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Me he acercado al Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires para escribir unas líneas sobre la palabra que, según la Fundación del Español Urgente, ha marcado la actualidad informativa del año 2015, refugiado. Refugiado es todo aquel que se ve obligado a buscar amparo fuera de su país a consecuencia de guerra, revolución o persecución política e inmigrante quien llega a un país para establecerse en él.
He venido hasta el Hotel de Inmigrantes porque estamos en enero y después de los atentados de París y los abusos contra las mujeres en Colonia y otras ciudades alemanas, quizás nos estemos olvidando del frío que hace en invierno en el hemisferio norte, especialmente en Europa occidental.
Me he acercado al Hotel de Inmigrantes para que no se me olvide que por aquí pasaron unos dos millones de compatriotas míos entre 1888 y 1940. Por si mis compatriotas no bastaran, también pasaron dos millones y medio largos de italianos, un millón de alemanes y unos cientos de miles de franceses, polacos, rusos, turcos, austrohúngaros, británicos, portugueses, suizos, yugoslavos, belgas y holandeses.
El Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires es un extenso edificio de cien metros de longitud y cuatro pisos que fue diseñado para albergar a 3.000 personas. La planta, de ritmo uniforme, carcelario, está sostenida por una de las primeras estructuras de hormigón armado argentinas. En los tres pisos superiores estaban los dormitorios. Un pasillo central con forma de cruz griega, como en los viejos hospitales europeos, ordena cuatro inmensas habitaciones que albergaban, cada una de ellas, a 250 personas. Delante de los muros largas filas de literas con camas de hierro. Hacía las veces de colchón una lona de cuero crudo sujeta con tirantes metálicos. Los colchones atraen la suciedad y los insectos. En una esquina había baños provistos de agua caliente y fría. Los servicios sanitarios fuera del edificio, conforme a los criterios de la época. En la planta baja estaba el comedor, en el que se alimentaban por turnos hasta 1.000 personas cada vez.
Hoy está vacío. Una mínima parte la ocupa un museo de la inmigración en reformas y un pequeño café, desde el que escribo. Hay un ordenador que contiene la mayoría de los datos de los cuadernos de registros y, en una alacena, dos o tres de estos librillos originales. Si sabemos el nombre de cualquier individuo que pasara o hubiera podido pasar por aquí, podemos verificar su procedencia nacional, el día de la llegada al país, su profesión y el buque del cual desembarcó. Los argentinos suelen decir, puede que en broma, que descienden de los barcos.
Me levanto a caminar. Hay un vigilante que impide el paso pero logro convencerle. El Hotel de Inmigrantes es un edificio frío, con aire de abandono. En algunas paredes hay azulejos blancos y en las esquinas, escaleras de mármol muy gastadas, como algunas esculturas de santos milagreros. El aire de dejadez no impide percibir el espíritu de hormiguero. Aunque todos los edificios desolados se parecen, si uno se fija bien, mirando desde la ventana, el color chocolate del río de la Plata tiene matices verdosos y cuando te vuelves para otear en las habitaciones vacías, suena en el fondo un rumor oceánico.
Vuelvo al café. Abro mi ordenador. Leo que, según ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones, a finales de diciembre de 2015, aproximadamente un millón de personas han cruzado el Mediterráneo para entrar en Europa, de las cuales 942.400 han solicitado asilo político. Leo que, por este orden, provienen de Siria, Afganistán, Eritrea, Nigeria, Albania, Pakistán, Somalia, Irak, Sudán, Gambia y Bangladesh. Leo que alrededor de tres mil quinientos personas han muerto en el intento. Leo que según las proyecciones de ACNUR otros 450.000 lo intentarán en 2016 y que se trata de la mayor crisis migratoria y humanitaria de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Me he acercado al Hotel de Emigrantes de Buenos Aires para imbuirme con los míos cuando se vieron obligados a postergar su identidad. Pero no he tomado en consideración que, ahora, también yo soy un poco latinoamericano. Miro otra vez por la ventana. Hace una tarde clara, enero es verano en el hemisferio sur y Argentina, un país con una población minúscula en relación con su tamaño, al menos, si se compara con casi cualquier otro lugar del mundo. Aquí se repite sin cesar que la crisis de los refugiados es un tema ajeno, un problema circunscrito a Europa. Como antes yo mismo, mis amigos americanos olvidan su origen, su pertenencia, los ingredientes que conforman su aliento, olvidan que por sus venas corre el mismo fluido mestizo de los que están peleando, ahora, en otras fronteras.
Me he acercado al Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires para escribir unas líneas sobre la palabra que, según la Fundación del Español Urgente, ha marcado la actualidad informativa del año 2015, refugiado. Refugiado es todo aquel que se ve obligado a buscar amparo fuera de su país a consecuencia de guerra,...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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