Dimitrovgrad, la frontera de los olvidados
A esta localidad serbia llegan aquellos refugiados que eligen la ruta por tierra a través de Turquía y Bulgaria, más barata. Son unos 400 al día y casi todos afganos
Carmen Rosa Dimitrovgrad (Serbia) , 16/12/2015
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Dimitrovgrad, Serbia, justo en la frontera con Bulgaria. Son las siete de la tarde y ya hace tres horas que es noche cerrada, culpa del desbarajuste nacional que se traen con el huso horario. Temperatura menos cinco grados, aunque ya no llueve ni nieva como ocurrió la semana pasada, cuando llegó oficialmente el invierno para los serbios y para los 2.700 refugiados que todavía entran cada día al país por la tristemente famosa ruta de los Balcanes occidentales.
La mayoría de estos expatriados forzosos que llegan a Serbia lo hacen por Presevo, desde Macedonia. Son los que han sufrido el calvario de cruzar las aguas griegas pero también son los que en mejor (o menos mala) situación se encuentran. Pertenecen a las tres nacionalidades permitidas tras la criba instaurada por Macedonia, Serbia y Croacia desde el 19 de noviembre: sirios, iraquíes y afganos que aún tienen algo de dinero para pagar el triple del precio normal por el autobús que les lleva directos a la frontera con Croacia sin pasar, como hasta hace poco, por Belgrado. En Presevo, pese a la precariedad que ofrece un país como Serbia, con sus propias estrecheces económicas, la avalancha de personas que llegaron en los últimos meses llevó hasta allí a muchos voluntarios de todo el mundo, se instalaron centros de asistencia y también los mediáticos barracones de Ikea para Acnur.
A Dimitrovgrad, localidad de 6.200 habitantes a cuatro horas en coche de Belgrado, llegan los que eligen la ruta por tierra a través de Turquía y Bulgaria, más barata. Son muchos menos, unos 400 al día y casi todos afganos, aunque este es también el único punto donde el flujo de personas ha ido a más debido, según el International Rescue Committee, al deterioro de la situación en el sur de su país. Los que aquí aparecen colina abajo llegan en una situación deplorable, son los refugiados más pobres y por ello mucho más vulnerables a los abusos. Aquí no hay techos suecos y la espera transcurre en un campo improvisado pegado a la comisaría, donde deben registrarse para poder seguir su camino. Las tiendas que se han levantado no son suficientes y decenas se ven obligados a dormir a la intemperie en este lugar entre montañas donde el frío en las noches de invierno llega hasta los diez grados bajo cero. La mayoría de los que aquí esperan son hombres muy jóvenes, no se ven casi mujeres y niños, es una opción demasiado dura, y los pocos que hay se resguardan muy bien por temor a la cada vez más común hipotermia y a enfermedades que puedan llevar al peor de los desenlaces: tener que parar su viaje.
La mayoría de los que aquí esperan son hombres muy jóvenes, no se ven casi mujeres y niños, es una opción demasiado dura
Los organismos y ONG no consideran Dimitrovgrad un punto caliente así que van y vienen mientras cientos de personas esperan en este rincón de una de las regiones más pobres de Serbia. Es la situación soñada para las mafias, esos grupos de fornidos hombres rapados vestidos de chándal que durante el día fuman y bromean junto a los taxis aparcados al lado del campo. Buscan dinero fresco. “Los autobuses, los taxis y los policías forman la red de extorsión que les espera en Serbia tras pasar el infierno de Bulgaria”, cuenta un voluntario local que prefiere no dar su nombre. “Les piden 200 euros por llevarles en taxi a Belgrado. El precio del bus son unos 35 euros (el billete para la ruta Dimitrovgrad-Belgrado cuesta normalmente 17) y lo peor es que la policía les cobra por registrarlos”. Lo confirma Adbul, afgano de 25 años. “Si pagas 25 euros vas a la cola rápida, si no tienes dinero debes esperar en la lenta durante días. Pero no pasa nada, está bien. Al menos nos tratan como personas”. El problema para los extorsionadores es que a sus potenciales víctimas les han dejado sin blanca en el país vecino.
