Mirando a la muerte a los ojos
Si hay un ciclista que es vida, una sonrisa pícara, sol y luz, champán y noches que no se terminan, ese es Jacques Anquetil. Pero hubo un tiempo en el que Anquetil no sonrió. El 5 de julio de 1964, en Andorra, 'maître' Jacques se convence de que va a mori
Marcos Pereda 7/10/2015
Jacques Anquetil.
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Si hay un ciclista que es vida, que es una sonrisa pícara, que es sol y luz, champán y noches que no se terminan, ese es Jacques Anquetil. Lo pueden ver en las inmortales fotos que consiguió Cartier-Bresson, instante decisivo sobre la madera del infausto Vel d´Hiv, donde el joven Jacques está charlando, ojos azules de hielo, pelo rubio en bucle, sonrisa de galán clásico, con una joven arrobada. Ese fue Anquetil, ese y no otro. El de los cinco Tours, pero también el de los escándalos, el de la vida licenciosa, el del incesto con su hija política en aquel château normando cuyas paredes guardan mil secretos. Ese…
Pero hubo un tiempo en el que Anquetil no sonrió, un día en que su semblante alegre y confiado se cubre de fatalidad, de ese aura funesta tan sturm und grand que era propia del ciclismo clásico. Sucede el 5 de julio de 1964, en Andorra. Y él, maître Jacques, allí, se convence de que va a morir.
Pero pongamos antecedentes. A principios de 1964 Anquetil es, indiscutiblemente, el mejor corredor del mundo. Pero Francia, su Francia, no lo quiere. No lo ama porque es frío, porque parece que gana sin esfuerzo. No lo ama, sobre todo, porque está él. El otro. Siempre el otro. Raymond Poulidor. Y Poulidor, señores, es una cosa seria. “Jamás he visto una popularidad tan grande como la que tiene Raymond”, dirá su director, el venerable Antonin Magne, “jamás, ni con Pelissier ni con ningún otro hombre”. Algunos hogares del Limousin presiden su sala de estar con tres retratos: a ambos lados el del patriarca de la familia y el de la santa Bernardette Soubirous, la vidente pastora de Lourdes, en el centro el rostro afable, bonachón, del ciclista que todos conocen como Poupou. Si a Anquetil le silba la afición, Poulidor alcanza unas cotas de popularidad y aprecio tales que uno no sabe si realmente aparecía rodeado de un halo de santidad en algunas fotos…
Poulidor alcanza unas cotas de popularidad y aprecio tales que uno no sabe si realmente aparecía rodeado de un halo de santidad en algunas fotos…
En medio de este clima, la que parece batalla definitiva entre los dos colosos galos habrá de llegar en julio. Y hasta entonces las sensaciones son muy diferentes. En el Critérium Nacional de Revel Poulidor se impone de forma majestuosa, mientras Anquetil, enfermo, tiene que terminar la prueba en coche. Primer asalto para el de Masbaraud-Mérignat, que amplia poco más tarde su palmarés con la general de la Vuelta a España, una carrera que vence con facilidad gracias al cainismo típico del ciclista hispano de la época, con Otaño, Jiménez y Manzaneque más preocupados de que no ganara el compatriota que de distanciar al galo, y el sabio Pérez Francés diciendo que esa sería la única grande que ganaría Poulidor, “y porque se la hemos regalado”. Mira que era listo el cínico de Peñacastillo… Pero de eso hablaremos otro día.
Así que Anquetil llega a su primer gran reto del año, el Giro de Italia, con la casi obligación de imponerse. Y lo hace, pero a costa de un sufrimiento extremo en los Alpes y los Dolomitas, en una de las ediciones más duras orográficamente de la corsa rosa, y que nos deja la imagen del inmortal Jacques retorciéndose como un perro sobre las pendientes inmisericordes y enlodadas del Gavia, clavado como nunca en su vida, sufriendo como si no hubiera mañana. Y lo consigue, logra vencer la general, pero se deja en el camino unas fuerzas que, según todos los analistas, echará a faltar en Francia.
No importa, él es Jacques Anquetil, el normando de los cabellos de oro. Y Jacques Anquetil sonríe, Jacques Anquetil bebe y baila. Hasta que ocurre. Y Jacques deja de danzar, deja de reír.
Unos días antes del comienzo del Tour de Francia el periódico France-Soir encarga a Belline, un “vidente” muy conocido en la época, que haga sus predicciones sobre una carrera que se presenta más apasionante que nunca. Entre ellas, al tal Belline no se le ocurre otra cosa que afirmar que Jacques Anquetil fallecerá durante el transcurso de la 13º etapa, entre Andorra y Toulouse… Y el presagio se publica, como si nada, en la prensa nacional francesa.
Anquetil no era especialmente supersticioso, pero debemos reconocer que una información tan precisa y terrible debe de impresionar, por mucho que no se quiera exteriorizar. Así que el hombre se encuentra realmente deprimido el día antes del fijado para su muerte, una jornada de descanso en Andorra. Y eso que la carrera marcha ideal para él, con Groussard de líder pero con una magnífica posición en la general después de pasar todo el bloque alpino escalando como nunca antes se le había visto hacerlo.
