Pequeño homenaje a Le Carrillon
En enero vamos a volver a París e iremos a desayunar al bar del gato como de costumbre
Braulio García Jaén 17/11/2015
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A Le Carrillon, uno de los bares atacados el viernes por la noche en París, en casa lo llamábamos el bar del gato. Durante año y medio, mi niño y yo, a veces también Ceci, solíamos ir a desayunar los domingos por la mañana: justo al lado, en la esquina contigua a Le Petit Cambodge, otro de los bares atacados, y junto al muro que rodea el Hôpital de Saint Louis, los domingos ponen un mercado de frutas, verduras, quesos, carne y pescado. Luca y yo íbamos a desayunar primero, luego íbamos al mercado. En ese cruce fueron asesinadas quince personas el viernes por la noche, según la policía francesa. Otro número que desconozco resultaron heridas. Le Carrillon –las imágenes de su chaflán, con los toldos oscuros gastados y las pizarras negras a cada lado de la puerta, están por todos sitios en Internet-- era en origen un hotel cuyo servicio de habitaciones yo creía cerrado hace años –aunque al parecer sigue abierto: su huéspedes son “trabajadores inmigrantes solteros”, según Libération. El viejo letrero vertical “Hotel” cuelga en alguna de las fotos que he visto. La planta es como una herradura de ángulos rectos, con la barra en el centro; las paredes del cuadrado central recubren y guardan el hueco de la escalera y el tragaluz del edificio e, imagino, el acceso a la planta de las habitaciones. Luminoso, con mesas y sillas disparejas, los sofás desgastados, el suelo de baldosines, el interior tiene un cierto aire de brocante, esos mercados de segunda mano. El dueño es de origen magrebí: no recuerdo si argelino o tunecino; moreno, siempre con un jersey de hilo y un pantalón negro de chándal, tiene un ojo un poquito a la virulé; simpático sin ser dicharachero. Le Carrillon, y en particular su dueño, me recordaba a menudo a la figura del 'titi parisien', ese arquetipo habitual en las películas francesas de los años 50 y 60 del que una vez me habló un amigo francés. El parisino obrero, vacilón, ágil y nervioso como una gran ciudad; nunca me dio por ver ninguna de esas películas, pero el dueño y sus clientes me hacían pensar en aquella figura a menudo y quizá por eso nunca quise verla en pantalla: para seguir imaginándomela, porque encarnaba el humor parisino de entonces. Le Carrillon es uno de los pocos bares –yo sólo he conocido tres—donde me gustaba ir porque me reconciliaba con París. Al principio, era uno de los pocos bares donde iba porque me permitía imaginarme París aun estando en ella; al final, porque me permitía mirarla y disfrutarla con modestia e ironía. La clientela de por la mañana, la del domingo por la mañana al menos, era muy distinta de la nocturna, aunque de noche apenas estuve un par de veces. Por la noche había sobre todo hipsters y bobós, pero nosotros no teníamos canguro y no eran horas. Por las mañanas era otra cosa. Todos saludaban al entrar, algunos se besaban con el dueño. Sobre las nueve de la mañana, solía entrar el pescadero del mercado, con su delantal y sus botas de goma, pedía un 'expressó', se lo tomaba siempre de pie, en el ángulo de la barra, justo enfrente de la puerta, y se iba rápido; luego volvía a verlo en su puesto del mercado, con las manos en el hielo: es un gran vendedor: siempre tuve la sensación de que me engañaba con la cuenta, pero su pescado merecía la tomadura de pelo, así que volvía cada domingo. A su izquierda, al final de la barra y debajo de la televisión, siempre enchufada a esa hora con un programa de fútbol matinal, se solía sentar un señor sesentón, 'pur français', con bigote y los mofletes rosados llenos de venitas rojas, que se tomaba su café en uno de los sillones viejos, con los bordes desgastados, que había pegado a la pared; solía venir también un negro, cuarenta y pocos años, muy elegante, que bromeaba con Luca sin quitarse las gafas de sol, y que se quedaba de pie junto a la barra; había señoras canosas leyendo el periódico; alguna pareja joven con niño. Todos sentados en las mesas alrededor de la barra, pegados a las ventanas que la rodeaban –esas que en las fotos aparecen hoy con las cortinas rojas echadas--, mirando a la calle. Todos se despedían al irse. Durante meses, sólo hubo mesas en uno de los laterales de la terraza, el de la rue Alibert, porque el otro, el lado de la rue Bichat, separado por el paso de cebra de la cristalera de Le Petit Cambodge, estaba en obras. (En las fotos del sábado por la mañana se veía serrín a ambos lados de la terraza.) En el interior, en el otro lateral de la herradura, al fondo del todo, no solía sentarse nadie. Siempre en penumbra, allí solía retirarse también el gato. En penumbra, porque no solía llenarse, pero también porque en el piso de arriba había “una niña pequeña durmiendo”, según el dueño le decía a Luca para que no gritara. Luca entraba a buscarlo entre las mesas y las sillas de pupitre, irregulares, no siempre apiladas. A veces el gato nos recibía sentado, con el rabo echado encima de la barra; a veces se paseaba recorriéndola perezosamente.
En enero vamos a ir a París: si sigue abierto, iremos los tres a desayunar a Le Carrillon. El dueño, según he leído en Libération, está bien. Espero que el pescadero y el de los mofletes y el negro y las señoras canosas, también.
A Le Carrillon, uno de los bares atacados el viernes por la noche en París, en casa lo llamábamos el bar del gato. Durante año y medio, mi niño y yo, a veces también Ceci, solíamos ir a desayunar los domingos por la mañana: justo al lado, en la esquina contigua a Le Petit Cambodge, otro de los bares...
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