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La importancia de llamarse Picasso

Gloria Crespo MacLennan 21/10/2015

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Cuentan que al nacer le dieron por muerto. Que la comadrona lo abandonó encima de una mesa, para atender a su madre, derrengada por un parto puñetero. Fue entonces cuando Salvador Ruíz, su tío, y también médico, se inclinó sobre él y exhaló el humo de un puro sobre su cara. El recién nacido bramó de furia. Había nacido un genio.

Le bautizaron como Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Mártir Patricio Clito Ruíz y Picasso. Pero al artista malagueño le bastó solo un nombre para revolucionar y transformar el arte del siglo XX, además de convertirse en el más proteico, y el más poderoso, de los artistas de la primera mitad del siglo XX. Su primera palabra fue piz, por lápiz. Torpe para la lectura y también para la escritura, era completamente incapaz para la aritmética. El siete no era más que una nariz boca abajo, el tres tumbado unas cejas. Los números no eran conceptos sino formas, para este niño que ya tan temprano se sentía pintor.

Fue su padre, un mal pintor de palomas, quien le inculcó y enseñó el oficio, esa técnica impecable con la que construía y deconstruía formas a su antojo. Años más tarde, cuando las palomas se habían convertido en una de sus señas de identidad y era tan famoso como una estrella de cine, confesaría que las pintaba en agradecimiento a su predecesor. Su vocación por la pintura quedó definida a los 13 años, en el trágico episodio de la muerte de su hermana, Conchita. Enferma de difteria, Picasso ofreció a Dios renunciar a su talento como pintor a cambio de que la mantuviera con vida. Pero el impulso pudo más que la promesa y Pablo Ruiz volvió a pintar. Días después la niña murió. La culpa le acompañó durante mucho tiempo, de ahí que su vida y su obra quedaran, de alguna forma, asociadas para siempre al sacrificio de alguna mujer, y a su ambivalencia hacia todo lo que amaba.

Interpretó la muerte de su hermana como una llamada inapelable del más allá para ser pintor. La superstición, siempre presente en su vida, le convenció de su poder para metamorfosear las formas, de su capacidad de crear, de dar vida al mundo inanimado. Para Picasso, el acto de la creación siempre tuvo un componente de magia y él se erigió en hechicero. Superstición, muerte, sexo y magia fueron los pilares de su obra. “Yo soy Dios, yo soy Dios”, le escuchó decir uno de sus amigos en Barcelona. “Dios tiene un estilo, creó la guitarra, el arlequín, el perro salchicha, el gato, la lechuza, la paloma... Creó lo que aun no existía, igual que hago yo”, le dijo el malagueño a André Malraux. Era un iconoclasta que amaba la tradición. La vulgarizaba al tiempo que la purificaba para hacerla más humana. Presumía de ateo pero era más católico que el Papa, le aseguró Jacqueline Roque, su última mujer, a John Richardson, amigo y biógrafo del artista, quien considera que “la búsqueda del fuego sagrado fue la raíz de sus grandes obras” .

Decía Gertrude Stein que la pintura del siglo XIX se hizo en Francia por franceses, y que la pintura del siglo XX también se hizo en Francia, pero gracias a los españoles. Si bien la afirmación no deja de ser una prueba más de la admiración sin límites que despierta Pablo Picasso, la exposición que se acaba de inaugurar en el Museo Thyssen, Picasso y el cubismo, da fe de la gran relevancia que tuvieron los españoles en el desarrollo del movimiento cubista. Esta pequeña muestra, que pertenece a la colección gallega de arte Abanca y que se podrá visitar, de forma gratuita, hasta el día 13 de diciembre, reúne obras del célebre artista junto a la de sus paisanos cubistas, por aquel entonces asentados en París. Aquellos, también grandes artistas, que decidieron seguir la senda que el maestro malagueño había iniciado y que consiguieron enriquecerla. Tuvieron la suerte de haber compartido escenario, íntimo y profesional, con el mítico andaluz, pero también padecieron la fuerte intensidad de su sombra. De esta suerte, Juan Gris llevó el cubismo hasta sus últimas consecuencias con su rigor, la santanderina María Blanchard  lo humanizó con su dominio del color, el escultor Julio González sentó las bases de un nuevo lenguaje escultórico utilizando de la forja de metal y Manuel Ángeles Ortiz se convirtió en uno de los primeros españoles en interesarse por la abstracción óptica y geométrica derivada del cubismo. También están expuestas las obras de los franceses Georges Braque, artífice del nacimiento del cubismo junto al genio español y siempre injustamente palidecido por la fama de este; Jean Metzinger, unos de los teóricos más activos del movimiento, y Fernand Léger que pretendió reinventar el cubismo sin Picasso.

El cubismo tuvo su laboratorio en uno de los inhóspitos y destartalados estudios de la rue Ravignan, en Montmartre, a quien el poeta Max Jacob bautizó como el Bateau Lavoir, por su similitud con los barcos lavaderos amarrados en el Sena. La oscura decrepitud del edificio era inversamente proporcional a la brillantez y el ingenio de sus habitantes y visitantes; pintores, escritores, poetas, anarquistas y matemáticos. Allí vivieron Picasso, Modigliani, Juan Gris, Kees Van Dongen, Brancusi, Max Jacob y André Salmon, entre otros.

