EDITORIAL
Cameron quiere la cabeza de la Unión Europea
12/11/2015
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El Reino Unido pasó más de diez años, de 1961 a 1973, como el conejo amigo de Alicia, corriendo de un lado para otro frente a la puerta de la Comunidad Europea, con un reloj en la mano y protestando: “¡Ay, señor! ¡Ay, señor!, llegaré tarde”. Llegó tarde, pero, a la muerte del general De Gaulle, entró. Una vez dentro, el conejo se transformó en la Reina de Corazones que no dejaba de ordenar: ¡Que le corten la cabeza¡. Ahora, el país de las maravillas, la Unión Europea, debe decidir si acepta que como mínimo le dejen la cabeza como una bola de billar, al cero, o si coge de una vez a la Reina y le sacude por los hombros hasta que recupere los modales.
Por fin, el primer ministro británico, David Cameron, ha enviado a Bruselas la famosa carta en la que enumera los cambios que debe introducir la UE si quiere que su país no se marche de la Unión. Si no se satisfacen sus demandas, amenaza, alentará él mismo el Brexit en el referéndum que se comprometió a celebrar antes de fines de 2017. Las negociaciones deberían empezar en el próximo Consejo Europeo de diciembre, si se quiere llegar a tiempo de ese deadline autoimpuesto.
La cesta con la que sale a pescar Cameron tiene cuatro anzuelos especiales: 1) La soberanía: Reino Unido y todos los países que lo deseen (Londres espera atraer a Polonia, Chequia, Suecia, Eslovenia,…) dejarán de estar vinculados al principio comunitario de caminar hacia “una unión más estrecha”. Es decir, la UE deberá suprimir algo que figura en el frontispicio del Tratado fundacional de Roma y que se ha repetido en todos y cada uno de los nuevos acuerdos desde 1957. 2) Proteger la City. Ningún acuerdo de la Eurozona podrá perjudicar los intereses del centro financiero londinense. Es decir, el Reino Unido, un país que no forma parte del Eurogrupo, tendrá derecho de veto sobre las decisiones de quienes sí lo integran. Además, los 13 países que se han sumado a la Unión Europea desde 2004 tampoco estarán obligados a solicitar el ingreso en el euro una vez que reúnan las condiciones exigidas. La idea es lograr una UE con varias divisas. 3) El tercer anzuelo supone ir eliminando parte del entramado de regulaciones europeas, de manera que se convierta cada vez más en una zona de libre cambio o, mejor todavía, en un puro instrumento de la globalización económico-financiera-comercial. Nada de regulaciones bancarias o financieras a nivel europeo. 4) El cuarto anzuelo reconocería al Reino Unido –y se supone que a los países que también lo deseen- el derecho a impedir la libre circulación de los ciudadanos de la Unión Europea, con un simple truco: no reconocerles el derecho a acceder a los mismos beneficios sociales que los británicos hasta que no lleven, al menos, cuatro años instalados en el país y, se supone, cotizando al Tesoro.
Cameron, como buen negociador, asegura que son propuestas moderadas, asequibles y perfectamente honestas, pero hasta el menos avisado comprende que no está proponiendo unas simples (o no tan simples) reformas, sino un cambio sustancial en el sentido y en el futuro de la Unión Europea. En el fondo, quiere que le corten la cabeza.
Bien es cierto que la Unión Europea lleva ya muchos años, desde que descarriló la elaboración de una Constitución (algo que nunca debió dejarse en manos del ampuloso Giscard d'Estaing), recortándose, primero, el flequillo y, después, poniéndose en manos de peluqueros con maquinillas al uno. La Europa política que algunos divisaron en Maastricht ha quedado borrada, quizás porque los protagonistas de Maastricht fueron unos incompetentes incapaces de poner los medios que justificaran esa andadura.
El camino político de la Unión está completamente cerrado, con sacos de cemento en las junturas de la puerta. Ganó en su momento la Europa que no quería avanzar por ese camino y, de alguna manera, todo el proyecto perdió credibilidad a los ojos de los ciudadanos europeos y, desde luego, a los ojos del mundo que veía desaparecer lo que hasta ese momento parecía un modelo distinto para hacer frente a los desafíos mundiales. Ya es muy difícil que los ciudadanos europeos se dejen marear con la idea de una Europa potente y decisiva, capaz de defender valores comunes y de ayudar a equilibrar un mundo peligroso e injusto. Ese banderín de enganche simplemente ya no funciona. Quedó destruido con la gestión de la crisis económica-financiera de 2007.
