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Por fin el confuso rodaje ha terminado. Llevó una semana persiguiendo por la Ciudad Vieja elusivas postales de Jerusalén. Sabía de entrada que nada que yo contara sobre tan disputado epicentro del planeta —para mí completamente ajeno— tendría legitimidad ninguna. Así que opté por consagrar el breve documental que me había sido encomendado a sus tarjetas postales. Sí, sus tarjetas postales. Una manera, claro, de no pronunciarme.
Tras fustigar de arriba para abajo a un mínimo equipo de rodaje que no atina a saber qué quiero (principalmente porque ni yo mismo lo sé), es grato para todos sentarnos al fin a fumar chicha y beber té en una de las largas galerías abovedadas y oscuras que dan acceso a la Explanada de las Mezquitas.
Un gélido poyo de cantera corre al pie del muro centenario. Banquitos cojos, mesas octogonales. Un viejo mal rasurado nos distribuye astrosos cojines y vasitos de té. Trae, de una covacha sombría, dos grandes narguiles ya preparados: tabaco aderezado con melaza de manzana. No hay a esa hora otra clientela y nuestra cámara, trípode, cinturones de baterías y equipo de grabación estorban desenfadadamente el paso. Somos, como en los chistes, un mexicano, un español, un francés, un israelí y un árabe-israelí —denominación, ésta última, problemática: Meher Dana prefiere llamarse árabe-palestino.
Mis camaradas pueden relajarse al fin. También yo intento hacerlo, aunque sé bien que la película se me ha escapado, que la gracia se ha portado esquiva y poco o nada habrá en mis bandas de vídeo. Porque grabamos en bandas, sí: corre el año de 1999 (bueno, eso en el calendario gregoriano; en el hebreo es ya el 5760 y en el calendario islámico apenas 1420.) Pero aunque se vivan fechas distintas, se comparte el presente. Para efectos prácticos la ciudad de Jerusalén está, una vez más en su atribulada historia, en estado de tensión: en menos de un año, el infame Ariel Sharon irrumpirá en la Explanada de las Mezquitas, provocación que dará inicio a la Segunda Intifada.
De momento, la Explanada es el arco cegador en que culmina el húmedo y helado túnel. En contraluz, una garita; las siluetas de tres guardias armados que exigen a los fieles sus documentos de identidad.
La manguera, con su boquilla de metal, comienza a pasar de boca en boca. Un humo blanco borbotea en el agua antes de brotar y ascender, ya filtrado por el aparato respiratorio, en morosas, fragantes bocanadas. Pronto le cogemos el modo y la chicha nos impone su ritmo. Cada inhalación relaja más los hombros, suelta aún más la lengua, lanza la mente a flotar. Reímos, a menudo a mis costillas, de las peripecias de la semana.
Hasta entonces, Meher Dana me ha resultado bastante opaco. De naturaleza desconfiada y retraída, la fachada de cara al público —la de alguien siempre dispuesto a complacer— raramente me dejaba leer lo que en verdad pensaba. Así que me sorprende, entre bocanada y bocanada, que se torne locuaz.
Sopla sobre el vaso de té con cardamomo, se apodera de un narguile y nos cuenta —palpable en su tono exaltado el sentimiento de haber pertenecido a algo, de haber luchado por algo— la Primera Intifada (1988). Poco importa que nada se haya obtenido: esos álgidos meses de trifulca constituyen, sin duda, su épica personal.
Meher Dana es mi facilitator. La etiqueta viene del reportaje radiofónico y designa al contacto en el terreno que ayuda a conocer interlocutores, abrir puertas, aceitar relaciones. Ansioso como estaba yo por sacudirme el vergonzante estatuto de turista, lo contraté por desesperación cuando él mismo me abordó frente al Santo Sepulcro: me urgía que alguien me ayudara a navegar los múltiples niveles de la Ciudad Vieja.
No pude haberme equivocado más. En el transcurso de la semana, le pedí que me granjeara el acceso a azoteas, a un salón de clases, una panadería. Nada, a priori, demasiado difícil.
—No problem, yes, no problem —asentía siempre Meher Dana. Pero, llegado el momento, la cosa simple y llanamente no ocurría.
(Un ejemplo: quiero rodar un plano en un salón de clases y le pregunto si tiene algún contacto en una escuela primaria.
—Absolutely no problem —me asegura.
Un par de días más tarde inquiero cómo avanza con lo de la escuela. Quizás ya debería yo hablar con el director… Nervioso, Meher Dana me responde que aquí todo es muy, muy complicado. Acto seguido me expone su plan: vamos a poner un pizarrón, unas bancas; tiene muchos sobrinitos y sobrinitas que podemos sentar delante. Su esposa hará de maestra.
Incapaz de sacudirme los prejuicios de novato contra la puesta en escena documental, dejo pasar la ocasión).
