Si Cantabria arde…
El Gobierno autónomo cree que la mayor parte de los más de 80 incendios del 28 de diciembre comenzaron en parques naturales y montes públicos y fueron provocados por delincuentes medioambientales
Marcos Pereda 30/12/2015
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Estas navidades no ha dejado de nevar en Cantabria. Nieve gris, pavesas grandes como copos de tristeza y miedo. Ceniza que se posa en las ventanas, en los automóviles, en la grupa de yeguas cansadas y deja allí una huella de pintura abstracta y mortal. No ha cesado de nevar, han sido unas navidades tristes. Las más tristes de siempre.
Durante el siglo XIX el paisaje de Cantabria mutó para siempre. Tradicionalmente el vacuno era industria pecuaria importante, pero en modo alguno exclusiva, conviviendo con ovejas, cabras y caballos. Pero eso cambia en torno a 1850, cuando la población española empieza a crecer de forma sostenida como nunca hasta entonces lo había hecho. Nacían más niños, y la demanda de leche, un alimento excelente por su alto valor energético, se dispara. Y así el campo de Cantabria se transforma. Desaparecen casi por completo las razas de vacas tradicionales (tudancas y pasiegas, sobre todo, fuertes y adaptadas a medios difíciles, productoras de carne) y entran nuevos animales para potenciar el floreciente sector lácteo. Animales que necesitan pastos. Pastos que se logran desbrozando el enorme monte que cubrió amplias partes de la región desde tiempo inmemorial. Entre las vacas y la Armada Española (en los siglos XVI al XIX muchas hectáreas sirvieron como combustible en las fundiciones militares de Liérganes y La Cavada o como elemento constructivo para barcos) estaban creando el paisaje cántabro actual.
El 28 de diciembre se disfrazó de broma sin gracia en toda Cantabria. Allí donde estuvieses olía a quemado, allí donde miraras se veían columnas de humo surgiendo en los montes, se sentía la muerte de los robles, de los helechos, de tasugos y aves. El 28 de diciembre, desgracia de chiste, la pequeña Torrelavega se vestía de metrópoli cosmopolita poniéndose una boina sobre los edificios. No era contaminación, sino algo más espeso, casi táctil. Hubo niebla donde no había niebla. No se alcanzaba a ver el sol. No fueron nubes, no fue esa bruma típica de aquí que mira y no deja mirar, que moja y empenacha árboles durante el invierno. No, era otra cosa. Más seca, más cálida. Humo. Toda la ciudad, toda la región, respiraba fuego de incendios.
La expresión “quema controlada” es casi un oxímoron que se nos ha ido de las manos en estos días. Hablamos de una práctica tradicional realizada en el ámbito rural con la que, básicamente, se queman entre finales de otoño y principios de invierno algunas extensiones de antiguos pastos donde han ido creciendo matorrales y escajos, esos arbustos de flores amarillas y púas durísimas que erizan todo el norte. La idea es desbrozar ese espacio y lograr, además, que los nuevos pastos nazcan más fuertes y nutritivos gracias al abono natural de la ceniza. En otras ocasiones la quema se produce cuando los vecinos de un pueblo se sienten angustiados por la cercanía del monte. Esta es otra idea difícil de transmitir a alguien que viva en una ciudad… la feroz velocidad a la que avanza la vegetación, la sensación casi claustrofóbica de notarla cada vez más cerca, amenazando con invadir las calles de la aldea. En esos casos se tira por la calle del medio. A veces hay suerte y no pasa nada. Pero otras sí. Este año sí.
El pequeño pueblo de Bárcena Mayor parece haberse quedado, perezoso, a dormir varios siglos atrás. Casas montañesas de piedra, calles heladas en adoquín y un río que rumorea alegre al lado del vecindario. Alrededor, solo verde y bosque. Bárcena Mayor vivía hasta hace unos años del ganado, igual que todos los concejos de la Cantabria rural. Las vacas como elemento atávico, unido casi consustancialmente a los seres humanos. Hoy se ha convertido en un centro privilegiado para el turismo rural, uno de los más pujantes, con multitud de negocios de restauración y hospedaje. El pasado día 28 de diciembre docenas de personas estuvieron durante hora y media luchando encarnizadamente con las llamas que miraban fijamente las primeras casas del pueblo, hasta casi lamerlas. Logran que el incendio no avance, pero les resulta imposible hacerlo retroceder. Están a merced de un viento un poco más fuerte, de un par de ráfagas mandadas no se sabe muy bien desde dónde que hagan todo su esfuerzo baldío. Si una sola de las casas de Bárcena Mayor se hubiera prendido el pueblo habría estado condenado, el fuego habría sido imposible de frenar entre las vigas de madera y las socarreñas a rebosar. Hoy no habría villa, no habría negocios, no habría vecinos porque no habría hogares.
Hablamos de un problema poliédrico: no es posible dar con una única razón para estos incendios y no se puede citar un único criminal. Que, aunque parezca algo naíf, buena parte de la culpa la ha tenido el factor meteorológico, un inmisericorde viento sur que lleva azotando la región durante todo el otoño y que ha espantado la lluvia, resecando los montes. Y el temporal, el temporal de viento aquel fatídico 28 de diciembre que zarandeaba las llamas con rachas de casi cien kilómetros por hora, extendiendo de forma dramática las llamas, que avanzan con la velocidad de un corzo que huye. O más. Fue, dicen, la tormenta perfecta. Todas las condiciones para que hubiera una tragedia se alinearon. Y, esta vez, no hubo suerte.