Aun así, la Unión Europea actual, con todas sus debilidades, sigue siendo un instrumento de estabilidad económica, capaz de garantizar, al menos por ahora, relaciones pacíficas entre sus miembros y con terceros países. No es un proyecto arrebatador, pero tampoco es una minucia. La crisis no ha favorecido la unión política, desde luego, como demuestra la vergonzosa incapacidad para gestionar decentemente la llegada de los refugiados sirios y de algunos cientos de miles de inmigrantes que no huyen de persecuciones políticas, pero que arriesgan todo para buscar, con su trabajo, una vida mejor.
La unión política sigue siendo un fracaso clamoroso, pero, sea como sea, y con el fin de proteger el euro, la UE ha ido levantado algunos instrumentos eficaces para una mayor vigilancia financiera. Ahora, el Reino Unido quiere acabar también con todo eso. Aceptar que la Unión Europea es un espacio multidivisas y que no aspira a que todos sus miembros se incorporen en algún momento a la moneda única echaría por tierra la mayor parte del trabajo que han hecho Alemania y Francia en estos años para fortalecer el euro. Una cosa es que Gran Bretaña mantenga su op-out en el caso del euro y otra que el euro sea una opción y no una estación de destino. ¿Qué hace más daño a la moneda única, que Gran Bretaña salga de la UE o que la UE abandone la idea de una moneda única y convierta el euro en una especie de divisa franco-alemana con adherencias mediterráneas? No parece que existan muchas dudas.
Seguramente, la petición británica de suprimir la voluntad de caminar hacia una unión más estrecha se planteará en términos de recuperación de soberanía y de mayor control democrático por parte de los Parlamentos nacionales, pero es una reclamación engañosa. Es verdad que la política comunitaria necesita mayores controles democráticos y que exige nuevas vías para introducir una rendición de cuentas más clara y rápida. Pero no está nada claro que eso se consiga mediante el desvío de la mayor parte de esas decisiones a los Parlamentos nacionales de los 28 países miembros y, desde luego, no con la supresión de la capacidad de iniciativa legislativa de la Comisión Europea.
Aunque es poco conocido, ya existe, desde 2009, un procedimiento, denominado “tarjeta amarilla”, por el que, en ámbitos de competencia compartida, si un tercio de los Parlamentos nacionales quiere que se paralice una iniciativa comunitaria puede obligar a la Comisión a revisar su propuesta. En la práctica, la tarjeta amarilla se ha levantado en dos ocasiones y, en las dos, la Comisión la interpretó directamente como un veto. En el primer caso, se trataba de una propuesta llamada Monti II para “regular” (restringir) el derecho de huelga, que fue rechazada por 12 Parlamentos nacionales (el español, por supuesto, o no dijo palabra o no se enteró). Y la segunda, para la creación de una Fiscalía europea, que rechazaron otros 12 Parlamentos (el español, por supuesto, no).
Para David Cameron las tarjetas amarillas no son un instrumento suficiente, seguramente porque exige que un tercio de los Parlamentos europeos esté de acuerdo. Quiere poder levantar la tarjeta roja directa, pero eso supondría abandonar toda idea comunitaria y volver a aquella EFTA, aquel espacio común de bienes y servicios, que creó Londres cuando creyó que podía vivir fuera de la UE. Ahora, Cameron quiere que toda Europa se convierta en una EFTA ligeramente corregida. Una EFTA que no tendría problemas para firmar rápidamente el famoso tratado con Estados Unidos (TTIP) y que se dedicaría, por fin, a sumar y a dividir, una Europa que olvide definitivamente que en su nacimiento figuró no solo un objetivo económico y comercial sino también político y social. Un objetivo social, por cierto, que ha reiterado recientemente el propio Tribunal de Justicia Europeo.
Así que en los próximos meses, vamos a estar absorbidos por multitud de posibles secesiones: no se ha cerrado completamente el Grexit, cuando ya se abre el Brexit. Y en nuestro caso, ondea la frustrante posición de los independentistas catalanes. Tanto asegurarles que quedarían fuera de la Unión Europea y resulta que quizás para entonces la Unión ya no tenga cabeza.
El Reino Unido pasó más de diez años, de 1961 a 1973, como el conejo amigo de Alicia, corriendo de un lado para otro frente a la puerta de la Comunidad Europea, con un reloj en la mano y protestando: “¡Ay, señor! ¡Ay, señor!, llegaré tarde”. Llegó tarde, pero, a la muerte del general De Gaulle, entró....
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