“El ministro del Interior dice tener un ángel de la guarda que se llama Marcelo y le ayuda con pequeñas tareas”. Desayunábamos ayer con este titular y en la España postBerlanga en la que vivimos pasa que es ya una práctica habitual que mojemos el café y untemos la tostada cada mañana con un tarro de sensación de irrealidad mágica que nos lleva, flotando, a tener que mirar dos veces el titular y leer bien la letra pequeña de la noticia para saber si estamos o no ante una broma. “La Audiencia Nacional avala que la Virgen tenga la medalla de oro al mérito policial”, “El presidente del Gobierno se mete a locutor de partidos de la Champions y declara que no tiene tiempo para debates electorales”. Cada mañana, tras el proceso de comprobación que realizamos flotando, terminamos irremediablemente aterrizando sobre el mismo lugar, la realidad postberlanguiana. Un día más, con sabor a sustancia psicotrópica en la boca en lugar de a café, en la radio suena un spot del PP que nos recuerda que esta España con aroma a LSD es en serio.

No, como todas las anteriores, esta tampoco era una broma. Está confirmado. El responsable de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado tiene un amigo invisible que le echa una mano con las pequeñas cosas, esas para las que Fernández Díaz debe andar justo de tiempo por las exigencias del cargo. Marcelo es un ayudante, un consejero, podríamos llamarlo, el secretario que carga las escopetas del señor ministro en la cacería contra nuestra cordura. Marcelo es un Luis Ciges de La escopeta nacional, el criado del hijo del marqués, al que, 40 años después, sólo el marqués Fernández vería y escucharía. Marcelo, ángel de la guarda, mientras buscamos aparcamiento cerca de la iglesia, dime, hicimos bien disparando contra esos subsaharianos que invadían nuestra querida España a nado, ¿verdad? Hicimos lo que había que hacer, señor ministro. Ahí mismo en zona azul, Marcelo, será un momento.