Hay dramas que son estructurales. Estructural, aunque la RAE lo defina de otra manera mucho más precisa, significa que sabemos que está ahí y ya no nos sorprende demasiado. Nos acostumbramos. Pasa, por ejemplo, con quienes mueren ahogados en el Mediterráneo y pasa también con las náufragas en tierra firme.

Este año ya van 40 asesinadas, que no muertas por mucho que el telediario se empeñe. La cifra acabará superando la media centena. Entre 50 y 80 asesinatos al año es la cifra habitual. Es lo estructural del machismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Son números parecidos a los de los peores años del terrorismo en España, pero en aquel caso, al menos, se le daba literatura al caso: “los años de plomo”, se llamaba a aquello de desayunar cada mañana con una nueva víctima de ETA en la radio, de la cual a la hora del telediario conocíamos su nombre, su cara, su vida, qué familia dejaba atrás y demás detalles que hacían más humano el asunto y por tanto más insoportable la situación, menos estructural.

Con las náufragas de interior es distinto. Las náufragas son exactamente como la imagen de ahí arriba. Lo de ahí arriba puede parecer un icono de baño público, pero es, de hecho, un retrato robot de cada una de las mujeres que han sido asesinadas este último año, de cada una de las más de 800 desde que se empezó el conteo en 2003. Las náufragas no suelen tener historia más allá de su entorno y a veces ni eso; no suelen tener rostro más allá de los vecinos que quién se lo iba a imaginar, o del panadero de la esquina que me he quedado helado parecía una pareja normal. Las náufragas, por no tener, no tienen ni nombre. Suelen llamarse mujer a secas y apellidarse muerta. Y para colmo ni siquiera está bien puesto el apellido.

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