Ese día de reposo acabará siendo uno de los más recordados y enigmáticos de la historia del ciclismo. Amanece con Anquetil en su habitación, la persiana bajada, tumbado en la cama, sin ganas de ver a nadie. Su director, el inolvidable Gemianini (y de este habrá que hablar otro día, porque es otro personaje de leyenda, con intentos de asesinato de por medio en plena carrera) le pide que salga a entrenar. “No quiero, Gem, entiéndelo”. Raphäel insiste: “Sal al menos a dar un paseo, esta oscuridad no te puede venir bien, Jacques, tú eres luz, eres sol, mira, está aquí Janine, tu esposa Janine, no la dejes sola, acompáñanos a la calle”. Y Jacques, claro, se levanta y sale, cabizbajo y meditabundo, porque era incapaz de negar nada a Janine como Janine jamás pudo negarle algo a él.
Aquel día la prensa que sigue el Tour celebra una pequeña fiesta al aire libre, un picnic improvisado en Andorra. Gemianini lleva allí a su corredor, que se deja dirigir, sumiso y pensativo. Cuando llegan, le acerca una pierna de cordero recién asado. Anquetil posa para los fotógrafos llevándosela a la boca. Y aquí empieza la bruma, las dudas. Unos dicen que solo se la acercó a los labios para satisfacer a los periodistas que estaban allí. Otros apuntan que Anquetil se dio un atracón, que lo regó todo con abundante sangría --“no irás a traerme comida sin sangría, ¿verdad Gem?”--, que acabó tomando su sempiterno champán. Verdad o ficción, qué importa… Leyenda, en suma.
Sus rivales se enteran, ven las fotos, se encorajinan. Todos han salido a rodar en el día de descanso, como es preceptivo, y ese muchacho, ese que les gana siempre, no solo no entrena sino que se va de fiesta. Lo pagará, vaya si lo pagará. Y se produce una entente que comprenderá a todos los escaladores de la carrera, entre ellos, Bahamontes, Jiménez y Poulidor, los tres más fuertes. Y nada más iniciarse la etapa, esa en la que Anquetil debería fallecer si hacemos caso al desalmado de Belline, atacan en la interminable subida a Envalira, que amanece perezosa, empenachada en niebla como si tuviera legañas de la noche.
Y Anquetil se rompe. Se rompe por dentro. No puede pedalear, está congestionado, su rostro enrojecido, él, que nunca parecía sufrir. Las piernas hinchadas, líquidos retenidos de la inactividad. Los brazos torpes, la cabeza gacha rumiando pensamientos funestos, el pedalear cansado, las últimas rampas, las más duras, reptando a paso de amateur, totalmente clavado, empujado de forma indigna por los pocos espectadores que se acercan a ver la carrera que no se ve, esa que las nubes juguetean a escamotear.
Y es así como en la cima de Envalira, Anquetil tiene más de cuatro minutos de retraso y la carrera perdida. Y allí, en mitad de la nada, en ese silencio tan espeso, tan particular que se le pone a las montañas cuando están cubiertas de niebla, el rabioso Gemianini se acerca a su pupilo. Y entonces sucede. Magia, seguramente. Gem le pasa una ponchera llena de champán --“o le revienta o le hace despegar”-- y le grita unas palabras que quedan para la historia: “Si tienes que morir hazlo como un campeón, Jacques, no en el grupo de cola”. Anquetil lo mira, sonríe. Bebe champán, le insulta en broma… Y despega…
Louis Rostollan le ha acompañado durante gran parte de la subida pero lo pierde de vista en las primeras curvas del descenso de Envalira. “Cuando lo vi partir me dije: ‘Louis, es la última vez que ves a ese hombre con vida”. Anquetil desciende a ciegas entre una niebla algodonosa y húmeda, guiándose por estímulos externos. “La verdad es que rocé la muerte en varias curvas, sí. Me iba fijando en las luces traseras de los coches que me precedían… Si iluminaban más es que llegaba una curva. Después, cuando no había coches, afinaba el oído para escuchar los frenos de los ciclistas que iban unos metros más adelante, una curva más abajo. Cada vez que chirriaban, curva. Y así, poco a poco, lo iba logrando”.
“Bajaba como si mi alma se estuviera evadiendo, corriendo hacia alguna frontera interna, las armas guardadas, a pecho descubierto”. Y llega, lo consigue, captura al gran grupo, logra reducir esos cuatro minutos de diferencia en uno de los momentos icónicos de esta carrera centenaria. “¿Y Belline, Jacques?”. Y el normando, rubio, ojos de profundo mar del norte, sonríe. “No había Belline en Envalira. No más Belline”.
Quedaba todavía mucha etapa, quedaba la avería de Poulidor, la torpeza del Mercier, el tiempo perdido en meta. Quedaba la etapa de Pau, el egoísmo poco inteligente de Bahamontes. Y quedaba, sobre todo, el Puy de Dôme. La imagen suprema, la fotografía inmortal. La metáfora del duelo.
Pero esa es, sí, otra historia.
Si hay un ciclista que es vida, que es una sonrisa pícara, que es sol y luz, champán y noches que no se terminan, ese es Jacques Anquetil. Lo pueden ver en las inmortales fotos que consiguió Cartier-Bresson, instante decisivo sobre la madera del infausto
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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