Lectura / Prólogo de ‘La puerta de la infamia’
Las crónicas de Muñoz Molina sobre la guerra sucia contra ETA
El escritor relata el juicio contra cargos socialistas por el secuestro de Segundo Marey en una recopilación de sus artículos de 1998
Bonifacio de la Cuadra 18/11/2015
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“O cantas o al trullo”. Esa es la expresión atribuida al exjuez Baltasar Garzón cuando se enfrentaba, como juez de instrucción, en un interrogatorio, ya fuera a un etarra, un narcotraficante, un político corrupto o una autoridad de la guerra sucia contra el terrorismo...
En esta recopilación de crónicas de Antonio Muñoz Molina, en las que el escritor de Úbeda recrea la vista del juicio, en 1998, ante la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo, por el secuestro de Segundo Marey, aparece una alternativa a esa expresión. José Barrionuevo, ministro del Interior del Gobierno socialista de Felipe González, manifestó que Garzón “obtuvo la confesión incriminadora de Julián Sancristóbal” (gobernador civil de Vizcaya cuando se produjo el delito) “señalándole las dos puertas por las que podía salir: por una se volvía a la cárcel; por la otra se iba a la libertad”.
“Él eligió la puerta de la infamia', declara, no sin dramatismo, José Barrionuevo”, publica Muñoz Molina el 9-6-1998, y titula ese día su crónica La puerta de la infamia. Con ese título, agrupa la Fundación Huerta de San Antonio el conjunto de crónicas de Muñoz Molina (21 entre el 26 de mayo y el 30 de julio de 1998), recopilado en este libro, cuyos beneficios se destinarán a rehabilitar la iglesia de San Lorenzo de Úbeda para sede de la fundación y espacio cultural recuperado
La excelente pluma de Muñoz Molina detalla con exquisitez literaria cada una de las jornadas de aquel juicio, con muchos acusados, muchos testigos y una sola víctima, Segundo Marey, el hombre que fue secuestrado cuando se encontraba en pijama y trasladado, tiritando de frío, en la noche helada del 4 de diciembre de 1983, a una cabaña fría adonde nunca descendió el entonces policía José Amedo, “obviamente”, “evidentemente”, “para no estropearme los zapatos”.
“Los mercenarios franceses que se ofrecieron a capturar a un etarra de primera fila acabaron entregando a un pobre hombre en pijama”, relata el cronista, que apostilla: “Debían imaginarse unos y otros que empezaba la caza mayor y sólo estaban inaugurando una charlotada trapacera y cruenta”.
Muñoz Molina, liberado de la obligación de atenerse a los hechos precisos acaecidos en la vista del juicio --cubiertos por periodistas de El País--, extrae de la presencia de los distintos personajes que comparecen ante él perfiles humanos jugosos. Así, de Francisco Álvarez Cascos, entonces vicepresidente del Gobierno de Aznar, obtiene “la impresión un poco inquietante de que nada puede mancharlo”, mientras que Ricardo García Damborenea, ex secretario general de los socialistas vizcaínos, “por el contrario, parece siempre un hombre agitado por culpabilidades y remordimientos, alguien que podría ser acusado de cometer un crimen aunque fuera inocente”.
El testimonio del general Sáenz de Santamaría evoca en el cronista sus meses de mili en San Sebastián, cuando en 1980 aparecía la foto del militar en las calles de Euskadi y “los soldados de aquel reemplazo, en los cuarteles vascos”, rememora Muñoz Molina, “vivíamos entre miedo al golpe militar y el miedo a las hazañas de los terroristas”.
El escritor cronista describe como “confrontación dramática” los careos de José Barrionuevo primero con Julián Sancristóbal y luego con García Damborenea. “Se acusan mutuamente de mentir” sobre la llamada que Barrionuevo “hizo o no hizo” en la noche del secuestro. Y Muñoz Molina reflexiona: “Los tres, unidos hace 15 años por lealtades políticas y una disposición resuelta o temeraria a hacer lo que fuera contra la crecida sangrienta del terrorismo, separados ahora por un foco de hostilidad en el que caben todas las verdades y mentiras”. Y el comisario Miguel Planchuelo, “que apunta muy alto en sus acusaciones (…), repitiendo sus nombres en voz alta y clara”, los de Vera y Barrionuevo.
Como contrapunto, el testimonio del excoronel Juan Alberto Perote, “el espía más locuaz”, quien “se complace en el vocabulario técnico”, para desembocar finalmente a declarar que “entre sus muchas tareas secretas y operaciones de inteligencia (…), le fue encomendada la misión de fabricar el tampón con el sello de los GAL”.
Muñoz Molina, con su prosa imaginativa, a la vez que convincente, describe la fisonomía, los gestos, las voces, los perfiles, las figuras de los declarantes y de sus abogados. Del testigo Felipe González hace una descripción cromática muy rica y asegura que, oyéndole, “da la impresión de que habita en un mundo menos imperfecto que el nuestro”. Y sea cual sea el letrado que le interrogue, “Felipe González no cambia de entonación ni parece alterarse nunca, y por mucho que quieran forzarle, nunca desciende a los pormenores concretos de las cosas”. Por el contrario, su declaración, dice el cronista, “se convierte casi en un relato a grandes rasgos de hechos históricos”.
“Recuerda con afecto” a François Mitterrand, “enuncia las estrategias” para el ingreso de España en la Unión Europea y en la OTAN, “la cooperación gradual de las autoridades francesas [contra el terrorismo de ETA]”, y en medio de las abstracciones --la crónica sobre la declaración del testigo Felipe González se titula El hombre abstracto--, el declarante trasluce en sus palabras “la historia de sufrimiento, de crueldad, de vergüenza”, pero “casi se olvida a las víctimas reales, apenas se oye el nombre de Segundo Marey”. De modo que “Felipe González se marcha de la sala dejándonos a todos”, concluye el cronista, “actores y público de este juicio que a él no le concierne, como empantanados de nuevo en la grosera realidad”.
