que engancha la pelota y el público intuye que algo diferente va a suceder. Esa que demuestra en cada entrenamiento cuando sus compañeros se quedan con la boca abierta cuando conduce la pelota en carrera, rompiendo la presión. Esa que transpira, a pleno plumón, sobrellevando los golpes de la vida. Esa personalidad intransferible que transmite, desde la valentía, alguien que ha sabido sufrir y trabajar, en silencio, hasta revertir una situación delicada que, a base de tenacidad, ha convertido en una lección de vida y superación. Correa atesora muchas virtudes. Ninguna como su enorme personalidad, que tuvo su origen en la fe de su madre, que se desarrolló en el barrio y que hoy, amén de una enorme cicatriz que ya parece uno de sus tatuajes, parece de acero. Con la pelota, Ángel tiene ángel. Y con ella y sin ella, tiene una personalidad aplastante.
“Miedo no llegué a sentir. Sabía que me iban a dormir, que si volvía a despertar era que todo había ido bien y que si no era así, era mi hora y ya está”. Así afrontó Ángel Correa, después de cumplir su sueño de fichar por el Atlético, su ingreso en el quirófano, para someterse a una microcirugía en Nueva York...
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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