Un lustro mayor que nosotros, meros estudiantes de cine, Meher Dana tendrá unos 35 años. Alto, de complexión delgada, camina ligeramente encorvado. Apuesto al modo levantino, tiene un rostro triangular de tez aceitunada, nariz fina, las mejillas hundidas y un bigote más bien ralo. Los ojos son muy negros, muy precisas las cejas. La parte izquierda de su frente ostenta una misteriosa abolladura. “¡Uy, eso debió doler!”, pensé nomás de verla.
Vive en Jerusalén Este. No lejos, en una de esas cañadas al pie de la Ciudad Vieja en las que el Ejército israelí dinamita de cuando en cuando construcciones. Se gana la vida como puede. A veces vende dulces, otras se improvisa como guía —como cuando me viera, con el norte perdido, ante el Santo Sepulcro.
A Meher Dana le asoman en el brazo, bajo la playera, los azulados ribetes de un tatuaje. Pareciera el dibujo de una jamsa, esa omnipresente palma de una mano, simétrica, con el pulgar y el meñique curvados hacia fuera y el ojo de Dios en el centro. Tanto el islam como el judaísmo la comparten como un vago talismán.
Noam, el asistente de cámara israelí, rebate en un punto de detalle la épica de pedruscos de Meher Dana y la plática se interrumpe, se atolla.
Por salvar el bache de silencio, pregunto a Meher Dana por su tatuaje. Qué es, cuándo se lo hizo…
Se sube un poco la manga. Aparece la mano abierta. Algo lleva encima, escrito en árabe.
—Es una jamsa, la mano de Fátima. Protege del mal de ojo —explica parcamente.
—¿Y arriba qué dice?
—Aquí —señala con el dedo— dice al Quds. Mi ciudad.
Al Quds es el nombre árabe de Jerusalén.
—Acá tengo más —se alza la manga derecha y nos enseña otro tatuaje: una lista de palabras en árabe, la primera es de trazos más anchos.
—¿Y eso?
—It’s a long story! —sonríe. Una vez más, su semblante se anima.
Hace ya mucho, antes de la Intifada, Meher Dana se enamoró de una muchacha del barrio: Fátima.
—Aquí entre árabes las cosas no son como con ustedes —acota Meher Dana en su inglés de guía de turistas. —A las muchachas no se las puede tocar. Uno siente un gran, gran deseo, y es difícil aguantarse, pero a la muchacha nunca la tocas. Ni aunque ella quiera. Es difícil. Siempre hay primos o hermanos vigilando, prestos a romperte el hocico. No, aquí las cosas no son como allá, con ustedes…
A veces se cruzaban por la calle, o en el mercado. Meher Dana aprovechaba cada ocasión para declararle su amor. Fátima no le creía: lo trataba de embustero. Que la muchacha idolatrada lo tratara de hablador lo sacaba de quicio. Un poco desesperado —como cuando se está enamorado de Fátima—, Meher Dana optó por tatuarse el brazo derecho con un nombre.
Fátima.
En hermosa grafía árabe.
Un par de días más tarde, ya calmados los escozores en el brazo, sin ser visto, anduvo siguiendo a su amada por la Ciudad Vieja. La abordó en las escalinatas de la Puerta de Damasco. Se alzó la manga, puso en tensión el bíceps, y mostró, a la incrédula Fátima, su nombre. Indeleble.
El gesto desesperado inclinó las cosas ligeramente en su favor. Fátima dejó de llamarlo embustero, aunque le pidió que guardara el tatuaje secreto. Cosa que ella no hizo: las amigas de su amada cuchicheaban al mirarlo pasar.
En eso, ocurrió algo inesperado.
Tiempo atrás, Meher Dana había tramitado el pasaporte israelí. Muchos árabes-palestinos se rehusan, por principio, a tramitarlo —aunque los habitantes de Jerusalén Este, que el Estado de Israel considera árabes-israelíes desde 1967, tienen pleno derecho--. A sus 19 años, Meher Dana no veía muchas perspectivas. Se había enterado de un programa piloto de visas de trabajo que ofrecía el Departamento de Estado norteamericano. Eran casi imposibles de obtener, pero igual apuró el papeleo, pidió el afrentoso pasaporte —que le dieron—, y metió su solicitud. Pronto se olvidó del asunto. Y resulta que, muchos meses más tarde, ¡le concedieron el visado!
¡Un vástago en los Estados Unidos! ¡Un hijo que enviara, de cuando en vez, algunos dólares! La familia hizo una gran fiesta en la que sirvieron cordero a todos los vecinos. Incluso Fátima se asomó tímidamente por ahí…
Para Meher Dana el american dream, asequible de pronto, cobra un amargo significado: cierra definitivamente la puerta a su incipiente historia de amor.
