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Tierra, techo y trabajo. Me imagino a Karl Marx bailando unas sardanas en su tumba mientras escuchaba al señor Paco, ese Papa casi moderno, exigir lo que él ya reivindicaba hace casi dos siglos. Eso sí, apelar a este utópico trinomio en el corazón de una ciudad como Nueva York, aunque sea entre las paredes sin pasaporte de la ONU, es un ejercicio de atrevimiento. Pocas ciudades son tan perniciosamente capitalistas como ésta, sobre todo en lo que se refiere al apartado ‘techo’. Londres, Ginebra o París también son un despropósito pero en todas ellas algo se salva de la ecuación imposible: la sanidad pública en el caso británico, el transporte y la comida en París, y en Ginebra… bueno, aparte de buenos salarios, siempre nos quedará Ginebra para blanquear dinero y emular a Rato o a Bárcenas.
Hoy viajar por el hemisferio norte ya no es un ejercicio de inmersión en la diferencia como hace treinta años. Al contrario, aunque cambie el menú, los bares y restaurantes desde Los Ángeles a Barcelona parecen diseñados por el mismo arquitecto pijo; todas las tiendas tienen los mismos dueños, el tráfico es un infierno en todas partes, la oferta cultural está clonificada y en realidad, más allá de la historia propia de cada ciudad o de sus monumentos, la principal diferencia entre ciudades la crean quienes residen en ellas: sus ciudadanos.
Nueva York es la ciudad en la que viví durante casi trece años. Y por primera vez desde que me fui hace tres, muchos de los incondicionales neoyorquinos que para mí la convirtieron en una ciudad especial me dicen estos días que quizás haya llegado el momento de irse. Todos ellos son supervivientes profesionales y con buenas profesiones que en su mayoría gozan de condiciones extraordinarias: alquileres de renta antigua indigestos para los precios de mercado. Si tuvieran que pagar los sablazos que atizan el bolsillo de quienes acaban de aterrizar no podrían vivir allí. El problema es que ahora, aunque vivan en casas que sí pueden pagar, ya casi no pueden pagar nada más. Comprar un six-pack de cervezas en Manhattan cuesta treinta euros, salir a cenar, antaño algo común y accesible para todos en una ciudad poco acostumbrada a cocinar en casas donde apenas hay sitio para colocar una sartén, también se ha convertido en un acontecimiento extraordinario. Incluso hacer la compra significa mirar con lupa los precios porque si te descuidas, te roban cuatro euros por una barra de pan soso. Siempre hubo ratas, pero ahora son muchas más y siempre hubo basura, pero ahora la suciedad se ha desmadrado. El metro, que nunca funcionó bien, desde el huracán Sandy funciona realmente mal. Y los artistas, que siempre tuvieron que pelear para sobrevivir, son como polizones de un barco en el que antes o después serán descubiertos y tendrán que abandonarlo. La gentrificación ya no afecta sólo a los sectores más débiles de la sociedad: los neoyorquinos se plantean si realmente merece la pena seguir viviendo así.
Da vértigo pensar que durante la última década el precio del mercado inmobiliario en Occidente ha aumentado de forma proporcionalmente inversa a nuestra capacidad adquisitiva. Creo que hoy hay más probabilidades de ver un ovni en Central Park (o en el Retiro) que conseguir dinero para comprarse un piso con un trabajo normal. Hoy sólo ganan dinero quienes producen dinero: especular en Bolsa te permite mover millones en el éter y hacer que esos millones se multipliquen pero cualquier otro trabajo que produzca algo útil, desde ser profesor a panadero, a duras penas te paga las facturas.
"Nada va a cambiar. Si eres pequeño, siempre lo serás. Esta ciudad es un tiburón y por mucho que haya políticas dirigidas a ayudar al pequeño empresario, o al ciudadano con pocos recursos, en realidad son pequeñas concesiones para que los que más tienen sigan ganando más y más". Mi amigo, estadounidense, trabaja para el alcalde Bill de Blasio, un hombre de ideas mucho más ‘socialistas’ que sus últimos dos predecesores en el cargo. Este político desearía transformar muchas cosas, pero no deja de ser el alcalde de Nueva York. Y eso significa tener las manos atadas en demasiados frentes. Su cabeza depende de ello. Y por eso mi amigo, después de dos años a su vera, ya no cree en la política. Y quiere irse.
Mientras él y otros me hablaban de marcharse, yo, que aún hoy echo de menos Nueva York, pensaba que cuando regresas a los lugares donde fuiste feliz la emoción se mezcla con la nostalgia y el pasado idealizado se da de bruces con el demoledor presente. Y te toca elegir con qué te quedas. Todos me dicen que la que fue mi ciudad agoniza pero yo me obstino en creer, porque aún creo en políticos como Bernie Sanders o Jeremy Corbyn, que algún día veremos aterrizar un ovni en Central Park.
Tierra, techo y trabajo. Me imagino a Karl Marx bailando unas sardanas en su tumba mientras escuchaba al señor Paco, ese Papa casi moderno, exigir lo que él ya reivindicaba hace casi dos siglos. Eso sí,
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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