Si de abstracta califica Muñoz Molina la comparecencia de González, hay otro personaje, Baltasar Garzón, todavía más etéreo, porque ni siquiera comparece en el juicio, pero “tiene en él”, según el cronista, “una presencia abrumadora”, como “primer instigador e instructor del proceso”. Lo constata así: “Baltasar Garzón es la presencia más teatral de todas, porque se le nombra muchas veces y se sabe que no aparecerá en escena”. En su crónica del 25-6-1998, titulada Escenas invisibles, Muñoz Molina se refiere, con su maestría literaria, al “desorden escénico” de “esta historia”, como “hervidero convulso de personajes y saltos en el espacio y en el tiempo: policías, jueces, directores de periódicos, espías, hampones, víctimas amordazadas o asesinadas”.
Es el preámbulo del testimonio del socialista Juan Carlos Rodríguez Ibarra, durante muchos años presidente de Extremadura. En su declaración, “el tiempo da un salto hacia finales de mayo de 1993, en Mérida, en el mitin de clausura de la última campaña electoral que ganaron los socialistas”. Tras el mitin, en el ambiente de un bar, ante unas tapas y raciones, Rodríguez Ibarra “examina de cerca a quien ha sido la estrella del mitin, el candidato y exjuez Baltasar Garzón” y “desconfía del advenedizo, del juez frío y distinguido, favorito inexplicable del dirigente supremo”. Relata Muñoz Molina: “Hablan los dos en un aparte de teatro: Garzón dice estar seguro de que Felipe González le nombrará ministro, y que si no lo nombra él hará que se esté arrepintiendo toda la vida”.
Hay en las crónicas del juicio más testimonios que conducen, explica Muñoz Molina, a que “la médula de la historia no es el suplicio tan lejano de Segundo Marey, sino el despecho frío y melodramático de Baltasar Garzón (…), y no ocurre en 1983, sino diez años más tarde, en el espacio cerrado de unos cuantos despachos de Madrid”. Porque, en efecto, regresado Garzón, un tanto escaldado, de la política al juzgado, en octubre de 1994, reabre el caso GAL que, dado el aforamiento de Barrionuevo, se termina sustanciando en el Tribunal Supremo.
Al final del juicio, los acusados que lo desean consumen su última palabra. El 14 de julio de 1998 Barrionuevo esgrime “su honorabilidad personal y su condición de demócrata, con mejor calma y sin la vehemencia atropellada con que se defendió en los interrogatorios”, resalta Muñoz Molina. La última crónica, titulada Punto final y publicada el 30-7-1998, está dedicada a la lectura de la sentencia y de las condenas, encabezadas por Barrionuevo, Vera y Sancristóbal, con 10 años de cárcel cada uno, en un fallo que divide la sala de 11 magistrados en 7 a 4.
¿Qué ocurre con Garzón y su actitud despechada? El Tribunal Constitucional, al que pedirían amparo los condenados --con Felipe González como abogado de sus colaboradores--, confirmó la sentencia del Supremo el 17 de marzo de 2001. Sobre las alegaciones de que la instrucción de Garzón les vulneró el derecho a un juez imparcial, el alto tribunal recordó que las deficiencias, “supuestas o reales”, de la instrucción del caso Marey por el juez Garzón, quedaron en todo caso subsanadas por la instrucción que llevó a cabo el magistrado del Tribunal Supremo Eduardo Móner.
Pero en la vista del juicio, “una parte de los acusados y de los defensores”, relató Muñoz Molina, atribuyeron al despecho del juez Garzón todo el caso Marey. Es un sino de este juez, cuya audacia jurídica resultó bienvenida contra terroristas o narcotraficantes, pero se convirtió en molesta y condenable cuando apuntó a personajes del poder. Y terminaron expulsándole de la judicatura a partir del intento de investigar los crímenes del franquismo y de meter osadamente la nariz en las conversaciones de los presos del caso Gürtel --amigos, cuando no socios, de los poderosos--, mientras las más de 40 querellas interpuestas contra Garzón a lo largo de su vida profesional (por etarras o narcos la mayoría) nunca fueron admitidas a trámite por el Supremo.
Como remataba Muñoz Molina su última crónica: “Ha terminado este juicio, pero continúa el sórdido espectáculo de la política española”.
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La puerta de la infamia. Crónicas del caso Marey. Antonio Muñoz Molina. Prólogo de Bonifacio de la Cuadra. Epílogo de Javier Carro. Ilustraciones de Tíscar Espadas. Fotografía de Marcelo Góngora. Fundación Huerta de San Antonio, 2015. Libro electrónico.
Este libro recopila las 21 crónicas que Antonio Muñoz Molina publicó en el diario El País entre mayo y julio de 1998 sobre el juicio del caso Marey, y dos artículos recientes sobre la recuperación de la Iglesia de San Lorenzo, en el barrio del mismo nombre de Úbeda, lugar de nacimiento del autor. Los beneficios del libro se destinarán a la rehabilitación de la iglesia como espacio cultural recuperado y sede de la Fundación Huerta de San Antonio.
“O cantas o al trullo”. Esa es la expresión atribuida al exjuez Baltasar Garzón cuando se enfrentaba, como juez de instrucción, en un interrogatorio, ya fuera a un etarra, un narcotraficante, un político corrupto o una autoridad de la guerra sucia contra el terrorismo...
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