Vaya dilema. Desgarrado entre el deber filial y las exigencias del corazón, opta por lo impensable: a la semana de la fiesta, rompe su pasaporte israelí en pedacitos y se ensaña con los papeles de la visa norteamericana.
Tan romántico gesto desató la cólera paterna: su padre, su tío, dos hermanos mayores, lo escarmentaron a patadas, lo tundieron a garrotazos.
Meher Dana se echa el pelo hacia atrás y nos muestra el añejo descalabro.
Fue a dar a una cama de hospital, con fracturas múltiples. Tres semanas pasó hospitalizado.
Fátima lo fue a visitar todas las tardes: pruebas de amor, dificilmente hallaría más contundentes. Le dijo lo feo que estaba: parecía Rocky. En esas tardes de hospital pudieron estar solos, conversar, enamorarse. Una tarde, Meher Dana enumeró, nombre por nombre, los seis hijos que planeaba tener con ella. Le dijo cómo sería cada uno. Fátima nada más bajaba la vista y sonreía. Y luego le sostuvo la mirada y le respondió que no anduviera de hablador.
En cuanto Meher Dana pudo salir del hospital, volvió, todavía en muletas, a que le tatuaran en el escuálido brazo seis nombres, tres de varón, tres de mujer.
—Y ésta es la lista —nos dice satisfecho y sonriente, frotándose el moreno bíceps. —Ya tuvimos cinco y, por el momento, ¡ninguno ha fallado! Ahora nos toca niña, Sabiha, y mi esposa está de cinco meses. ¡A ver si atinamos, Insha’Allah!
Javier aplaude el primero. François y yo lo secundamos.
—Insha’Allah —alzamos los estriados vasitos de té.
En ese preciso instante, el rostro de Meher Dana resplandece aún más:
—¡Miren!, —señala mirando por encima de nosotros—, es mi hijo mayor. ¡Bribón, debería estar en el colegio!
En la boca de la galería se pavonea un adolescente de unos dieciséis años. Lo ilumina la columna de luz de una claraboya. La camisa abierta, color mamey, es de tela satinada y tiene insolentes solapas triangulares, mangas abombadas, puños ajustados. El desmedido fashion statement que sólo la pubertad permite osar.
Meher Dana se levanta y acude raudo a su encuentro. En un gesto veloz, el chico esconde el cigarrillo sin fumar que lleva tras la oreja. Parlamentan. Enseguida vuelven juntos a nuestra mesita octogonal. No sin orgullo, Meher Dana nos presenta a su primogénito.
Rizos cuidadosamente esculpidos con fijador le ornan la frente, un leve bozo le adorna el labio superior, una cadenilla dorada cuelga en su cuello. Sonríe con timidez. Saluda a cada uno. Tiene todavía algo de niño, algo que se esmera, con enternecedores artificios, en dejar atrás. Pronto se despide y se retira por la galería. El timing fue idóneo para dar al relato un remate perfecto.
La gracia, lo sé de cierto, hizo su aparición en la percudida galería. Acaso revolotee todavía bajo los arcos de piedra. Tengo que hacer, y pronto, algo para capturarla. Mis colegas y yo intercambiamos miradas e instalamos apresurados el equipo. Pero una cámara Betacam resulta mucho menos ágil que una red de cazar mariposas.
Explico a Meher Dana que quiero que me cuente una segunda vez la misma historia, así, tal como nos la acaba de contar. Luego iremos a su casa y nos presentará a su mujer embarazada. ¿O.K?
—O.K., my friend, no problem.
Cuando todo está listo, Noam hace chasquear la claqueta: Amar en Jerusalén, toma uno.
Nada que hacer. Problem.
Las frases, los ademanes, nacen muertos y se desploman. Meher Dana comienza, enfrena, recomienza. Contada una segunda vez, la sublime historia de amor y arraigo avanza, penosamente, a trompicones. No asistimos al milagroso nacimiento de la palabra, sino a su acartonada repetición: consciente de sí mismo, Meher Dana pretende darme lo que quiero, y ello lo torna tieso y obsequioso. Ha dejado de ser libre: lo he aprisionado. Conozco el desenlace, él sabe que lo conozco, y yo sé que él lo sabe. ¿Cómo, de parte y otra, seguir creyendo en la historia en tales condiciones?
Así que empacamos nuevamente el material de rodaje. Dejo al Quds con un montón de cromos coloridos y la presente tarjeta postal, que envío hoy, con 16 años de retraso.
Por fin el confuso rodaje ha terminado. Llevó una semana persiguiendo por la Ciudad Vieja elusivas postales de Jerusalén. Sabía de entrada que nada que yo contara sobre tan disputado epicentro del planeta —para mí completamente ajeno— tendría legitimidad ninguna. Así que opté por consagrar el breve...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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