Para llegar a la ermita de San Román de Moroso, muy cerca de Bostronizo, hay que recorrer un bosque de cuento de hadas, un sendero que se retuerce entre los árboles hasta alcanzar el pequeño edificio, piedra gris sobre fondo verde, que surge como por arte de magia en un claro que parece sacado del mito artúrico. Es el único templo mozárabe que se conserva en lo que se llamaba tradicionalmente La Montaña. Allí se respira paz, quietud, el paraje invita a la reflexión. Hoy el cuadro que envuelve a la pequeña construcción es negro, tiznado como un paisaje de Brueghel. El monumento se salvó por muy poco. Lleva allí 1000 años. Algunos de los árboles que ahora parecen pinceles de carbón compartían sus amaneceres, sosegados, desde hacía siglos.
Y el elemento económico. Claro. Siempre lo hay. Se ha hablado mucho de una reciente reforma legislativa auspiciada por el Gobierno nacional que permite, simplificando, edificar sobre terreno quemado pocos meses después del incendio. Una reforma que cambia los treinta años anteriores de barbecho que debía tener ese espacio calcinado a un tiempo indeterminado fijado por las administraciones “siempre que concurran razones imperiosas de interés público”, sin especificar las mismas. No parece que haya estado esta situación en el origen de los fuegos cántabros. Por su situación orográfica dejan poco espacio para la temida especulación urbanística. Pero es, al menos, una modificación legislativa sintomática. De una forma de hacer las cosas. De un grado de desprecio por, o de desidia hacia, el medio natural.
Hubo que desalojar casas en pueblos como Viérnoles o Riocorvo. Varias cabañas ardieron con ganado dentro. Es difícil explicárselo a quien no lo ha vivido. El ruido, los berridos angustiados, aterrorizados de vacas y caballos cuando se ven cercados por el fuego. Los golpes, los techos que se derrumban, el olor. A madera quemada sí, pero también a piel, a pelo, a carne. Y siguen los mugidos, cada vez menos, cada vez más ahogados. Es difícil explicar a quien no lo ha vivido, como es imposible hacer entender la mirada del ganadero que ve cómo se le pierde el medio de vida, sí, pero también algo más. Sus animales. El atavismo, dijimos. Es difícil.
Otros hablan de las subvenciones, de la posibilidad jugosa que supone alcanzar dinero proveniente de la Unión Europea si se tiene terreno pratense, y que se pierde si ese espacio no goza de tal consideración por la abundancia de matojos o escajos. O de árboles, si tomamos el ejemplo extremo. Esa bonificación a la cual podrían acceder muchos vecinos del ámbito rural mediante la vía del consorcio de fincas con la entidad pública, siempre y cuando las mismas fueran dedicadas a pastos. Es decir, tuvieran hierba. Y volvemos a lo de las quemas de antes. Es otra de las razones. Insistimos, no la única. Ninguna es la única. Ninguna puede ser la única. Desde el Gobierno de Cantabria hablan de delincuencia medioambiental. Hablan del hecho de que, se sospecha, todos los incendios, o buena parte de los mismos, fueron provocados. Que algunos focos comenzaron a arder en mitad de parques naturales, de zonas protegidas donde no podría existir ningún otro interés más allá de hacer el mayor daño posible. Hablan de pirómanos, de bestias (estos no son animales) que acudieron a la llamada del viento sur sabiendo que sus acciones iban a ser especialmente dañinas, especialmente llamativas. Dicen que ninguno de los más de ochenta incendios que llegó a haber activos en Cantabria el 28 de diciembre (y que se llevaron por delante más de 2500 hectáreas, 2500…) se generó en un espacio privado, que todos nacieron en montes públicos. Cuentan que se conseguía sofocar un incendio y surgían otros diez. Que incluso a los delincuentes se les fue la obsesión de las manos. Que parece que la sociedad se ha dado cuenta de esta lacra. Que ojalá fuera así…
Lo que Cantabria fue hace un mes no volverá a serlo hasta dentro de varias décadas. Un bosque de eucalipto adulto tarda unos veinte años en volver a crecer. Si hablamos de la masa forestal autóctona, de las cagigas o las hayas o los castaños, seguramente sean muchos más. Es posible que los niños que ayer veían a lo lejos, desde sus casas, tubos de humo saliendo de los montes jamás vuelvan a conocerlos como fueron. Ya no es lo que se perdió… no son las cabañas derrumbadas, las hectáreas calcinadas, los animales muertos. Ya no es lo que se perdió… es lo que no se podrá recuperar. Al menos que no se olvide. Que no se olvide, al menos, para no hacer como esos pueblos, de los que hablaba el montañés Menéndez Pelayo, que por no recordar su historia estaban condenados, irrevocablemente, a morir…
Estas navidades no ha dejado de nevar en Cantabria. Nieve gris, pavesas grandes como copos de tristeza y miedo. Ceniza que se posa en las ventanas, en los automóviles, en la grupa de yeguas cansadas y deja allí una huella de pintura abstracta y mortal. No ha cesado de nevar, han sido unas navidades...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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