Picasso llegó a París por primera vez en 1900, pero no fue hasta 1904 cuando se instaló de forma permanente en Montmartre. Fue en el invierno de 1907 cuando después de intensos y angustiosos meses de trabajo dio por finalizada su primera gran obra, cuyo nombre original fue El Burdel de Avinyó, por un prostíbulo de una calle de Barcelona, hasta que André Salmon se lo cambió. Estas cinco inquietantes prostitutas, de mirada inquisidora, hechas de rasgos negroides y contornos trabajados a hachazos, que expresan como ninguna obra lo había hecho antes, ni lo hizo después, la ansiedad sexual, estaban destinadas a convertirse en un símbolo de la modernidad. La obra acababa con una forma de pintar vigente durante quinientos años, cuestionaba la conquista renacentista en la que se había apuntalado la historia el arte, la perspectiva. El efecto que produjo el cuadro, tanto por su fealdad como por su intensidad, fue tal que Picasso no se atrevió a mostrarlo en público hasta 9 años más tarde. "Picasso ha estado bebiendo trementina y escupiendo fuego", dijo Braque después de ver la obra.

En Las señoritas de Avignon está la simiente de lo que poco más tarde llegaría ser el cubismo. Se dice que fue una respuesta a la arcadia idílica y colorista de Matisse, el único pintor vivo a quien Picasso consideraba tanto un maestro como un rival. “El color debilita”, decía el español, “lo que importa es la forma”. También está presente la relación con la escultura africana, el arte ibérico, El Greco y Cezanne, influencias que compartían casi todos los componentes del grupo cubista y que él fue capaz de adaptar a su propio universo.

Sería muy injusto hablar de cubismo sin hablar de Georges Braque, a quien le debe tanto como a Picasso. Durante seis años fueron inseparables, llegado el momento en que era muy difícil identificar qué obra era del francés, en busca la belleza, y cuál del español, en busca de la expresividad. “El temperamento de Braque era límpido, preciso y burgués”, escribió el marchante y coleccionista Wilhelm Uhde, “el de Picasso, sombrío, excesivo y revolucionario”. Fue de la combinación de estos temperamentos tan distintos de donde brotaron las primeras obras cubistas. Juntos se atrevieron a cuestionar nuestra forma de observar la realidad, representando todos los puntos de vista posibles al mismo tiempo. “Abandonamos el color, la emoción, la sensación y todo cuanto había sido introducido en la pintura por los impresionistas, para buscar de nuevo una base arquitectónica en la composición, intentando a la vez hacer de ella un orden”, diría Picasso.

Parece ser que Picasso puso fin a su colaboración con Braque con la siguiente frase: “Braque es mi mujer”. Picasso seguiría su camino en solitario, siempre más cercano a los escritores que a los pintores. Recordaba Jacques Cocteau en una entrevista, que la primera vez que Picasso le llevó a visitar los estudios de sus amigos pintores del barrio de Montparnasse, pudo oír el ruido de cadenas: "Escondían los cuadros ya que uno podía averiguar cómo se pintaban los árboles otro las pipas o las cartas. Temían enseñar sus cuadros porque Picasso captaba rápidamente lo que veía y luego lo pintaba mejor que ellos". Fueron tiempos de gran camaradería pero también de grandes recelos. La venta de una obra suponía la subsistencia.

Su relación con los pintores cubistas españoles fue cordial a la vez que distante. Juan Gris, su vecino del Bateau Lavoir, nunca negó su admiración por el artista, compartieron los mismos marchantes, Kahnwailer y Leonce Rosenberg, pero la tendencia a teorizar del madrileño y el escrupuloso rigor de sus obras creaba una barrera infranqueable entre los dos artistas. Quizás fuera Gris quien introdujo a Picasso a la cántabra María Blanchard, y aunque su relación no ha sido aún documentada, se sabe que el pintor admiró el talento de esta mujer, quien despojada de cualquier connotación sexual, debido a su deformidad, logró que se la tomase en serio en un mundo dominado por los hombres. Más estrecha fue su relación con Julio González. Trabajaron juntos entre 1928 y 1931, paso fundamental tanto para la trayectoria escultórica de Picasso, como para la maduración artística de González. El también andaluz Manuel Ángeles Ortiz conoció al malagueño a través de Manuel de Falla, su relación se fundamentó tanto en la afinidad de su carácter como en su interés por el cante jondo.

“El cubismo no es una semilla ni un feto, sino un arte que está fundamentalmente relacionado con la forma, y, una vez que una forma ha sido creada, esta existirá por sí sola, viviendo su propia existencia.”, diría Picasso poco antes de abandonar el cubismo.

Nunca fue fiel a un solo estilo, quizás sea esta la característica que mejor le definió, como tampoco nunca fue fiel a una sola mujer, cada ruptura con cada una de sus parejas suponía un cambio en su pintura. Su capacidad de estar constantemente reinventando, destruyendo, recuperando, absorbiendo, creando en definitiva, su propio universo sin ningún otro objetivo que expresarse a sí mismo, fue su firma. Nadie como él consiguió estar tan pegado a la tradición y rechazarla tan fuertemente al mismo tiempo. Fue aquel artista en que ineludiblemente todos los artistas, a lo largo del siglo pasado buscaron una u otra referencia. Prácticamente todos los movimientos que lo integraron estuvieron influidos por él. “Yo no busco, encuentro”, decía, y así fue como encontró la eternidad.

 

 

Gloria Crespo Maclennan es  autora del documental 26 Rue du Départ- Erase una vez en París, sobre la vida y obra de María Blanchard, que se puede ver en este mismo número de CTXT.

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