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Vivía ajeno a cualquier acontecimiento que pudiese alterar su propia visión del paraíso. Esa afable y melancólica Arcadia de color hecha con trozos de su propia vida. Al estudio de Pierre Bonnard (1867-1947) no parecían llegar los aires de cambio que soplaban en la otra orilla del Sena. Ajeno al vendaval que sacudía los cimientos del arte en el París de principios del siglo XX, Bonnard permanecía fiel a su propia búsqueda. Fue un solitario. El actor tímido y doméstico del estruendo de la modernidad. La Fundación Mapfre ofrece hasta el 10 de enero la oportunidad de ver la obra de este artista solitario, en una retrospectiva que abarca toda su trayectoria, a través de 80 obras, dibujos y fotografías y que permite acercarnos más en profundidad a su debatida obra.
Si hay algún pintor, el siglo pasado, que haya sido víctima de ese “apasionamiento selectivo”- tal y como lo define el crítico británico Jonathan Jones- necesario para recorrer los complejos vericuetos del mundo del arte, es el apacible Pierre Bonnard. Su reconocimiento como uno de los grandes ha sido debatido en muchas ocasiones y en gran parte debe su culpa al prestigio, este sí incuestionable, de su mayor enemigo, Pablo Picasso.
Quizás fuera en casa de Gertrude Stein donde Picasso vio por primera vez la obra de Bonnard. La americana había adquirido Siesta, uno de sus desnudos que tenía como protagonista a Marthe, la mujer del pintor francés. O tal vez fue a través de Ambroise Vollard, el galerista de ambos. Fuera como fuese, cuando el joven Picasso llegó por primera vez a la capital francesa, en 1900, Bonnard era ya un prestigioso pintor. Admirador de Gauguin, del simbolismo y de las estampas japonesas, formaba parte del grupo Nabis, junto a Maurice Denis y Édouard Vuillard. Su nombre (los profetas, traducido del hebreo) presagiaba un nuevo giro en la pintura. Un distanciamiento de esa primera impresión naturalista del color que caracterizaba el impresionismo. Alejándose de la naturaleza y resaltando el color, como medio de expresión. También, por aquel entonces, ya había celebrado su primera exposición en la célebre galería Durand-Ruel, donde exponían los grandes maestros impresionistas. Había conocido el éxito, pero también el resquemor de la crítica. Camille Pissarro lo había fustigado: “Todos los pintores dignos de ese nombre -Puvis, Degas, Renoir, Monet- junto con un servidor, son unánimes a la hora de juzgar repugnante la exposición que ha hecho en Durand ...¡ese simbolista se llama Bonnard”, escribía Pissarro a su hijo Lucien.
Bonnard siguió su camino orientando su obra hacía una abstracción ornamental, exaltando cada vez más el uso del color, simplificando las formas, tratando los elementos de primer plano con el mismo detalle que los del fondo y desatendiendo la figura humana. Convencido de que en lo corriente podría encontrarse lo extraordinario fue abandonando las escenas callejeras, sumergiéndose en un gozo doméstico donde no hay vestigio de la inquietud del mundo moderno, donde hasta la naturaleza parece estar amaestrada. Antes el Edén que la caída. Fue dentro de un universo de ensueño y sensibilidad, casi onírico, poblado de niños, mujeres y animales, donde el artista situó su particular Jardín del Edén.
“No me hablen de Bonnard”, decía Picasso
“No me hablen de Bonnard”, decía Picasso. “Eso no es pintura... La pintura no es cuestión de sensibilidad: es cuestión de tomar el dominio de la naturaleza, no de esperar que esta te ofrezca información y buenos consejos”. “En la pintura de Bonnard nunca resuena el choque de los timbales”, le reprochaba el andaluz. La polémica estaba servida y fue azuzada por el crítico Christian Zervos en las páginas de Cahiers d´Art, quien poco después de la muerte del pintor francés publicó un artículo titulado “Pierre Bonnard : ¿Hablamos de un gran pintor?”. La respuesta de Matisse, no se hizo esperar: “Sí, certifico de Pierre Bonnard es un gran pintor, lo es hoy y lo será en el futuro”. A Bonnard se le achacó no ser un pintor vanguardista de la manera que lo fueron los cubistas o los surrealistas. Su propuesta estética quedó, como él decía “suspendida en el aire” atrapada entre movimientos pictóricos contrapuestos. Malinterpretada como una pintura complaciente, fácil y anacrónica.
Aunque parezca que su pintura está hecha para entenderse de un solo golpe de vista, es paulatinamente como uno se adentra en su obra para descubrir que el paraíso del artista parece estar muy unido al infierno. “No siempre quien canta es feliz”, aseguraba el pintor al final de su vida. Y es que el aislamiento, la incomunicación y el tedio están muy latentes en esas escenas familiares, donde las mascotas parecen tener mas vida, que sus dueños, donde la intimidad se vuelve sombría. En la obra de Bonnard nunca hay una afirmación, simplemente una sugerencia que hace que el ambiente muchas veces se torne amenazador y exprese la angustia existencial, como lo expresa la vehemente mirada y los puños apretados de Le Boseur, uno de sus autorretratos.
Para Bonnard la pintura fue una vía de reflexión sobre la complejidad de las emociones del ser humano. Su memoria privilegiada le permitía trabajar durante años en la misma, acomodando la tensión cromática a la intensidad emocional que quería otorgar a la misma. La pintura era su principal escape hacía la libertad fuera de ese mundo privado de donde no parecía poder escapar. En el fondo siempre fue un soñador persiguiendo un espejismo.
El crítico americano Michael Kimmelman recordaba en un ensayo una conversación con el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, mientras observaban una obra de Pierre Bonnard: “Sabes, a Picasso no le gustaba Bonnard”, dijo el fotógrafo “ y creo imaginar por qué, Picasso no tenía ternura. Resulta una explicación muy plana decir que Bonnard buscaba solamente el reflejo de un espejo en su pintura. Iba mucho más allá. Para mí, fue el mejor pintor de este siglo. Picasso fue un genio, pero eso es otra cosa”.
Vivía ajeno a cualquier acontecimiento que pudiese alterar su propia visión del paraíso. Esa afable y melancólica Arcadia de color hecha con trozos de su propia vida. Al estudio de Pierre Bonnard (1867-1947) no parecían llegar los aires de cambio que soplaban en la otra orilla del Sena. Ajeno al...
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