“Bulgaria bad people. Very bad people”. Ismad agacha la cabeza con el ceño bien fruncido, casi oculto bajo el gorro de cuadros con orejeras que acaban de entregarle. Camina envuelto de pies a cuello en dos mantas marrones. Tiene quince años y lleva dos meses caminando junto a su grupo, casi todos también menores, desde Afganistán. Hace un par de semanas al menos tenía aún algo de dinero. También su mochila y el móvil, su posesión más preciada, con la que se comunicaba con los familiares que dejó atrás para tranquilizarles, para decirles que seguía vivo. El teléfono es sobre todo el único medio con el que los refugiados pueden contactar con los que les esperan en Alemania, Austria o el país que hayan ubicado como destino final. “La policía búlgara nos detuvo, nos colocó a todos en el suelo de rodillas y comenzó a golpearnos. Trajeron a los perros”. Sus compañeros comienzan a levantarse perneras y mangas para mostrar las señales de mordiscos. Lo hacen con una sonrisa. Son adolescentes enseñando sus heridas de guerra, orgullosos por haber sido tan fuertes como para cruzar el país número uno a evitar en la ruta de huida hacia Europa, según los comentarios en las redes sociales de los que han conseguido llegar a puerto seguro. Fue en Bulgaria, durante aquel asalto policial, con un arma de electrochoque en la sien, cuando Ismad y su grupo se enteraron de los ataques que casi un mes antes habían aterrorizado París, de que las pesadillas que les despertaban a ellos en casa también perturban ahora los sueños de los europeos.
“Nos gritaban “¡terrorist!”, nos dijeron que dejásemos todas nuestras cosas y el dinero en el suelo, lo cogieron y se lo quedaron. A él y sus 14 años le metieron además en una celda durante siete días en condiciones que le hacen torcer su sonrisa y vuelven a mandar sus ojos al pavimento.
“Nos gritaban “¡terrorist!”, nos dijeron que dejásemos todas nuestras cosas y el dinero en el suelo, lo cogieron y se lo quedaron”
“Mi país ahora es un horror, pero es más humano que Bulgaria”. Interviene Abdul, de 25 años, el silencioso hermano mayor dentro de este grupo de niños adultos varados aquí desde hace tres días. “Me golpearon durante varios minutos y ni siquiera se quedaron el teléfono. Lo cogieron, sacaron la batería, pisotearon todo y me lo devolvieron. No son humanos”. Cuando les liberaron, les ordenaron que regresasen a Turquía pero ellos lo volvieron a intentar por “la jungla”, como llaman a las zonas boscosas de Bulgaria donde pasaron cuatro días sin comer ni beber, durmiendo sobre el barro, huyendo de los perros policía y buscando el hueco por el que cruzar a Serbia.
Abdul era policía en la provincia de Nimruz, limítrofe con Irán, pero el trabajo solo le duró tres meses, hasta que una carta “de los barbudos” le dio 48 horas para que se largara del país. “Daesh, Al Qaeda, son todos iguales. Odian a la gente por cosas como escuchar música extranjera, hablar inglés o haber viajado, como era mi caso. Aquí todos hemos sufrido su violencia. En Afganistán no se puede vivir seguro en ninguna parte. Este chico vio cómo pasaban por el cuchillo a sus hermanas”. Señala a Muhammad, de 13 años, que nos sonríe sin entender.
Esta es la segunda vez en su vida que Abdul va a pedir asilo. La primera fue en 2008, cuando viajó en tren hasta Alemania, y de allí a Reino Unido. “La gente no se cree que fuera tan sencillo llegar a los sitios. Al final en Brighton me denegaron el asilo, pero me trataron muy bien, incluso me ayudaron a pagar el billete de vuelta. Era otro mundo. ¿Cómo han permitido que lleguemos a esto?”. Solo se le alegra la mirada al pensar en su destino final, Hamburgo, donde el plan era instalarse con un amigo de la infancia. Ya no tiene ni su número ni su dirección, todo lo llevaba dentro de un teléfono. “Pero lo principal es conseguir llegar”, sonríe por primera vez. “Mi cumpleaños es el 20 de diciembre. ¿Te imaginas poder celebrarlo bajo un techo en Alemania?”. En ese mismo momento, mientras él hablaba en la heladora penumbra de Dimitrovgrad, en un despacho austriaco, seguramente calentito y luminoso, señores en traje decidían levantar otra valla, esta vez en su frontera con Eslovenia. Y en Alemania el ministro del Interior, Thomas de Maizière, aprobaba la “repatriación de afganos a zonas seguras de su país”. ¿Qué harán estos chicos si les cortan el paso? “Nuestro país es muerte segura así que volveríamos a intentarlo. Siempre”.
Dimitrovgrad, Serbia, justo en la frontera con Bulgaria. Son las siete de la tarde y ya hace tres horas que es noche cerrada, culpa del desbarajuste nacional que se traen con el huso horario. Temperatura menos cinco grados, aunque ya no llueve ni nieva como ocurrió la semana pasada, cuando llegó...
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Carmen Rosa
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