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Camuflados entre los polvorientos montones de cajas de negativos, las viejas carpetas repletas de fotografías reveladas en papel, los raídos archivadores de diapositivas y los múltiples enseres que durante años y años el célebre fotógrafo y también pintor Saul Leiter fue acumulando en el caos de su estudio del East Village neoyorquino, su ayudante, Margit Erb, encontró una serie de desnudos pintados. Setenta de ellos componen el libro Saul Leiter´s Painted Nudes, publicado por Sylph Editions. Realizados entre los años 70 y los 90, permanecieron ocultos hasta después de la muerte del artista, en noviembre de 2013, y dan a conocer parte de la obra pictórica de este gran maestro para quien el color no fue un medio sino un fin.
El origen de estas fotografías pintadas con guache y acuarelas se encuentra en la época en que el fotógrafo abandonó su trabajo en la revista Harper´s Bazar. Después de 10 años de compartir portadas con Richard Avedon y Hiro, este pionero de la fotografía en color –llegó a dominarla dos décadas antes de que Eggleston y Shore la encumbraran- regresaba a la intimidad de su estudio, incapaz de adaptarse a los cambios corporativos que experimentaba el mundo editorial, donde una flota de ejecutivos, sus asistentes y los asistentes de sus asistentes trataban de orientar el trabajo del artista.
Los desnudos de esta serie pertenecen a la que fue su compañera durante 40 años, la modelo y también pintora Soames Bantry, además de a otras modelos que posaron para él. Formaban parte de un proyecto para un libro de fotografía de desnudos que nunca vio la luz. Años más tarde, en la soledad de su estudio, bajo el gran ventanal que iluminaba su mesa de trabajo, el pintor no pudo resistir la tentación de manchar la superficie gelatinosa de estas copias de papel como si de un lienzo se tratase, uniendo de esta manera sus dos grandes pasiones artísticas: la fotografía y la pintura, confirmando de nuevo su maestría del color y de la composición. “Me gustaría poder preguntarle a Saul por qué pintó tantos, se pregunta Margt Erb en el prólogo del libro, ”y me lo imagino contestando ‘siempre por qué, por qué, por qué. No me pidas una explicación’. Saul se rodeó de misterio durante su vida y este permanece aún hoy. Era otro de sus encantos”.
Saul se rodeó de misterio durante su vida y este permanece aún hoy. Era otro de sus encantos
Nueva York fue una ciudad en blanco y negro, hasta que en los años 50 Saul Leiter cogió su cámara y la retrató. Eran los días en que una generación de jóvenes fotógrafos deambulaban por las calles, dispuestos a captar la coreografía de la ciudad en todo su esplendor. Mientras Robert Frank, Diane Arbus, William Klein y Bruce Davidson consiguieron transmitir la energía y la inquietud de una ciudad que vibraba en blanco y negro, Saul Leiter mostró su sosiego a través de las distintas tonalidades de su color.
Había llegado al East Village en 1946. Quería ser pintor. Nació en Pittsburgh, en 1923. Su destino era convertirse en rabino, al igual que su padre, hasta que un buen día, desafiando la autoridad paterna, abandonó la escuela talmúdica y se marchó a recorrer las calles de Manhattan. Seguiría entonces, inconscientemente, uno de los consejos que su padre le dio: no ser un diletante. Saul Leiter llegó a ser famoso a pesar de sí mismo. Pasó a la historia de la fotografía como uno de los grandes, aunque fue un desconocido para el gran público hasta el comienzo de este siglo, en parte por su tendencia a no dar importancia a su obra. “¿Va a escribir usted sobre mi obra?”, preguntaba el artista, ya al final de su vida, al filósofo y escritor Nigel Warburton. “Le hablo en serio, cuanto menos diga, mejor”.
El expresionismo abstracto aún no había alcanzado su apogeo cuando el artista llegó a Nueva York, pero los estudios del Greenwich Village ya comenzaban a abarrotarse con enormes lienzos cubiertos por grandes manchas de color que los artistas aplicaban con vigor. Fueron el pintor Richard Poussette-Dart y el fotógrafo Eugene Smith quienes introdujeron al joven judío en los vericuetos de la bohemia del Village. “Si trabajaras en formatos más grandes, podrías llegar a ser uno de los nuestros”, le intentó convencer el pintor Franz Kline, pero Leiter lo tenía muy claro, quería seguir trabajando en pequeños formatos, pintando en retazos de papel que recogía de cualquier parte. De estos primeros contactos con la denominada Escuela de Nueva York permanecería su gusto por el color y su ligera tendencia hacia la abstracción, manteniéndose, por el contrario, completamente ajeno a la figura del artista maldito: “Soy muy consciente de que la búsqueda de la belleza no es algo que se aprecie mucho hoy en día. Sí en cambio parecen serlo la agonía, la miseria y la desdicha”, decía. Sus referentes en la pintura fueron siempre los complacientes Renoir, Matisse y Bonnard; él aspiraba a ser- tal y como muchos críticos le han calificado- un hombre tranquilo.
No queda muy claro si Saul Leiter se consideraba a sí mismo pintor antes que fotógrafo, o fotógrafo antes que pintor. Tal vez, ni él mismo lo supo. Iconoclasta y descreído, la duda y el misterio formaban parte de su naturaleza inquisidora. “Me gusta cuando uno no está seguro de qué es lo que ve”, decía, “el mundo real tiene mucho más que ver con lo que está oculto que con lo que se ve“. Dudó, sin ningún atisbo de impostura y siempre desde la placidez; tal vez fuera este el secreto de su maestría.
Camuflados entre los polvorientos montones de cajas de negativos, las viejas carpetas repletas de fotografías reveladas en papel, los raídos archivadores de diapositivas y los múltiples enseres que durante años y años el célebre fotógrafo y también pintor Saul Leiter fue acumulando en el caos de su...
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