En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
0-1. Hidegkuti. Aroma añejo, sabor cálido. Todos los aficionados al fútbol han sonreído levemente al saber que Hungría vuelve, demasiadas décadas después, a una Eurocopa. Todos, todos, han recordado al equipo de oro, quienes fueron conocidos como los magiares mágicos, quienes representaron tanto para el balompié, mucho más, siempre mucho más, para su propio pueblo. Los de Wembley, los de Berna, aquella tarde extraña de Berna. Los del Honved, los Juegos Olímpicos. Los de 1956, claro, y Nagy, y Andropov, y los tanques. Ellos.
1-2. Hidegkuti. A principios de los cincuenta Budapest es un lugar gris, oscuro. Un territorio opresivo donde parece que hay más policías secretos que personas, y donde ahora a su majestuosa ciudadela le acompaña un nuevo monumento, ciclópeo, situado en la cima de la colina Gellert, en memoria a los caídos durante la Segunda Guerra Mundial. Desde allí se dominan las dos urbes, el plateado Danubio, la Isla de Margarita. En 1949 Jean, el hermano intelectual y malo (sin relación aparente entre estas dos afirmaciones) de Louison Bobet se proclama en Budapest campeón del mundo de ciclismo universitario. Cuenta que a los franceses los alojan en un hotel en plena isla, que no les dejan pasar a ninguna de las dos riberas. De facto, presos. Nada de Bastión de los Pescadores, nada de Parlamento, no hay aguas termales, no hay largas partidas de ajedrez a remojo en el Szechenyi. O sí, pero en visitas guiadas. Eso era Budapest en 1949. Un lustro después todo ha cambiado, todo está cambiando.
1-2. Puskas. Y él, claro. Él. Cuando a Ferenc Puskas le llega el balón dentro del área todo el estadio contiene el aire. Dicen que es el mejor jugador del mundo. Pero es 1953 y realmente nadie ha visto jugar mucho a esos tipos de nombres tan raros. Con todo, aquel delantero achaparrado, compacto, impone respeto. Y le han pasado la pelota, está en el pico del área pequeña. Un defensa le entra, duro, raso, estilo mitad de siglo. Y Puskas pisa la bola, quiebra su cintura, marca un golazo. Los magiares se abrazan, Wembley, el Empire Stadium, aplaude. Es historia, es leyenda. Aún hoy, en Budapest, su figura aparece en cada esquina, en cada calle. Las librerías están llenas de tomos sobre el gran capitán, en los bares hay fotos firmadas, recuerdos de otros tiempos. En pleno barrio judío se puede ver el enorme mural que recubre toda la fachada de un edificio recordando a Ferenc y los suyos en Londres. Es símbolo de otro tiempo, de otros que fueron cuando casi fue, que vivieron cuando a tantos les dio por intentar vivir.
1-3. Puskas. En la banda, el legendario Gusztav Sebes sonríe, satisfecho. Todo sale perfecto. Grosics, el portero que había tenido una sinusitis pocos días antes, se muestra seguro en las llegadas inglesas. Delante Czibor y Kocsis son flechas, inteligencia, descaro, toque de balón, precisión. Unos meses atrás en una concentración de los magiares habían llegado arrastrándose al hotel, borrachos como si no hubiera mañana, justo a tiempo de levantar los ojos y ver allí al malhumorado, estricto, Sebes. “Jamás volveréis a la selección”, dicen que les dijo. Pero luego reflexionó, convencido por Puskas de que todos sumaban hasta convertirse en uno. Y volvieron. Sebes era comunista férreo, ortodoxo, de los que había sufrido como un perro durante la Segunda Guerra Mundial, con Budapest ocupada por los nazis. Nació, Sebes, en el Imperio Austrohúngaro, pasó por el yugo alemán, por el soviético. Amó a Hungría. Antes de que su equipo jugase la final de los Juegos Olímpicos de Helsinki, en 1952, un dirigente del Partido Comunista Húngaro se le acercó. No toleraremos el fracaso, ojos fijos en ojos. Sebes comprende. Escalofrío. No hubo dudas, no hubo derrota. Había creado una máquina perfecta.
2-5. Bozsik. No es que sean uno de los equipos más influyentes en el fútbol de todos los tiempos. No es que crearan una nueva forma de trabajar, de crear (la calidad individual es la mayor libertad para conseguir el mejor rendimiento conjunto), que dijeran adiós a la W-M, que dejasen atrás récords y gestas para el recuerdo. No es eso, o no es solo eso. Es más, algo más, algo que tiene que ver con el orgullo, con la libertad perdida, con el otoño pisoteado por botas militares. Ellos viven, se mantienen en el limbo etéreo de las historias a medio contar, de los relatos para antes de dormir. En toda Hungría sus rostros apareciendo aquí y allá, sus goles contados acá y allí. Y es por eso, por el fútbol, pero no solo. Es por el momento, por lo que fueron cuando fuimos. Por lo que fueron cuando no pudimos ser. Son el recuerdo de la Hungría que se sacudió, nerviosa como un caballo desbocado, los herrajes del destino. El mirar del 23 de octubre de 1956, el de la manifestación que llega al Varos Liget, árboles mudos de asombro, el de la estatua caída del georgiano bigotón. Cuando la AHV actúa violentamente, cuando los revolucionarios se imponen y hacen huir a la vieja política, cuando Imre Nagy, el viejo agricultor de rostro amable, tomó las riendas de un país y se dispuso, en primer lugar a quitarle el bozal, las anteojeras, a soltar las cuerdas que lo mantienen atado. Gobierno Revolucionario, Obrero y Campesino, elecciones democráticas, salida del Pacto de Varsovia. Y allí, ellos. Hungría era el centro de Europa en lo geográfico, en lo social, en lo futbolístico. Tiempos para recordar, nostalgia. Eran nuestros, fueron nuestros. Fuimos los mejores, los mejores del mundo. Días de libertad, también de miedo por saber lo que esperaba, por esperar lo que se sabe. Después los tanques, Andropov, el gris. Después. Antes ellos, Inglaterra, Wembley, Helsinki. Tiempos mejores, recuerdos de tiempos mejores. ¿Fútbol? Sí, pero es lo de menos. O casi.
2-6. Hidegkuti. El día 25 de noviembre de 1953 amanece oscuro en Londres, una niebla espesa, húmeda, que a los magiares les recuerda a aquella, casi un muro, que se le empenacha al Danubio en los días de invierno, con el agua más caliente que el mismo aire. El día anterior ha llovido copiosamente sobre la capital del Imperio, y los húngaros temen que el terreno de juego esté pesado, casi impracticable. Porque aquellos muchachos centroeuropeos estaban allí para jugar al fútbol, para rendir visita a un templo aún virgen. Esas primeras horas del 25 de noviembre de 1953 serán las últimas en las que los ingleses pudieron decir que jamás nadie les había vencido en su campo. Cuando los jugadores se asoman a la puerta del Cumberland Hotel el portero del establecimiento intenta hacerse entender, hablando muy despacito. Levantará el día, claro que levantará, se lo digo yo, que soy londinense de pura cepa. Algunos lo creen, y otros no. Pero todos salen en dirección al campo con un gesto de relax, de confianza. Inglaterra espera. Una de las mayores humillaciones de la historia del fútbol está a punto de tener lugar. Y el resto, el resto es historia.
0-1. Hidegkuti. Aroma añejo, sabor cálido. Todos los aficionados al fútbol han sonreído levemente al saber que Hungría vuelve, demasiadas décadas después, a una Eurocopa. Todos, todos, han recordado al equipo de oro, quienes fueron conocidos como los magiares mágicos, quienes...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí